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LA EVOLUCIÓN EN LA VECINA ORILLA

 Publicado: 06/02/2019

Entre plata dulce y arreglo


Por Omar Sueiro


LA PLATA DULCE

No pienso invadir el espacio de nuestro prestigioso crítico de cine Andrés Vartabedian y solo me referiré a los argumentos básicos de dos películas argentinas del fin de la dictadura. En “Plata dulce”, dos “concuñados”, copropietarios de una carpintería, son tentados por un empresario aparentemente adinerado, en realidad un típico “chanta” criado en el barrio (Gianni Lunadei), quien se muestra interesado en el local para “instalar una empresa asociada a una multinacional japonesa”. Le ceden el local después que consigue convencer a uno de los copropietarios del galpón (Federico Luppi), típico galán de “rioba” con ambiciones, de que será el gerente de la nueva empresa.

Rápidamente el lugar se transforma en un local con lujosas oficinas y un muy ordenado depósito con modernas estanterías repletas de cajas de respetable tamaño, operación que se realiza con urgencia para recibir a una importante misión de socios japoneses, los que quedan impresionados por el volumen de la mercadería almacenada y el orden imperante.

Una vez terminada la visita de la delegación asiática, todas las cajas, que en realidad estaban vacías, se tiran y las instalaciones se desmantelan, desapareciendo las estanterías y el lujoso mobiliario.

El pretendido inversionista y sus secuaces continúan con el supuesto desarrollo financiero-empresarial, creando firmas de distintos ramos que encabezan testaferros del grupo, llegando al máximo con la adquisición de un banco, cuya gerencia encomienda precisamente al personaje interpretado por un Luppi acertado en su inocencia, ignorancia y entusiasmo. El esquema utilizado en la ficción es absolutamente real y aún hoy vigente: cadena de negocios “truchos”, empresas que se suministran mutuamente bienes y servicios inexistentes, figuras que aparecen en sendas posiciones ejecutivas de las diferentes compañías, en fin, maniobras comunes en muchas partes y que pueden encontrarse incluso aquí nomás, por ejemplo en la descripción que hizo días pasados un semanario uruguayo sobre la cadena de “inversiones” que ha realizado un emergente político oriental con intenciones de alcanzar las más altas esferas de poder en las próximas elecciones.

Mientras tanto, el otro socio (De Grazia) deja de trabajar en la carpintería, vende el local y “pone a trabajar la plata” colocándola en los negocios que regentea su amigo. Lo mismo hace toda la familia, incluyendo hasta la abuelita, todos se dedican a especular con los pequeñísimos ahorros que cada uno tiene.

El desenlace previsible es la bancarrota derivada del despojo que los presuntos emprendedores infligen finalmente a sus socios internacionales y locales, incluidos los ilusos y desprevenidos ahorristas que pierden todo lo aportado.

El gerente de múltiples empresas –carpintero convertido en testaferro– cae preso y obviamente también queda en la vía. Utilizando el léxico porteño a lo Maradona, es “un gil que, queriendo ser un camba, terminó siendo un garca que clavó a un pueblo”[1]

El final de la película es terriblemente amargo, no por el sufrimiento que trasmiten los personajes, sino por su contenido de preanuncio de nuevas reiteraciones de este esquema de explotación y engaño a la sufrida población trabajadora argentina; comienza a llover y él, junto a un amigo que lo visita en la cárcel, exclaman al unísono: “Llueve, hermano, justo en el momento que la cosecha lo necesita: ¡estamos salvados! ¡¡Dios es argentiinooo!!

LOS ARREGLOS

El arreglo”, con un argumento más directo y llano, produce en el espectador una mayor sensación de amargura y tristeza, por su relación con la realidad.

La acción transcurre en un barrio proletario de los arrabales, con casitas de material y patio con parral. En una de ellas una familia típica, padres cincuentones (él albañil, ella ama de casa), dos hijas, una adolescente y otra ya adulta, casada y embarazada, que vive con su esposo (antenista) en los fondos de la misma casa.

El barrio no tiene agua corriente, cada casa tiene un pozo del que se bombea el agua a mano, esporádicamente con un motorcito eléctrico. La instalación fue pedida insistentemente por el colectivo de vecinos y, pese a las promesas políticas de los prominentes jerarcas, nunca fue realizada. Entretanto la capa freática de la que todo el barrio se provee de agua muestra signos de agotamiento

Aparece entonces un “Puntero” (figura entre política y mafiosa, común en la realidad de casi todos los barrios, ciudades y pueblos de la Argentina, en la película protagonizada por Ranni), que ofrece hacer la instalación, con materiales y mano de obra municipal, pero que será prácticamente clandestina, pues se construirá sin resolución formal alguna, pago mediante (coima oculta) de una abultada cantidad reunida con los aportes individuales del vecindario. En la película se maneja que cada uno deberá pagar “quinientos palos”, por lo que se trata de un monto bastante elevado el que afrontará cada familia.

El vecino albañil (Luppi), hombre de acendrado espíritu de honradez y dignidad, se niega a pagar la coima e incluso tiene un incidente verbal con el Puntero, mientras todos los demás vecinos del barrio pagan y las obras avanzan. Un día el pozo se agota y mientras el resto del barrio no tiene problemas porque pagó y tiene agua corriente, el hombre, fiel a sus principios, decide ahondar el pozo de su casa para llegar a otra napa más profunda. Sufre las presiones de los vecinos que lo tratan de desertor, así como de la propia familia, agrandada con dos bebés, que necesita el líquido elemento.

Tras hacer un titánico esfuerzo físico horadando el pozo, aparentemente no consigue llegar a la napa profunda, termina peleándose con el Puntero y lo meten preso. Por cascarudo, diría Maradona.

En el último segundo, cuando se sobreimprime la palabra FIN, el realizador tiene conmiseración por los frustrados y amargados espectadores, mostrando que un hilo de agua comienza a salir del pozo pese a todo…

DE LA FICCIÓN A LA REALIDAD

El estado actual de la realidad argentina podría definirse, con pesar, indignación y angustia, como cada vez peor y más humillante en lo que se refiere a la explotación y el sometimiento que se impone al pueblo.

Una crisis permanente, con altos y bajos indefectibles y periódicos que semejan la hoja de un serrucho, va generando la cultura de “hacé la tuya y salvate” como única y solución a la vista para superar los ajustes que inevitablemente recaen sobre los estratos más pobres y los indigentes.

En los ciclos altos hasta puede llegarse a la euforia del consumismo y aparecen los Luppi-Cambas ganadores, para luego caer en profundos pozos económicos en los que, para sobrevivir, debe admitirse la convivencia con ladrones y coimeros (“dejemos de robar un par de años para que esto se arregle”, pidió públicamente un político y sindicalista de notoriedad), con “Punteros” y lacras aún peores.

La reacciones ante tanto nivel de iniquidad, despojo e injusticia son espasmódicas y violentas, la mayor que se recuerda hasta ahora fue el “que se vayan todos los del 2001/2002”, pero siempre el régimen temporal o más bien el sistema se las arregla para debilitar a los cascarudos y hacer volver al pueblo a una noria que parece no tener fin.

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