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UN DIÁLOGO EN TORNO A LAS REDES SOCIALES

 Publicado: 05/06/2019

La caverna engañosa


Por Fernando Rama y José Kechichián


EL SUJETO MODERNO ANTE LA NUEVA CAVERNA

José Kechichian: En el siglo V antes de nuestra era, los griegos (exceptuando los esclavos, los extranjeros y las mujeres) se considereban libres en el marco del ejercicio de la “ciudadanía” en la polis (ciudad). En efecto, la isonomía (igualdad ante la ley) y la isegoría (la posibilidad de participar en la esfera pública), hacían posible el funcionamiento de la democracia.

Sin embargo, entre los antiguos aún no se había definido la idea de “individuo”, con las exigencias de subjetividad que esto supone.[1]

Por su parte, la época moderna proclamó la supremacía de la razón. Así, a partir de Descartes se impuso el apotegma “Pienso, luego existo[2]. Posteriormente, Kant responde a la interrogante acerca de qué es la ilustación con la famosa expresión “Sapere aude[3], es decir, atrévete a pensar, a usar tu razón, elévate a la conducta de un sujeto que desde su autonomía analiza la realidad y toma decisiones no condicionadas por factores externos.

A partir de Kant, el humanismo moderno afirma que el ser humano se concibe y se afirma como fuente de sus representaciones y de sus actos. En otras palabras, no acepta recibir sus normas y sus leyes de la naturaleza de las cosas ni de Dios, sino que se considera capaz de fundamentar él mismo sus representaciones a partir de la razón y de la voluntad.

De todos modos es posible afirmar que en la Grecia clásica se originó la idea de “autonomía”, idea que Kant retoma pero la define como la capacidad del hombre de darse sus propias leyes y de cumplirlas, dado que se originan en la razón. En la época moderna y nuevamente en palabras de Kant,

La voluntad es pensada como la facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes.”[4]

¿Cómo debería manifestarse esta libertad en nuestra realidad actual? ¿Cómo asegurar esa condición básica para poder acceder a un nivel de discernimiento que nos capacite a no quedar sujetos a encierros ideológicos, supersticiones, prejuicios, así como tampoco atados de manera acrítica a ideas preconcebidas?

Llegar a superar las barreras que obstaculizan la vía a una actitud y a un comportamiento ajenos al dogmatismo exige una incesante labor de autoexamen, voluntad de diálogo, de interacción en igualdad de condiciones, respetando a los que piensan de otro modo, en el marco de las lógicas de acción colectiva, en cualquiera de los ámbitos de la sociedad.

Sin embargo, en la actualidad somos testigos de una irrestricta libertad de expresión en los medios de comunicación digitales. Este foro virtual, que está presente en las redes sociales y en un conjunto de medios, permite lo que se denomina un alto nivel de conectividad a escala planetaria. Estos fenómenos tienen como actores a personas de todas las edades, desde niños y adolescentes hasta personas de edad avanzada y pertenecientes a todos los estratos sociales y niveles de instrucción.

En su obra “La república”, Platón presenta la “alegoría de la caverna”, en la que unos seres encadenados confunden las sombras que ven con la realidad. En su búsqueda de la ciudad ideal infiere que la mera opinión (doxa) constituye un paso intermedio entre la ignorancia y el conocimiento, al que denomina episteme y que hoy llamaríamos conocimiento científico.[5] Actualmente ha surgido otra paradoja: hoy navegamos en una realidad virtual, cada vez más saturada de informaciones falsas o verdades a medias. En el fondo, estamos tan impedidos de conocer la realidad como otrora los habitantes de la caverna platoniana.

Ni siquiera las distopías, desde “1984” de George Orwell en adelante, fueron capaces de imaginar que, sin necesidad de ejercer sobre ellos la fuerza coercitiva del Estado y otras formas de poder, los seres humanos expondrían su vida privada y sus intimidades en las redes sociales. A ello se suma el resto de las tecnologías, desde las videocámaras hasta los drones, que aportan miríadas de datos, recopilados y procesados en formatos digitales capaces de identificar la personalidad, la actitud y los comportamientos presentes y previsibles de miles de millones de seres humanos a la vez.

Este panorama, inscripto en un mundo globalizado en el que se difuminan las fronteras, engendra una elevada cuota de incertidumbre y riesgos.

En este contexto no es casual el retorno de prédicas milenaristas, la proliferación de creencias que prometen la “salvación”; la aparición de cultos en los que se proclama la capacidad de obrar milagros para “curar enfermedades” o “exorcizar al demonio” introducido en el cuerpo del creyente. Y más aún, se promete la posibilidad de alcanzar la “prosperidad” en relación directamente proporcional al aporte que el creyente haga a su congregación, donde el pastor de turno habla en tono exaltado.

Por lo tanto, hoy más que nunca es un imperativo defender la racionalidad en el ordenamiento de la vida social. Por supuesto, respetando todas las creencias desde una pespectiva laica, hondamente arraigada en la cultura uruguaya.

Las decisiones de caráctar vinculante no deben estar sometidas ni a criterios religiosos, cualquiera sea la religión que se invoque, ni a criterios éticos, sino que deben ser decisiones basadas en la racionalidad del derecho, de las leyes, adoptadas en el marco de nuestro régimen republicano democrático.

LAS VIEJAS CAVERNAS Y LAS NUEVAS REALIDADES

Fernando Rama: Estimado José, tras leer tus consideraciones sobre los peligros generados por las redes sociales me permito establecer algunas preguntas y ciertas dudas. Trataré de ejemplificar mis dudas a partir de ciertos acontecimientos históricos, algo remotos algunos y recientes otros. También aludiré a cuestiones que atañen a la realidad, donde los actores no confunden las sombras con la realidad.

En el siglo XX la humanidad vivió dos guerras mundiales y una revolución. La primera guerra mundial se originó cuando el alto mando militar alemán consideró que una incursión militar en Francia permitiría una rápida conquista. Alemania y sus aliados consideraron prioritario mantener el orden colonial surgido de la Conferencia de Berlín en 1884. Lo que resultó fue una carnicería jamás vista antes, provocada por una interminable guerra de trincheras, el empleo de armas químicas y el reclutamiento por parte de los aliados de gran parte de la población establecida en sus respectivas colonias.

El fin de la guerra trajo consigo uno de los peores tratados de paz de que se tenga memoria (Versalles) y el desencadenamiento de la liberación nacional en el mundo colonial. Ho Chi Minh observó el desarrollo de los acontecimientos desde un café parisino y fue de los primeros en extraer las exactas conclusiones a partir de aquella monstruosa calamidad. En esos primeros años del siglo XX no existían las redes sociales digitales, pero sí las redes sociales convencionales, que son propias de la especie humana. Ni unas ni otras permitieron percibir la realidad y casi toda la humanidad vivió en una caverna, contemplando sombras. Sólo vieron la realidad los integrantes del movimiento pacifista que por entonces fue adquiriendo forma.

Pero la caverna siguió predominando cuando apenas unos años más tarde surgía el fascismo, primero en Portugal, con la dictadura de Sidonio Pais, luego en Italia con Mussolini, poco después en Alemania con el advenimiento de Hitler y alimentado por el revanchismo alemán, finalmente en España con la guerra civil. Una vez más, las redes sociales convencionales generaron la convicción de que la guerra –la más irracional invención de la humanidad– solucionaría los problemas de Alemania y del mundo al imponer la supremacía aria.

Hablando de supremacías: en la tranquila comunidad de Christchurch, en la isla Sur de Nueva Zelanda, un individuo proveniente de Australia ejecutó, llevado por la ideología de la supremacía blanca, a cincuenta ciudadanos que profesaban la fe musulmana. Cuarenta y tres en una mezquita y siete en otra. Todo indica que se trataba de un sociópata actuando por iniciativa personal, aunque tampoco se descarta que forme parte de alguna red social digital muy exclusiva. Christchurch era un paraíso de convivencia democrática multiétnica, cosmopolita, formada por personas provenientes de todo el mundo, que allí se sentían seguras y practicaban con tranquilidad todos los credos religiosos.

La respuesta de la comunidad en solidaridad con los damnificados ha sido extraordinaria y el gobierno neozelandés adoptó drásticas medidas, entre ellas la prohibición de portar armas de guerra en todo el territorio.

En el Sahel, alrededor de cincuenta millones de personas originarias de cuatro países dependen para su subsistencia del lago Chad. Allí, tierra que probablemente pisaron los primeros homínidos, el calentamiento global ha reducido la extensión del lago en un 90%. Este drama condena a los pescadores a pasar días enteros para pescar unos pocos peces. Condena, asimismo, a los agricultores al hambre y la desnutrición y ya ha provocado una gran disminución del ganado, principalmente camellos. “Refugiados ecológicos” es el término de reciente invención para tipificar esta situación desesperante. En esa extensa región no existen cámaras de seguridad ni redes sociales hiperconectadas a través de internet. Allí los seres humanos contemplan la cruda realidad y no las sombras de la caverna platónica.

Concuerdo contigo en que hoy más que nunca es necesario rescatar la racionalidad de nuestras decisiones. La larga progresión de la humanidad hacia la Ilustración –Pico de la Mirándola, Tomás Moro, Bacon, Montaigne, Erasmo, Spinoza, Kant– sigue siendo la única respuesta posible. Pero frente al embate de la globalización de las comunicaciones y el ataque a la vida privada de las personas parece haber una sola respuesta posible: la inclusión de esta temática en los programas de enseñanza. Y con todo, aunque no sea fácil decirlo, sabemos que abolir la irracionalidad humana será siempre una utopía.

José Kechichian: Estimado Fernando, has demostrado, con una contundente enumeración de hechos históricos y de actualidad, que evidentemente no son necesarias las actuales tecnologías digitales para generar la ceguera de gran parte de los seres humanos ante realidades que afectan, no sólo a “los condenados de la Tierra”, como los llamó Franz Fanon con justa razón, sino al ecosistema, al entorno que se ve alterado y se vuelve inhabitable debido a prácticas productivas que destruyen la naturaleza.

Creo que tal vez el problema de las redes no sea más que una de las tantas manifestaciones de la declinación de la política, entendida en el sentido amplio. ¿A qué me refiero? Pues al retiro de la vida pública de millones de personas, que han convertido su peripecia individual en el centro de sus vidas. ¿Cómo, si no, grandes sectores de la población han llegado a desentenderse del conocimiento y de la participación en los asuntos públicos, de los temas que nos afectan a todos los integrantes de la sociedad? El siglo XX, además de la barbarie bélica y los genocidios perpetrados por los imperios, conoció una forma de relacionamiento del Estado con la sociedad, basada en determinadas pautas de redistribución de la riqueza, de regulación del funcionamiento del mercado. No debemos olvidar que la supuesta naturaleza perfecta del mercado no existe. En realidad el mercado capitalista surgió y se consolidó gracias a la acción del Estado.[6]

A partir de los años 90 del siglo pasado comienza lo que se denominó el retiro del Estado de sus funciones regulatorias. En consecuencia, se produce la transferencia a las personas de la responsabilidad por las decisiones en torno a su salud, su educación y el futuro al final de su vida laboral. Para algunos autores se trata del paso de una sociedad de productores a una sociedad de consumidores. En otras palabras, la función “reguladora” del Estado fue sustituida por la derregulación y la apertura a una realidad en que el individuo es quien debe asumir las previsiones sobre su vida, función que antes llevaba a cabo el Estado en forma centralizada.

La promesa de la modernidad consistía, como uno de sus fundamentos, en que la acción del Estado estaba destinada a mejorar las condiciones de vida de las personas. Cuando estas políticas gubernamentales fueron transferidas a los ciudadanos se generó un contexto que fortalece las tendencias individualizadoras. Esto se traduce en que las personas deben encontrar soluciones individuales a los problemas que se originan socialmente.

Si los individuos estamos ante el deber de construir un orden que originalmente era misión del Estado, cada uno tiene el derecho a optar por la solución que desde su punto de vista entienda pertinente. En consecuencia, el bienestar individual ha pasado a ser la causa y la motivación para actuar. En los hechos, esto ha conducido a una fractura, a una atomización e incluso a la eliminación, de la solidaridad social. En forma directa o indirecta se genera la competencia y la desconfianza mutua. Se debilitan los lazos de la acción mancomunada en torno a fines sociales que requieren la participación consciente en los asuntos comunes, o sea la “res publica”.

Este es el terreno en el que la pérdida de perspectivas políticas da paso a las escuelas que pregonan el “pensamiento único”, a las distintas concepciones que presentan soluciones terapéuticas a los males sociales, como todo el repertorio del neopaganismo (New Age, meditación, dietas, atención prioritaria al cuidado del cuerpo, y temas similares).

Entramos así en un mundo gobernado por los datos, donde el ser humano está cada vez más sujeto a la dependencia tecnológica y a la pérdida de autonomía, en definitiva a la pérdida de libertad en el sentido más amplio del concepto.

Sin pretensión de ser exhaustivo me detengo en estas reflexiones que espero puedan aportar otra mirada a la llamada “crisis de la modernidad”. Crisis cuyas causas no responden solamente a la trillada expresión “pérdida de valores”, sino a la transformación estructural del funcionamiento social a escala nunca vista, con los consecuentes trastornos que caracterizan la actual situación de los seres humanos.

Fernando Rama: Estimado José, queda claro, entonces, que el empleo abusivo de las redes sociales, la invasión de nuestra vida privada y la manipulación de las decisiones políticas de millones de personas responden a un cambio de paradigma en lo que tiene que ver con el rol del Estado como regulador de las redes sociales directas entre los seres humanos. El gran tema pasa a ser, por lo tanto, cómo es posible evitar que la hiperglobalización de las redes sociales digitales nos atrapen en una total despolitización, con las consecuencias que ya se pueden apreciar en varios procesos electorales recientes.

Se me ocurre que una de las respuestas posibles pasa, en primer lugar, por visibilizar el problema. Y esto debiera complementarse con la inclusión de esta problemática en los programas educativos. Esta labor de educación debería ir más allá del paso que dieron algunos países al prohibir el empleo de los celulares en el aula.

Espero que en el futuro tengamos la oportunidad de continuar reflexionando colectivamente sobre este espinoso problema.

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