Compartir

DEL ENCUENTRO TEMÁTICO CETP-UTU 2018

 Publicado: 05/06/2019

Medio siglo de cambios en el trabajo – 2ª parte


Por Claudio Iturra


II – UNA TRASICIÓN METODOLÓGICA

Hay teóricos laborales que entienden que el trabajo no siempre existió. Tienen razón y no tienen razón: el trabajo en tanto que actividad humana transformadora de lo natural, de lo material, de lo social, existió siempre. Lo que pasa es que no siempre se vio en los términos sistemáticos, lógicos, en que se ve ahora, porque la generalización de las relaciones mercantiles y la separación del trabajador de sus medios de producción, permiten su consideración abstracta

Margaret Thatcher decía que no existen las sociedades, que sólo hay individuos. A esa tendencia la llaman “individualismo metodológico” y se remonta a fines del siglo XVIII. Las consecuencias prácticas de este postulado las han mostrado las políticas económicas neoliberales a que han dado lugar. En las antípodas teórico-prácticas se ubican las posturas, a las que nos adscribimos, que ven el trabajo y las relaciones sociales que se tejen en su realización como procesos históricos complejos, no reducibles a magnitudes (indicadores).

Los indicadores indican, no explican. Para avanzar en su comprensión lógica, es necesario adentrarnos en alguna definición metodológica que sitúe y discierna dónde y cómo se producen las relaciones que sustentan al trabajo.

En las ciencias, sobre todo las sociales, no basta con establecer magnitudes, sino que es necesario establecer sus “modos” de existencia, esto es, buscar la causalidad estructural que subyace en los indicadores. Los indicadores resultan de que determinados fenómenos de las relaciones sociales se dieron como se dieron. El conocimiento no se colma expresando puramente magnitudes, es necesario ir a las causas que generan esas magnitudes.

Nos parece que el concepto de “totalidad orgánica” (que se encuentra en Hegel, Marx, Luckacs) es adecuado, sobre todo en la forma enunciada por Jean-Paul Sartre: “la totalidad orgánica es un conjunto estructurado que tiene propiedades específicas que no corresponden al conjunto de propiedades de sus elementos constitutivos. Las cien mil palabras alineadas en un libro pueden ser leídas una a una sin que surja el sentido de la obra: el sentido no es la suma de las palabras; es la totalidad orgánica… Lo propio de toda dialéctica es la idea de totalidad: los fenómenos nunca son apariciones aisladas; cuando se producen juntos, siempre es la unidad superior de un todo y están vinculados entre sí por relaciones internas, es decir que la presencia de uno modifica al otro en su naturaleza profunda”[1]

Este postura supone “un cuestionamiento a los análisis que creen que reconstruirán la visión global a partir de la suma de conocimientos parcelarios, como también de los estudios que se abocan a alguna parcela de la realidad y que buscan “conocer”, sin una mínima hipótesis del lugar y las relaciones de esa parcela con el todo mayor del cual forman parte”. Esto no significa que se descalifiquen absolutamente los estudios de fragmentos de la realidad. Lo que se impugna es que se los lleve a cabo “sin una interpretación del lugar y de las relaciones que tales parcialidades y fragmentos mantienen con la unidad compleja o totalidad en la que se articulan y forman parte”[2]

En fin, en momentos en que se tiende a aislar “lo tecnológico”, dotándolo de una entidad propia como “motor de la historia”, corresponde asociar los conceptos que se han venido analizando: las tecnologías no “caen” nunca en un vacío social, sino que por el contrario interactúan siempre con un sistema de prácticas sociales ya consolidado y activo antes e independientemente de las tecnologías. Como veremos, son precisamente tales prácticas preexistentes las que contribuyen en modo muy específico a definir tanto el uso (o no uso) como el significado de mediación que cada una de las tecnologías asumirá dentro de un sistema específico de actividad laboral. Este último aspecto da cuenta de cómo cada tecnología de hecho es “reinventada” y “reproyectada” en forma diversa dentro de las diversas comunidades de práctica.

Las actividades laborales son ejecutables sólo a través de la coordinación del trabajo de más personas y a través del uso de una competencia experta que normalmente está “distribuida” entre los miembros de la comunidad laboral y las tecnologías que utilizan.

El análisis del “impacto” de las tecnologías es inseparable del análisis de la actividad productiva para las cuales y en las cuales se usan. La funcionalidad de la tecnología no reside tanto en su específica estructura técnica y material sino más bien en el curso de acción que producen y sustentan en un contexto productivo y organizativo. Los instrumentos tecnológicos no son nunca social y cognitivamente neutros: cumplen acciones sociales y prescriben comportamientos específicos. Estos últimos dos puntos evidencian cómo existe un proceso de influencia recíproca entre tecnología y organización: insertar un nuevo instrumento tecnológico implica siempre la redefinición de todo el sistema de actividad productiva.[3]

La sociedad es este “todo” en el que se ubican diversas instancias, funciones, como el proceso productivo

Por eso hay quienes entienden que, en este todo, por un lado están los dueños del capital y de los medios de producción que ganan utilizándolos mediante la contratación de la fuerza de trabajo, representada por el otro por los trabajadores. Ambos grupos son “clases” y se entiende que entre ellas se da una contradicción antagónica, un conflicto, lo llamen o no una “lucha de clases”.

Lo que se juega no es baladí: más allá de que algunos comunicadores actúan como si bastara suprimir un término para destruir un concepto y, de paso, una realidad.

No pocos empresarios, científicos y políticos, creen que es un concepto obsoleto, sin vigencia, sin legitimidad. Con todo, no sólo en la izquierda del espectro sociopolítico se lo sigue considerando vigente y legítimo, también en el polo de la extrema riqueza surgen voces que lo validan. Warren Buffet, un empresario estadounidense ubicado entre los cuatro más ricos del mundo, decía: Por supuesto que hay lucha de clases. No sólo es una lucha, sino una guerra, y los ricos la estamos ganando[4]

No lo decía por jactancia, sino llamando a sus pares a asumir responsabilidades como clase dominante para impedir que las instituciones se desbarranquen y quienes generan la mayor parte de la riqueza tienen que pagar la mayor proporción de los impuestos y la plata del narcotráfico y los paraísos fiscales va a bloquear la posibilidad de tener un sistema regulado.

En Uruguay y en muchos países se reconoce en la práctica la existencia de las clases, lo que se materializa en la negociación colectiva. Porque negociar supone la existencia de intereses contrapuestos. A veces se sublima formalmente y se lo denomina “conflicto social regulado”.

III – EL DISEÑO PARA CAMBIAR LA HISTORIA Y SU CONCRECIÓN

Los profundos cambios en los productos, procesos, tecnologías, las relaciones laborales, la organización productiva no han ocurrido por acaso, al azar.

Hay un famoso Eric Hobsbawm (1917-2012), que en su obra Historia del siglo XX[5] denomina el “breve siglo veinte” a la época que va de 1914 a 1991 y en él, destaca la “edad de oro” del capitalismo refiriéndose a las tres décadas que transcurren, aproximadamente, desde 1945 hasta 1973, entre la derrota de las potencias nazi-fascistas y sus aliados y el final del ciclo largo de expansión económica de posguerra. Lo más importante es que, asociado al nuevo ciclo demográfico y de acumulación, tiene lugar una trascendental transformación en las condiciones de vida de una gran parte de los habitantes del planeta. Por vez primera, desde el Neolítico, la mayor parte de los seres humanos dejan de vivir de la agricultura y la ganadería, y se desarrolla impetuosamente la urbanización del mundo.

En la ola de la Liberación, al término de la guerra, se formó el Sistema de Naciones Unidas, para hacer prevalecer la paz, los derechos humanos y la equidad. Miembro importante de este sistema es la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

El período que se denomina “edad de oro” del capitalismo o años dorados -también conocido en francés como “Trente Glorieuses” y en alemán “Nachkriegsboom” o boom de la posguerra, estuvo caracterizado por un crecimiento económico nunca antes alcanzado.[6] El proceso descolonización abrió para el capitalismo en acelerada recuperación mercados de cientos de millones de personas.

El papel desempeñado por la Unión Soviética y los movimientos y partidos populares en la Liberación acentuó la tendencia intervencionista del Estado y dio forma al Estado de Bienestar en los países occidentales. El Estado influye así directamente en la actividad económica, como en las cuestiones sociales (nivel de empleo, seguridad social, derecho de huelga, salud, vivienda), que aseguran condiciones de reproducción para el sistema capitalista. Se intensifica la negociación colectiva y la distribución de la ganancia se hace más equitativa.

Esa presencia de los movimientos sociales se tradujo, en lo político, en la participación de ministros comunistas en Francia e Italia.

El devenir paralelo de la Guerra Fría hizo que por la presión de Estados Unidos sobre sus antiguos aliados esa presencia comunista en los gobiernos fuera de corta duración, a la vez que se agudizaban los procesos ideológicos antipopulares, centrados en el anticomunismo.

Hasta que se produce el “derrumbamiento” de 1973-1991, del que habla Hobsbawm, que supone el final de los equilibrios internacionales nacidos en 1945 y mantenidos gracias a la guerra fría. Se acelera el proceso de mundialización del mercado, reaparece el desempleo masivo en Occidente, el Estado de Bienestar cae en profunda crisis y reaparece la extrema pobreza en las ciudades.

Este cambio histórico, de magnitud sin precedentes, que constituye una articulada contrarrevolución capitalista, no ocurrió en forma espontánea ni desorganizada. Ya en 1971, por influjo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), se llevó a cabo una reunión de expertos de las patronales de los mayores países desarrollados, incluyendo Estados Unidos y Japón. El encuentro buscaba revertir el “fenómeno de degradación que caracteriza hoy por hoy el comportamiento de los trabajadores...el endurecimiento de sus actitudes... Las economías industriales... sufren una revolución... que atraviesa todas las fronteras culturales.... y que se caracteriza por “un desafío a la autoridad”.[7]

Con similar finalidad se crea la la Comisión Trilateral, organización internacional privada fundada en 1973 por iniciativa de David Rockefeller, exiembro ejecutivo del Council on Foreign Relations[8] y del Grupo Bilderberg;[9] aglutina a personalidades destacadas de la economía y los negocios de las tres zonas principales de la economía capitalista: Norteamérica, Europa y Asia-Pacífico. Precisamente la inclusión de miembros de Japón es la principal diferencia con el Grupo Bilderberg.

La comisión es presidida por el expresidente del Banco Central Europeo Jean-Claude Trichet —por Europa—, el geopolitólogo Joseph Nye —por Norteamérica—, y el directivo farmacéutico Yasuchika Hasegawa —por la región Asia-Pacífico.

Entre las personalidades que han formado parte destacan los ex-presidentes de Estados Unidos Bush padre, Jimmy Carter y Bill Clinton y el ex-secretario de Estado de Estados Unidos Henry A. Kissinger.

Durante los años 90, la contrarrevolución capitalista sintetizó sus principios básicos en el “Consenso de Washington”, un listado de políticas económicas asumidas por los organismos financieros internacionales y centros económicos con sede en Washington, Estados Unidos.

Las políticas económicas del consenso son las siguientes: 1) Disciplina presupuestaria (los presupuestos públicos no pueden tener déficit). 2) Reordenamiento de las prioridades del gasto público de áreas como subsidios (especialmente subsidios indiscriminados) hacia sectores que favorezcan el crecimiento, y servicios para los pobres, como educación, salud pública, investigación e infraestructuras. 3) Reforma Impositiva (buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados). 4) Liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés. 5) Un tipo de cambio de la moneda competitivo. 6) Liberalización del comercio internacional (trade liberalization, es decir reducción de barreras aduaneras). 7) Eliminación de obstáculos a las inversiones extranjeras directas. 8) Privatización (venta de las empresas públicas y de los monopolios estatales). 9) Desregulación de los mercados. 10) Protección de la propiedad privada.

El trabajo, la producción y la seguridad social sufrieron los efectos regresivos de esta política. La desindustrialización, junto con abrir los mercados a la producción foránea, provocó la desocupación de miles de trabajadores y la desaparición de oficios especializados. Las empresas administradoras de fondos de pensiones escamotearon miles de millones de la jubilación de los trabajadores.

La privatización de servicios otrora brindados por el Estado agudizó las condiciones de desprotección de las poblaciones menos favorecidas. La renuncia del Estado a regular activamente las condiciones macroeconómicas, especialmente en lo referente al empleo, generalizaron el trabajo precario y los abusos patronales. Se produjo una brusca reducción en el gasto social, así como de los impuestos aplicados a las empresas y familias.

A escala internacional, se generalizaron los ataques desde el gobierno y las empresas a los sindicatos, desplazando el poder a favor del capital y debilitando la capacidad de negociación de los trabajadores. Desaparecieron centenares de sindicatos. Con todo, la regresión sindical y del campo popular no sólo se debe a los ataques del campo patronal, ya que tiene su propia lógica interna.

La estrategia centrada en la fragmentación del trabajo busca todos los medios para incrementar su precarización, para lo que precisa terminar con las normas que buscan su mayor formalización, disminuir la eficacia institucional para reducir la intervención pública de protección de los trabajadores, limitando las libertades sindicales. Recurre a la presión mediática de la prensa dominante para vehiculizar la ideología individualista/consumista a nivel social. Todo ello concurre a impedir o inhibir la existencia y acción de los sujetos colectivos, en cuyo primer lugar se ubica la organización sindical, a nivel local e internacional. Es esta relación de explotación del trabajo asalariado lo que le da al sindicato su eficacia determinante en la construcción de las relaciones sociales.

El capital busca, a la vez, la ganancia y asegurar las condiciones para producirla y reproducirla, esto es controlar el proceso de trabajo y la vida de la sociedad -sus instituciones, su ideología– que lo contiene y legitima. El control en las diferentes escalas lo obtiene y mantiene mediante la fragmentación controlada, esto es, subdividir técnica, económica y socialmente bajo un control central, de forma que a los trabajadores se les torne más difícil organizar luchas que afecten en forma decisiva al capital.

Con tal propósito ha puesto en práctica profundas transformaciones en la organización del proceso de trabajo, en un diseño liderado por el capital transnacional y secundado en cada país, de acuerdo a las particulares historias y cultura productivas. Lo que antes se producía en una fábrica, ahora un comando central lo desarticula y reparte los eslabones en diferentes países, para luego armar la cadena. Abate costos, desarticula a la organización de los trabajadores.

Una medida genérica ha sido la enorme reducción de la fuerza de trabajo, la intensa elevación de su productividad. Se reterritorializa y también desterritorializa el mundo productivo. El espacio y el tiempo se convulsionan. El resultado está en todas partes: desempleo explosivo, precarización estructural del trabajo, rebajas salariales, pérdidas de derechos..[10] El nuevo tipo de organización apunta al trabajo “multifuncional”, “polivalente”, con enorme intensificación de ritmos, tiempos y procesos de trabajo. Se llevan a cabo diversas formas de fragmentación.

Esta reorganización del trabajo se llevó a cabo también en los servicios. Operándose en éstos un doble movimiento, por un lado, los servicios públicos se privatizaron en gran proporción –en diverso grado, según los países– y tanto los privatizados como a los que siguieron en el sector público se los “mercantilizó” y “reorganizó” con la misma orientación que los sectores industriales. La inestabilidad se torna un instrumento privilegiado para la autoexplotación a que se somete el trabajador para mantener la fuente de trabajo.

En la externalización a escalas mundial, los ganadores son las empresas multinacionales que tienen las manos libres para elegir dónde van a encontrar las condiciones más ventajosas. Esto constituye una presión a la baja en las condiciones de trabajo en todos los países. Su propósito es explícito: achicar los costos de producción para ofrecer un producto más barato y así incrementar los beneficios para los accionistas. De este modo la carrera tras la ganancia y a los productos baratos en esta economía mundializada actúa sobre las relaciones de trabajo, mercantilizadas al extremo, consideradas otro costo de producción que debe reducirse al máximo. Esto estimula la precariedad en el empleo y genera costos sociales importantes.

La OIT estima que millones de personas sufren condiciones de trabajo precario, lo que se ubica en las antípodas de su prédica por el “trabajo decente”. “Esta precariedad… tiene numerosos impactos sobre los trabajadores y trabajadoras, sus familias y las comunidades en general. En efecto, esta situación genera inseguridad, torna más vulnerable a la gente, y las priva de la estabilidad que precisan para trazar proyectos de largo plazo e insertarse como ciudadanos y ciudadanas en el seno de la sociedad”.[11]

En forma concurrente, la financiación de las empresas se ha ido desplazando cada vez más de las fuentes bancarias hacia los mercados financieros, de modo que las direcciones empresariales se ha ido desplazando, a su vez, a los equipos de gestión financiera, que exigen mayores ganancias en plazos más cortos. Esta lógica conduce a la precarización del trabajo. “El poder de los accionistas es actualmente tan poderoso que simultáneamente puede deshacerse de una parte del riesgo asumido normalmente por ellos intensificando su reivindicación sobre el valor agregado, Evidentemente, el riesgo no desaparece. Se transfiere a otros agentes. Y el trabajador que se torna el lugar de referencia y de concentración de todos los riesgos de los cuales no cesa de querer eludir. Si los trabajadores no se somenten a las normas impuestas, sufren las consecuencias de las reestructuraciones. Se trata pues, de una formidable herramienta disciplinadora”[12]

Este fenómeno acelera el simultáneo proceso de concentración financiera y de desconcentración o fragmentación productiva. Los altos dirigentes de los grupos disponen de una amplia gama de opciones para sus inversiones en los ámbitos bajo su control. A su vez, los trabajadores ven reducida su capacidad de resistencia por la disminución y dispersión de las concentraciones obreras, así como por la contratación flexible. “El imperativo supremo de la norma impuesta por los mercados financieros guía la política de contratación y de empleo, las políticas salariales y las políticas de negociación social. Aquí interviene toda la importancia de la flexibilidad, a la vez interna y externa: Interna, que hace a la polivalencia entre funciones cualificadas, movilidad interna entre servicios y entre establecimientos, la formación continua y la carrera al mérito. Externa: que apunta a la reducción de costos por la compresión de la masa salarial, favorece los ajustes a corto plazo (despidos, contratos a plazo determinado, trabajo zafral) y socava la capacidad de innovación”.[13]

La contrarrevolución capitalista ha dado lugar a importantes transformaciones en la organización del trabajo, que en lo interno han pasado por las “ciencias de gestión” y en lo externo, por el desplazamiento de la lógica productiva por la lógica financiera. La concurrencia de estos cambios se traducen en la sobreexplotación, que genera un gran sufrimiento, incremento de las enfermedades profesionales y stress, así como suicidios. Por otro lado, estas situaciones no sólo afectan a los tienen trabajo, sino también a los que carecen de él. En este sentido, se habla de “centralidad del trabajo” asimismo desde el punto de vista subjetivo y un diario gratuito repartido en el Metro de París, titulaba al respecto “el trabajo es cada vez peor para la salud”.[14]

La creciente coacción que caracteriza el proceso de trabajo en la actualidad, que conjuga el incumplimiento de normas de seguridad e higiene con formas de gestión estresantes, es un terreno propicio para que los trabajadores se vean afectados por los “accidentes del trabajo”.

La OIT publica que “cada 15 segundos, un trabajador muere a causa de accidentes o de enfermedades relacionadas con el trabajo. Cada 15 segundos, 160 trabajadores tienen un accidente laboral. Cada día mueren 6.300 personas a causa de accidentes o enfermedades relacionadas con el trabajo – más de 2,3 millones de muertes por año. Anualmente ocurren más de 317 millones de accidentes en el trabajo, muchos de estos accidentes resultan en absentismo laboral. El coste de esta adversidad diaria es enorme y la carga económica de las malas prácticas de seguridad y salud se estima en un 4 por ciento del Producto Interior Bruto global de cada año”.[15]

IV – UN URUGUAY MEJOR: NEGOCIACIÓN COLECTIVA, MEJOR FORMACIÓN, MEJOR TRABAJO

De un tiempo a esta parte, se multiplican informes de organismos, consultoras y universidades de distintas latitudes, sobre el impacto de las innovaciones tecnológicas en el “mundo del trabajo”. Los comentarios de la prensa, en su mayoría le confieren a la “automatización” el alcance de un tsunami, una fuerza de la naturaleza ante la cual sólo cabe inclinarse para no verse arrastrado por ella.

Como enseña toda la historia de la humanidad, las que están en acción son fuerzas sociales y no naturales. Como bien se sabe, el empresario que produce para el mercado, lo hace buscando la ganancia. Sin embargo, los apóstoles de la automatización inexorable, ocultan tales intereses en un “destino manifiesto”, en un imperativo tecnológico. Así lo demuestran, casi hasta la caricatura, las reformas antisindicales que el gobierno de Brasil pretende implementar apelando a estos pretextos. Algunas organizaciones empresariales uruguayas quieren seguir ese camino.

La responsabilidad que caracteriza a la sociedad uruguaya, sus organizaciones políticas y sociales, exige situarse en las antípodas. Por eso nos sentimos exigidos en forma triple: i) tratar de comprender la naturaleza, contenido y alcance de este desafío, ii) encararlo en forma amplia, dialogante, inclusiva, participativa, con todos los actores sociales e institucionales involucrados, iii) construir de esta forma un curso de acción que permita a la sociedad uruguaya, darle la mejor formación y el mejor trabajo a sus hijos, como contracara de la alta calidad que ha de alcanzar el sistema productivo uruguayo para competir en el mercado global.

En Uruguay existen subsistemas productivos de muy diversa calidad, incluidas las empresas públicas, y un inmenso y renovado arsenal de innovaciones tecnológicas está potencialmente al alcance de todos los procesos de producción. Que pasen de existir potencialmente al acto depende de los actores productivos directos e indirectos. Esto no ocurre en nuestro país porque la baja calidad del sistema productivo uruguayo se expresa en el bajo nivel tecnológico de sus exportaciones en el mercado mundial, según estudio del ingeniero Kreimerman,[16] así como en las escasas innovaciones que llevan a cabo las empresas, pese a los fondos públicos destinados al efecto.

El problema no está en las tecnologías, sino en la estructura socioproductiva. En el Uruguay. Y lo podemos observar a lo ancho de todo el mercado global. En él, hay empresas y países que prevalecen, que sobreviven y crecen. Otros que no. Depende de lo competitivos que sean. Cómo se organicen para serlo. Lo cual no lo provee ninguna tecnología, por automatizada que sea. Superar esta limitación estructural es el problema sociopolítico central. Compromete a todos los actores sociales y políticos del país.

A diferencia de los países con grandes superficies y poblaciones numerosas, que pueden apostar a producciones en gran escala y amplios mercados, Uruguay está obligado a la excelencia.

La excelencia se construye en las unidades productivas, entre empresarios y trabajadores, en las condiciones político institucionales que diseña el Estado.

En este escenario, los empresarios, para conseguir sus ganancias, hacen la ecuación costo/beneficio. La escasa innovación que reflejan las estadísticas de exportación da a entender que, para obtener ganancia, a los empresarios no les vale la pena invertir en innovación.

De modo que, para cambiar la matriz productiva, incrementar la innovación tecnológica, mejorar la competitividad del sistema productivo uruguayo, debe mejorar el cociente entre lo que se invierte y lo que retorna. Si se invierte más para producir con mayor calidad (tecnología+fuerza de trabajo de alta calificación), hay que crear las condiciones para que retorne una suma mayor que le asegure al empresario una ganancia superior a la que recibe en las actuales condiciones. Hay que mejorar la organización productiva y el acceso al mercado.

Esta no es una tarea que puedan emprender por separado los empresarios, los trabajadores o el Estado. Sólo puede ser resultado de la articulación de voluntades expresas de los actores, traducida en una planificación de esta tarea.

El Uruguay tiene uno de los mayores índices de sindicalización del mundo, y un Estado con un alto involucramiento económico y social, lo que lo diferencia de aquellos países con grandes contrastes sociales y lo obliga a basar sus estrategias de desarrollo en la negociación tripartita.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *