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PENSAR LA RECURRENTE CRISIS EDUCATIVA

 Publicado: 07/10/2020

Zeitgeist educativo


Por Santiago Cardozo


Crisis de la educación”, “la educación en crisis”, “crisis educativa”, en fin, expresiones recurrentes desde tiempos inmemoriales, desde los tiempos varelianos. Una doxa que se repite con especial delectación y que funciona como crítica, constatación, amenaza, declaración de deseos, venganzas subyacentes, en sordina, motor de proyectos políticos o policiales (en el sentido de Rancière), mero lubricante dialógico, corrección o incorrección políticas, dependiendo del contexto en que se profieran...

En esta ocasión, no es mi propósito realizar un diagnóstico que exponga números, porcentajes de matriculación y egreso, quintiles de esto y de lo otro, correlaciones entre diversos factores sociales y determinados aspectos del rendimiento educativo de los estudiantes, etcétera, como si los números fueran la evidencia final de algo (de la crisis o de su ausencia), como si los números pudieran aprehender el estado de la realidad, objetividad última inobjetable que nadie, en su sano juicio, osaría poner entre paréntesis.

Quiero, entonces, aprovechar la oportunidad para plantear, por lo menos, un problema, o lo que considero un problema en el ámbito de la enseñanza, y que puede relacionarse con el significante “crisis”, de materia tan maleable: su despolitización en manos del discurso de la didáctica, de cierta pedagogía y de la mayoría de las autoridades políticas y educativas del país. ¿Por qué una despolitización? ¿Y por qué esta despolitización encuentra una de sus expresiones en la “didactización” referida?

 

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La situación de pandemia mostró algo que, sin duda alguna, viene estando presente desde hace décadas: el creciente descrédito hacia los contenidos, hacia el conocimiento disciplinar (aunque el saber científico biológico vernáculo haya sido exprimido, en la pandemia, para obtener formas autónomas de testeo), en beneficio de las aguachentas consideraciones panfletarias respecto del aprender a aprender, del aprendizaje por proyectos, del aprendizaje profundo (deep learning), de las competencias y las habilidades socioemocionales y empresariales en el seno del salón de clase. Ahora, la cuestión fue la retención (con todo su sentido escatológico) del estudiantado, llegando al punto de entender como educación y, por tanto, como elemento digno de acreditación, aprender dos o tres cosas básicas en la cocina hogareña: proporciones, alguna que otra reacción química, el origen de algunas especias, o cambiar unos tapones como forma de aproximarse a un conocimiento físico, etcétera.

Está todo a la vista, obscena y cínicamente a la vista, diría: la cuestión es el aprendizaje, ya no la enseñanza, ya no la relación educativa entre el docente y el alumno. La idea, el consejo de (y/o la exhortación a) mantener el vínculo docente-estudiante, en situación tan compleja e incierta, no es más que una trampa para engañar a los desprevenidos: eso no es la enseñanza. (En tiempos no muy lejanos, se aconsejaba, según una errática etimología, evitar el término “alumno” por la carga de oscuridad que conllevaba: “alumno” es el “no iluminado”, se decía, como si se hubiera descubierto la quintaesencia del problema de la educación en la falsa etimología que hacía derivar “alumno” del sustantivo “lumen”: “luz”, y no del verbo “alo, alére”: “hacer crecer, alimentar, nutrir”, entre otros sentidos).

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La figura del docente y su reflexión crítica sobre lo que enseña ya no son de interés: consagrada la función de aplicador, de guía o tutor, de eterno “aproximador” a los aprendizajes (rémora del discurso constructivista de los 90, según el cual el maestro siempre estaba aproximando al alumno al tema del que hablaba, porque el tema en sí se encontraba fuera de su alcance, de modo que, mediante las sucesivas aproximaciones, podíamos llegar a estar relativamente cerca de él en su versión escolar), el maestro y el profesor pasaron a ser educadores que desempeñan su tarea con arreglo a las sugerencias de un sistema que les pide, a veces de forma encubierta, otras de forma descaradamente explícita, dejar de enseñar o, en un caso menos extremo, postergar los contenidos (ya antes de la pandemia, Mujica había pedido atender al cómo antes que al qué).

En esta cadena, los inspectores -no en bloque, desde luego- han mostrado cierta “servidumbre” hacia los de arriba y han dirigido su presión hacia los de abajo: directivas ambiguas, irreflexivas, alguna que otra de tinte autoritario, resultado de una maquinaria burocrática que hace rato ha renunciado a la política y se ha entregado al canto de las sirenas de que los números, más o menos, cierren.

Los cursos de posgrado -públicos o privados- en el ámbito de la formación docente vienen engrosando la oferta tecnocrática de la gestión y la didáctica: la financiación estatal de estas carreras, con tesis de dudoso valor intelectual, depende en buena medida de que no sean carreras disciplinares, circunscriptas a ciertos campos del conocimiento (por suerte, aun quedan varios casos de cursos de contenido, más en el ámbito de la actualización que en el de las maestrías). Por el contrario, la especificidad -artesanal- de la didáctica, convertida en supuesta rigurosidad interdisciplinar, multidisciplinar y transdisciplinar (el sello de la seriedad de la cosa), se ha vuelto el abracadabra de los concursos y de las “necesidades del sistema”, signifique esto lo que signifique. Un ambiente generalizado domina incluso los discursos que suelen proferirse en el ámbito de la educación: como lugares comunes obligatorios, la doxa técnica y tecnocrática del aprendizaje profundo y afines pulula y, al mismo tiempo, si se me permite el neologismo, “polula”, es decir, se extiende contaminando todo los lugares a los que, como opinión corriente válida sin mayores cuestionamientos, ha tenido acceso, particularmente Primaria y el Ciclo Básico. La Red Global de Aprendizaje es un ejemplo elocuente, quizás el epítome mismo de la cuestión, engarzado con la psicología positiva y el mindfulness, con caras felices, liderazgos y espíritus emprendedores.

Llegamos así a la consagración de la escuela como una empresa, para lo cual ha contribuido, de forma fundamental, el discurso que centra tecnocráticamente las cosas en los intereses inmediatos de los alumnos. Se habla, así, de “facilitar el aprendizaje” o de “Enseñar y Aprender en la virtualidad” (ver cursos de actualización 2020 del IPES), con unas mayúsculas de sospechosa factura. ¿Qué quiere decir “facilitar el aprendizaje”? ¿No es este un largo proceso dificultoso, que no puede reducirse a cuestiones semejantes a las de “facilitar el acceso al crédito”, “facilitar el acceso a la vivienda”, “facilitar la realización de exámenes médicos o de trámites en las oficinas públicas”? Como si el propio término “facilitar” comportara cierta carga mágica de salvación, de implementación de una serie de medidas concretas que produjeran un efecto inmediato, a fin de corregir los problemas que se están abordando o, en este caso, del problema supremo objeto de la facilitación: el aprendizaje.

En este sentido, “facilitar” parece negar la complejidad misma del acontecimiento educativo, como si no tuviera que ver, por ejemplo, con cuestiones emocionales, con la co-presencia de los docentes y los alumnos, como si todo pudiera ser reducido a cierto número de disposiciones técnicas, susceptibles de llevarse a cabo, eventualmente, por medios virtuales.

Algo de esto se puede ver, en la Universidad, en la defensa de la plataforma EVA (Entorno Virtual de Aprendizaje) como un medio en el que los docentes ya no tienen el control de sus clases y, por ende, quedan desplazados del centro del aula como figuras de poder. Así, en un artículo de 2017 publicado por profesores de TIC de la Facultad de Información y Comunicación[1], se utilizan expresiones como “intermediación administrativa en el campo de la gestión del conocimiento” e “intermediación educacional”, a fin de mostrar que el modelo magistral de enseñanza ya no reporta mayores réditos, por lo que deberíamos pasar a un modelo menos hablador -digamos- y más tecnológico, podemos suponer. Como si las frases citadas formaran parte de un discurso objetivo, neutro, científico incluso, y no fueran una expresión de deseo de los autores del texto, que pretenden verificar, mediante esa retórica vacía, aquello que ellos mismos quieren llevar adelante y que justifica su existencia como docentes de TIC. Loas a las TIC, cierto desprecio por las clases magistrales, que es también un cierto desprecio por el lenguaje, por la instancia copresencial de los cuerpos en un salón de clase.  

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En este marco, la modificación, parcial o total, de los programas y planes de estudio, sobre todo liceales, la condena a los contenidos, a la enseñanza asignaturista en nombre de una “nueva modalidad”, una nueva didáctica, que atienda mejor a las necesidades y a los intereses de los alumnos (suprema coartada para cambiar las cosas), siempre proyecta la misma supuesta situación ideal: que la educación brinde las herramientas necesarias para la vida, es decir, para el cambiante mercado laboral, porque se asume que lo que ocurre hoy en las aulas uruguayas no tiene relación con el afuera, con el mundo real en el que todos vivimos y en el que van a seguir viviendo nuestros estudiantes. Una desconexión crónica de la educación respecto de la vida misma es el sempiterno argumento que justifica las reformas educativas en general y los planes de estudio en particular en todos los niveles considerados, incluida la Universidad.

Algo que ya había criticado Clemente Estable en 1947 en el número 107 de la Revista Nacional, texto recogido en la Antología del ensayo uruguayo contemporáneo de Real de Azúa. Allí, Estable oponía el homo sapiens al homo economicus:

 

“De las dos tremendas desigualdades, la económica y la cultural, la segunda repercute más que la primera en el destino de este ser que se llama a sí mismo homo sapiens y no homo economicus. […]

Cuando se habla de preparar para la vida, parecería que la vida es algo que va a sobrevenir… y a sobrevenir como una lucha de un cuerpo entre los cuerpos. Entonces, el homo economicus toma la delantera al homo sapiens y pretende guiarlo, sin caer en la cuenta de que no hay mejor preparatorio para la vida, para todas las formas de vida humana, que lo que precisamente no es preparatorio, sino esencia espiritual de la vida misma y por tanto, valor en sí: la cultura”.[2]

Así, el planteo de la necesidad de establecer una profunda relación entre la vetusta institucionalidad educativa nacional (del gobierno de la educación pasamos a su más aséptica y técnica gobernanza, nuevo término planteado como desprovisto de ideología) y esa vida en permanente ebullición, es el signo más elocuente y obsceno de la despolitización de la enseñanza, porque echa por tierra precisamente lo que hace que la enseñanza sea inherentemente política: la puesta entre paréntesis del orden económico, de la vida misma, de las demandas del mercado laboral, de las necesidades del homos economicus, que siempre quiere imponerse a la educación, que siempre le quiere marcar el camino (de esto los problemas suscitados en torno a la laicidad y la cartelería sindical en las instituciones educativas). La cuestión de la educación en competencias y por proyectos (la anatomía misma del homo economicus) no es sino la coartada económica (empresarial, emprendedurista) que busca la adaptación al mundo tal cual es, tal cual viene siendo. Despolitización de la enseñanza porque esta queda supeditada al afuera voraz que solo pide mano de obra especializada; despolitización de la enseñanza porque esta deja de funcionar como la puesta en suspenso del afuera vital cotidiano, como la crítica a las urgencias de la lógica económica, que funciona siempre con arreglo al tren que no se puede dejar pasar. Entones, se dice que, para los estudiantes, el sentido de la educación está en esta conexión pragmática entre vida y escuela.

Además, las críticas a la enseñanza en los términos planteados por sus detractores (por ejemplo, Robert Silva, hoy presidente del Codicen, ayer consejero) parten de la base de que los conocimientos que se enseñan en las diferentes asignaturas son ficciones que nada tienen que ver con la vida de la que todos formamos parte, incluso esa vida profundamente doméstica, por económica, a la que se quiere subordinar la enseñanza, borrando definitivamente su carácter político. Según esta forma de concebir las cosas, las asignaturas deberían reducir sus contenidos a la mínima expresión, buscando que estén en estrecha relación con la vida de los alumnos, con sus intereses, que son los intereses de quienes los quieren aptos para trabajar y adaptados a la lógica del mercado laboral.

 

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Un notable efecto de este problema se advierte en el vaciamiento de la expresión “alumnos críticos”, en manos de la corrección política bienpensante y de la “didactización” que domina el escenario educativo. Ya nada queda de un contenido valioso en la expresión “alumnos críticos” (¿alguna vez lo tuvo?, ¿alguna vez valió la pena reivindicar esta expresión?, fagocitada completamente por expresiones como “construir democracia/ciudadanía/comunidad”, todas ellas figuras policiales de una adaptación urgente al estado de cosas del mundo.

Los objetos que se quiere construir (democracia, ciudadanía, comunidad, sin definición) no tienen lugar para el disenso, esencialmente político; la perfecta sinonimia que se establece entre los tres términos mencionados atestigua un consenso de fondo, profundo, extremo, que no puede ver -no tolera ver- la enseñanza como lugar de suspensión de la lógica productiva y reproductiva de la máquina de producción.

Así, la didáctica como disciplina conformada por diversos saberes, entre los que goza de especial relevancia la psicología (del tipo que sea, especialmente la del prefijo “neuro-”), se ha convertido en el dominio perfecto para construir un discurso técnico-tecnocrático radical y una serie de dispositivos protocolares y burocráticos que garantizan la concreción de una perspectiva economicista de la enseñanza, centrada en el aprendizaje y su facilitación y despolitizándola, en consecuencia, por completo. Indicadores, grillas, rúbricas... que procuran predecir el aprendizaje mediante el juego de la fragmentación infinita de lo que ocurre en un salón de clase y de la evaluación multiplicada a lo largo del año en diferentes instancias que sofocan, finalmente, el trabajo docente (en una nota publicada en la diaria el jueves 27 de agosto del corriente, se lee como título: “¿Qué nivel de aprendizaje tuvieron los estudiantes uruguayos durante la suspensión de las clases presenciales?” ¿Qué clase de pregunta es esta? ¿Qué cosas se aceptan, se dan por descontadas, con esta pregunta?). 

Este signo de la profunda despolitización de la enseñanza lo vemos también en el permanente monitoreo del estado de salud académico de los alumnos, que son evaluados cada cierto breve período de tiempo, como si se tratara de un alumno en CTI, del que no se puede despegar un ojo. Evaluación diagnóstica, evaluación formativa y evaluación acumulativa; en el medio, otras evaluaciones de seguimiento, que exigen juicios y calificaciones y que funcionan como los indicadores médicos que muestran la evolución del paciente. 

Esta sobreabundancia de evaluaciones contrasta flagrantemente -en realidad, la coherencia es llamativa, incluso accidentalmente llamativa- con la concepción del escrito (la prueba escrita) que se ha venido teniendo en los últimos tiempos, en particular de boca de la ex directora de Secundaria, la profesora Celsa Puente, quien llegó a decir que el escrito debería ser tomado como una modalidad más de evaluación entre las múltiples posibles, por ejemplo, las formas orales.

¿Cuál es el problema de este asunto? En primer lugar, parece que el escrito cargara con ese sentido jurídico que tramita una especie de rígida burocracia que introduce un litigio en las plácidas relaciones entre las personas, como si, a fin de cuentas, se interpusiera una heterogeneidad radical no deseada en la homeostasis de la economía y del mercado laboral que esperan, dóciles, a nuestros estudiantes. La flexibilización de las evaluaciones y de los contenidos lo abarca todo. 

El escrito -la escritura a secas- es signo de alfabetización, el medio por el cual la enseñanza puede y debe llegar a la construcción de eso que se llama democracia y ciudadanía como forma de superar el oikos de la oralidad, el perímetro comunitario de la geografía barrial de acuerdo con la brutal, sincera y recurrente demanda de territorialización de la política educativa: que cada centro educativo adecue el currículo a las necesidades de la comunidad en la que se inserta; esto es, que lo ajeno -lo humano mismo- nos sea indiferente; confinamiento en el oikos comunitario bajo la coartada de la autonomía de los centros. No obstante, el escrito viene perdiendo pie significativamente, como si se pudiera prescindir de él y, por ende, de la escritura, “oralizando” la enseñanza; esto es, una vez más, despolitizándola. De este modo, la defensa del escrito como forma privilegiada de evaluación conlleva una defensa de la política, de la interpretación y la crítica, volviendo a reunir las dos cosas que han sido separadas por la técnica y el predominio de la oralidad: la educación y, precisamente, la política.

Es conocido, en este sentido, el eslogan de ProLEE que rezaba: “Leer y escribir no son marca de sabiduría, sino de ciudadanía” (ahora dice: “Leer y escribir son atributos insustituibles de ciudadanía”, hecho que, de cierta forma, complica las cosas, porque borra de un plumazo la presencia del saber, favoreciendo, si se quiere, el discurso de la reducción de los contenidos en los programas escolares y liceales). Esta formulación, un tanto panfletaria, opone dos conceptos que, en rigor, están en planos diferentes. Sin embargo, algo tuvo que pasar para que la oposición haya sido posible, del mismo modo que algo debió suceder para que esta oposición prendiera o resultara plausible. El ambiente del magisterio, digamos, recogió el eslogan como una verdad que, por fin, se ponía al descubierto, relegando lo propiamente educativo: el saber alrededor del cual se reúnen el maestro y el alumno, y relegándolo en beneficio de una idea de ciudadanía que ha ido vaciándose progresivamente de contenido, hasta llegar a significar algo como “adaptabilidad a la institucionalidad del mundo, a sus normas”, “actitud de mansedumbre frente a las reglas de juego”, “buen vecino, respetuoso y tolerante del otro”, “competente para el mercado laboral”, “parte y partidario del consenso democrático en el que la propia idea de democracia no es problemática”.  

El saber, hecho a un lado por (ni siquiera subordinado a) la ciudadanía, deja lugar a las competencias, a las habilidades, a un pensamiento en términos de la relación inmediata entre lo que se enseña en la escuela -y el liceo- y las necesidades del afuera -del mercado laboral, de la economía-. Así, saber leer, un saber en sí mismo, y acceder al saber mediante la lectura, parecen no tener que ver con la ciudadanía y, menos aun, con la lógica misma del orden escolar como suspensión de la adaptabilidad requerida por la ciudadanía, como condición de posibilidad para la formación de un juicio crítico propio. Temerario, el eslogan en cuestión es un signo, o mejor, un síntoma, de la “resignificación técnica” de cierto discurso educativo, cuyo efecto más sobresaliente es la despolitización de la enseñanza.  

Nota: Un desplazamiento semejante tuvo lugar en el Foro de Lenguas Anep, de realización anual, que este año va por su décima tercera edición. Para los ponentes, las cosas pasaron de la exposición de contenidos y de problemas disciplinares, a la presentación de prácticas pedagógicas fuertemente centradas en lo anecdótico -casi sinónimo de ausencia de política- y de cuestiones de habilidades socioemocionales y tecnológicas en las que participa la lengua. Este año toca a la “Enseñanza de lenguas en tiempos de virtualidad”, convocatoria que invita a sospechar del plural de “tiempos” y de ese lugar embrutecedeor (a la Rancière) que dictamina cómo se enseña o debe enseñar lengua por medios virtuales, como si actualmente fuera la única forma posible de pensamiento.

La pragmática más básica, más elemental, se impone en la reflexión, y lo hace mediante un plural de “tiempos” que parece vehicular un deseo: que lo virtual se asiente, que se concrete la expresión “vino para quedarse”. Y, en el fondo, la aceptación de las propuestas está sujeta a criterios que implican una distribución de los lugares respecto de la libertad de cátedra, es decir, un reparto entre quienes ejercen su criterio libremente y aquellos otros sobre los que se ejercen dichos criterios (los que posen una palabra pertinente, logos, y los que producen una palabra impertinente, phoné). 

Este fenómeno es o puede ser una consecuencia directa y oculta -digamos- del discurso de las narrativas docentes y la apelación a las anécdotas, a las experiencias legitimadas por personas que no explicitan su forma de entender las cosas. Con ello, cierran la posibilidad del desacuerdo; esto es, lisa y llanamente, de la política, sobre la base conocida por todos de que se busca reducir la brecha entre quienes poseen el saber teórico y técnico específico y aquellos otros que están en proceso de adquirirlo; lo que reproduce así, al infinito, la distancia, que dicen querer reducir, de los lugares ocupados por cada uno.

Digamos, entonces, que de un tiempo a esta parte el discurso de las narrativas docentes y sus experiencias padecen de este problema, hecho que les impide elaborar una reflexión de naturaleza política, es decir, abandonar el metro cuadrado de lo que pasa en un aula específica y formular algún tipo de problema en términos políticos, canalizando, por ejemplo, cierto tipo de angustias compartidas por los docentes frente a la compleja situación que tienen que encarar. Se configura, de este modo, un deseado y esperado discurso recetario, listo para ser aplicado y replicado en diferentes contextos.

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En este contexto, la prensa local ha sido especialmente propensa a dejarse fascinar por los planteos extranjeros, provenientes por igual de la pedagogía, la psicología y la empresa, y también por algunas propuestas locales que han ido en la misma línea. Una actitud poco inquieta ha sido la tónica, por ejemplo, de las entrevistas a personalidades como Juan Ignacio Pozo, trasnochada figura de la psicología cognitiva y precursor del constructivismo importado en los 90, con especial impacto en la enseñanza primaria. Vuelto al ruedo, Pozo y otros quedan integrados a un elenco nacional de supuestos intelectuales que se han tomado como referentes en educación: Renato Opertti, Juan Pedro Mir, Fernando Filgueira (estos dos últimos, operadores técnicos del gobierno de Tabaré Vázquez), es decir, Eduy21, mega emprendimiento tecnocrático de reforma educativa que, vendido como apartidario o multipartidario, suprime la política como suspensión de la economía, como cuestionamiento a la nueva dirección que se le quiere imprimir a la enseñanza.

Paraíso de los técnicos, Eduy21 supo instaurar una agenda que, en rigor, venía instalándose desde hace años, de modo que este “novedoso” emprendimiento lleno de gente bien intencionada que solo quiere colaborar con el país se acopló a los aires que soplan en una geografía, la uruguaya, ampliamente proclive a la bobada intelectual. Figura anti-dialéctica de la corrección política, “lo ecléctico” de Eduy21 es digno de sospecha, puesto que no parece dejar lugar para un auténtico disenso. O en los términos inversos: “lo ecléctico” es la lógica de la formación de un consenso bajo el viejo ropaje de lo aideológico y lo apartidario. En este sentido,

“El consenso que nos gobierna es una máquina de poder en la medida en que es una máquina de visión. Solo pretende constatar lo que todos pueden ver combinando dos proposiciones sobre el estado del mundo; una dice que por fin estamos en paz, otra enuncia la condición de esa paz: el reconocimiento de que solo hay lo que hay”.[3]

Un comentario sobre “Zeitgeist educativo”

  1. Lúcido y penetrante artículo. A no olvidar el contencioso público-privado que refracta el conflicto clasista en el ámbito. A no olvidar que el ataque de estos acólitos de Rama se ha centrado en el gobierno y la estructura de la educación pública o sea a su autonomía y a su sistema nacional. A no olvidar que la privatización es también interna cuando se quieren introducir las lógicas empresariales (gerencialización, competencia) en centros convertidos en un análogo de las PYMES. A no olvidar que el ataque principal es contra el liceo público porque es el puente entre el pueblo y la educación superior y que como decía Gramsci el fin educativo es preparar (movilidad socio-política) al alumno formalmente para que sea capaz no tanto de ser gobernado sino capaz de gobernar una nación.

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