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DEL SUFRIMIENTO COTIDIANO

 Publicado: 02/10/2019

“Custodia compartida”: violencias impartidas


Por Andrés Vartabedian


Cuando los vemos por primera vez, con una cámara ubicada por encima de la cabeza de la jueza que atiende su caso, la diferencia de tamaños genera ya cierto impacto. La desproporción entre sus fuerzas físicas es notoria: él es alto y muy corpulento; ella, de complexión menuda y de baja estatura. Es una imagen casi fugaz, pero colabora en el establecimiento de una primera idea sobre lo que devendrá.

Él se ubica a la derecha de la pantalla; ella, a la izquierda; la representación de “la justicia”, esa mujer que lee ciertos documentos e intenta descifrar quién de los dos está mintiendo -si es que no ambos-, los separa. Se ubica en medio para nuestra percepción de espectadores. Justamente, intenta mediar. Su parquedad, sus escasas inflexiones de voz, su mirada sin dejos de complicidad, demuestran a las claras su búsqueda de neutralidad y rigor legal. Escucha a las partes, a sus abogadas, analiza la información que le proporcionan, increpa a quien debe increpar…

Xavier Legrand se toma su tiempo y nos da el nuestro. Es paciente. Sabe de la importancia de esa instancia judicial y sus derivaciones. El tono grave de la situación está en las palabras, pero también en el rictus de los rostros en primer plano. Asistimos también a la contradictoria frialdad de un proceso que involucra pasiones, sentimientos, angustias, el dolor de un amor que ya no puede ser... La “extranjerización” del otro, su alienación. Todo resulta tan distante, y tan cotidiano, a su vez.

La magistrada lee la declaración del hijo de ese matrimonio ya disuelto, un niño de unos once años. Lo que está en cuestión es su custodia. Él no quiere ver a su padre, eso está claro, sus palabras así lo aseguran. Su hermana está fuera de la discusión, dada la proximidad de su mayoría de edad y, por ende, de su libertad para decidir. De todos modos, se desprende que tampoco presenta interés en “visitar” a su padre. Antoine Besson, el progenitor, discute los dichos de sus hijos, y afirma que son producto del “lavado de cabeza” que provoca su madre, quien no le permite verlos, no atiende su teléfono, y oculta su lugar de residencia desde hace meses. Divorciarse de una pareja no implica divorciarse de los hijos concebidos durante el vínculo. He allí una aseveración incontrastable. Antoine pretende la custodia compartida a partir del momento en que se mude a la ciudad. Mientras tanto, un régimen de visitas de los ya -podemos denominar-tradicionales: fines de semana alternados, la mitad de las vacaciones del niño con cada uno de sus padres, etcétera. También se habla de la pensión alimenticia. Lamentablemente, también parece ser una moneda de cambio.

Las abogadas realizan sus alegatos, intentan explicar los intereses de las partes y sus motivaciones. Defienden a sus clientes, intentan ser convincentes... Es su trabajo. Lo hacen bien. Se imponen los primeros planos. Todos dudamos. La jueza interroga brevemente a Antoine y a Miriam, la madre. Resolverá en unos días y comunicará. Las expresiones que delatan acciones violentas por parte de Antoine para con su familia, carecen de pruebas.

Mientras Miriam, Julien y Joséphine -sus hijos-, buscan nuevo hogar, el fallo resuena en el fuera de campo (en este caso, ese espacio que no percibimos en cuadro pero que el sonido conecta con el que sí presenciamos; algo que Legrand utilizará reiterada, hábil y certeramente): las visitas comenzarán a concretarse. La casa de los abuelos maternos será el lugar de encuentro. Es un lugar ya conocido de antemano. No habrá nueva dirección para el padre. Los hijos, y fundamentalmente Julien, mentirán tanto o más que su madre. De todos modos, aun no está clara la razón. Esto cambiará en pocos minutos. El sonido que emite el automóvil en tanto los cinturones de seguridad no estén colocados, nos hablará justamente de ella; de su falta.

La alegría de ver a sus abuelos paternos no modificará el malestar ante el hecho que la ocasiona: Julien no quiere ver a su padre. La sola idea de la visita lo altera significativamente: finge dolores o somatiza su angustia, su rostro denota temor, se comunica escasamente con Antoine, responde preguntas de forma elusiva… Intenta proteger a su madre, evitar informar sobre ella. Sin embargo, Antoine insiste.

Insiste, intenta persuadir -no logra sostener la actuación por mucho tiempo-, comienza a elevar la voz, advierte, amenaza, se victimiza, grita, insiste nuevamente. Reitera las preguntas, revisa la mochila de su hijo, golpea el asiento del auto. Las visitas se repiten casi en el mismo tono. Antoine parece más interesado en saber de Miriam que en compartir un tiempo de calidad con Julien. El sonido de advertencia del sistema de seguridad del vehículo es cada vez mayor. La tensión crece. El miedo, lo propio. La presencia física de Antoine toma casi definitivamente la pantalla. Julien parece hundirse en el asiento, hundirse en el espanto, hundirse en la idea de lo posible a futuro. Llora temblando. Tiembla llorando. Sus abuelos no logran interceder en la furia desesperada de su hijo. Su vínculo también presenta desgastes notorios.

Sin embargo, Julien aun resiste: corre, grita, lo insulta... cede al chantaje de su padre: indica la dirección del nuevo hogar. La casualidad no lo ayuda. Las llaves que posee, tampoco. Antoine no solo lo acompaña hasta la puerta; ingresa con él. Miriam se encuentra preparándose para el cumpleaños de su hija -el mismo cumpleaños al que Antoine no ha sido invitado-. La inesperada llegada la toma saliendo de la ducha. La idea de vulnerabilidad se agudiza definitivamente. El crescendo dramático aun está lejos de alcanzar su pico máximo. El pasaje del realismo social más puro y duro al thriller de suspense se produce imperceptible e irremediablemente. Todos sabemos que es ficción, pero ¡cuánto más infame es la cotidianidad que nos rodea! El miedo y su amenaza de parálisis también nos acompaña. El registro podría haber sido documental. Miriam tampoco realiza todas las denuncias que debería. Somos testigos a diario de que ni ese accionar ni su contrario garantizan la seguridad.

Además de las vívidas interpretaciones de Denis Ménochet -Antoine-, Léa Drucker -Miriam-, y Thomas Gioria -Julien-, al borde de lo inefable, Xavier Legrand apelará a nuestro conocimiento de ciertos elementos básicos de la violencia doméstica y de género, los dosificará sagazmente y los presentará descarnadamente, sin concesiones y sin renuncias. Del mismo modo, lo hará sin giros inesperados. Todo crece como era de esperarse, de acuerdo a ciertos comportamientos ya instalados cual dolorosos y patológicos patrones de una sociedad de seres sujetos a propiedad privada de otros. He allí uno más de los méritos de esta cruda Custodia compartida: todos los lugares comunes del desarrollo de una historia de mal amor actúan sobre nosotros cual vueltas de tuerca de un guion que intenta sorprendernos. Legrand manipula nuestras expectativas y emociones a su antojo. Y lo logra sin sensiblería adicional ni búsquedas lacrimógenas. Le basta con lo inescrupuloso de nuestras miserias, con la debilidad que nos acarrean nuestras inseguridades, con nuestra incapacidad de amar en libertad. Antoine puede aparecer en cualquier momento en todos los espacios que compartimos y deberemos preguntarnos cómo reaccionar. Deberemos aprender que lo íntimo puede ser público. Debe serlo, como imperativo de solidaridad. “Ella es MI esposa” ya no podrá ser una defensa.

Mientras tanto, los teléfonos continúan vibrando constantemente, sobresaltándonos; el portero eléctrico suena incansablemente, proporcional al sin descanso de la violencia que intenta abrirse paso, sobrecogiéndonos; el volumen de la música no logra apagar ciertos gritos; y el ascensor continúa subiendo, transportando la amenaza, transformándose él mismo en amenaza, helándonos. La noche amplifica todo temor y puede tornarse más oscura aun. Y el tic-tac del reloj permanece impávido; el tiempo es solo una percepción.

Alguien anuncia que se terminó.

¿Podremos asegurarlo?

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