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AL PIE DE LAS LETRAS
Atajo
Por Ariel Silva
1
Un, dos, tres, cuatro, cinco. Un, dos, tres, cuatro, cinco. Más oscuros que la penumbra, aun más que él mismo, que su humanidad en el rincón. La tensa hoja de metal se cerraba puntualmente, entonces olía a peste. Sólo un aliento por aquel rectángulo, esa boca rígida con sus hilos de baba azul: un, dos, tres, cuatro, cinco barrotes. Afuera el patio y la guardia. Adentro los corredores y la guardia. Sobrevivir en el clima del moretón. Unas veces tragar sangre, otras escupirla. Reglas inútiles, lo de siempre. Pero tenía número y comida. Un juego peligroso, rutina al fin, hasta que cumplió, salió.
2
De nuevo la calle. El crepitar dentro de la cabeza. Se topó con una ignorancia horizontal, aplastante. Lo primero fue conseguir un cartón para acostarse. La última paliza antes de la salida otra despedida, digamos le dejó un ojo supurando. Su olfato de perro sarnoso no lo engaña, huele en los pasos inquietos, en la respiración contenida, una falsa indiferencia. Soltó el cartón a un lado y se recostó. Trató de doblarlo en un extremo para evitar una puntada que le entumecía el cuello. Cierta inquietud se trasladó a su cuerpo, dormir sin ninguna clase de sueño, como un objeto vulnerable, a la intemperie. Aunque un mínimo temblor pudiera espantar a un transeúnte distraído. Durmió como un bulto. Dormida mata hambre. Roncaba un vapor ácido. Las rodillas heladas se fueron entibiando. Cuando un sacudón interno lo despertó ya era de día.
3
Pensó en la última vez, los manotazos sobre su cuerpo. Cayó por una estupidez, como si algo lo hubiera empujado a hacerlo. Un robo menor, a la vista de todos. Una torpeza instintiva, un zarpazo y a correr, llevándose todo por delante, en el hall de aquel gran hotel. Ni siquiera percibió las miradas al entrar, ni previó la puerta giratoria para salir, una grosería. La anciana en el medio, cayó al piso con el envión de la puerta y la trancó con la pierna. Atrapado como en una pecera, no tenía adelante ni atrás. Un escándalo adentro y afuera, todo apuntando en su contra. Pero ahora ya cumplió, salió.
4
Otra vez la calle, revisó como pudo los sitios conocidos, los viejos compinches ya no estaban allí… El viento se metía por todas partes. Todo resultaba lejano o extraño. Ya no contó las veces. Al principio quiso recobrar una parte de algo, aunque fuera el dolor. Había pasado mucho tiempo, llegó a aquel lugar y no reconoció nada, tal vez no era allí. Tenía un vago recuerdo de esa atmósfera, de ese barro familiar. Apoyó la espalda contra el muro frío y se deslizó hasta quedar sentado. Cuando un hombre desciende contra la pared lo invade una seriedad profunda, puede quedar inmóvil, puede sonreír el comienzo de un llanto fallido, pero se llena de seriedad y se le mete por la espalda toda la humedad del material que lo sostiene.
5
Ahora, como un macabro payaso a cuerda, cruza la calle, toma el atajo, sonríe a los lados, apura el paso e ingresa una vez más por la puerta giratoria del gran hotel. El escenario repetido, esa puerta que sigue girando y pasa, fija la vista, un, dos, tres… Se vuelve y avanza, cuando le salen al paso, esquiva al primero mientras calcula la distancia de la cartera dorada que cuelga de una tirita brillante en el hombro desnudo de esa rubia. En una maniobra rápida la manotea. El segundo guardia, más corpulento atina a interponer una rodilla en su camino y lo desparrama en el piso del hall. La rubia grita: - ¡Mi cartera! ¡Sáquenlo de aquí! Los dos guardias lo tiene sujeto contra el piso, apretado como si fuera capaz de escabullirse. Trata de elevar la vista, tiene la mejilla contra el frío del piso, babea. Piensa en el hotel, nadie vive aquí, todos están de paso. El guardia levanta la mano y al bajarla le prensa la cara, a pesar del gesto de dolor se oye un suspiro. Sólo quiere volver a su lugar, entrar, cumplir.