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LA CASA BLANCA YA TIENE PRÓXIMO INQUILINO
El voto de la “América profunda”
Por Luis C. Turiansky
Quien haya leído mi comentario sobre el fenómeno Trump "Esto no puede pasar aquí" (vadenuevo 92, 4.5.2016), no esperará sin duda que ahora haga un elogio del personaje en cuestión. Sigo pensando que es un demagogo peligroso, pero debo admitir que ha sabido erigirse en el tribuno de la “América profunda”, aquélla que construyó con su esfuerzo el poderío de los Estados Unidos y hoy se ve relegada por una minoría ínfima de beneficiarios de la acumulación extrema de la riqueza, que algunos describen con la contundente comparación del 1% de la población con más riqueza que el resto en su conjunto.
Que tal tribuno provenga justamente de la cúspide de los multimillonarios puede añadirle un sabor especial, ya que también conoció los fracasos y da a entender que simpatiza con las víctimas de la crisis e incluso puede trasmitir su experiencia a la hora de superar las dificultades. En el fondo, su lema central, “Hagamos a América grande otra vez” (Make America great again), fue sin duda más directo y “entrador” que el banal “Unidos somos más fuertes” (Together we are stronger) elegido por su contrincante, sin mucha inspiración.
CÓMO NACE UN TRIBUNO
Hábilmente, Donald Trump supo adaptar su discurso a las necesidades de la “plebe” y presentarse como “uno de ellos”. Incluso en el plano lingüístico, como señalan horrorizados los medios cultos al escuchar su inglés tosco y soez. Sus primeras declaraciones como presidente electo, sin embargo, más mesuradas y correctas, hacen pensar que lo anterior fue solo una pose circunstancial. Por supuesto, las obscenidades captadas con micrófono oculto que luego dieron la vuelta al mundo son representativas de una personalidad corrupta real, pero ¿fueron menos deleznables los actos de abuso del personal femenino que trascendieron en el caso del expresidente William Clinton? Al fin y al cabo, el electorado a quien se dirigía en su campaña no era gente de oídos delicados, sino más bien la gran masa de desplazados, principalmente hombres, blancos, decepcionados tras ocho años de obamismo, que se dedicaron sobre todo a intervenciones militares en el exterior pero que, salvo algunas excepciones, como la ley sobre el seguro de salud, no trajeron nada positivo para el norteamericano común. Ellos también, cuando se les hace insoportable el peso de la vida, es decir, casi todo el tiempo, hablan fuerte y sin miramientos.
Basta luego trastocar las responsabilidades frente al declive económico: los culpables no serán los capitalistas ni los especuladores inmobiliarios como el propio señor Trump, sino los inmigrantes pobres, los musulmanes, los negros y los latinos (¿y los judíos?); peor aún si estos atributos se combinan. De paso, también hay que corregir la “generosidad extrema” de la política exterior, que pretende imponer con ataques aéreos por el mundo las ventajas de la democracia estadounidense. En particular, ¿para qué mantener a un alto costo a la OTAN, en lugar de negociar con Rusia?
Este último aspecto, lógicamente, fue sumamente grato a los oídos de los gobernantes rusos, cuya prensa adicta no ocultó sus preferencias por Trump durante la campaña, destacando al mismo tiempo los antecedentes belicosos de Hillary Clinton de cuando fue Secretaria de Estado en la primera administración de Barack Obama. En juego está el reconocimiento de la “readmisión” de Crimea a la Federación Rusa y tal vez el levantamiento de las sanciones.
También China esperaba un cambio de actitud y que la nueva administración fuese menos severa con las pretensiones de Pekín en el Mar de China. En cambio, se diría que los gobiernos latinoamericanos y sobre todo el de México (“¡Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!”),[1]tiemblan ante la perspectiva de un nuevo presidente que los trate con dureza.
Ahora bien, ¿cómo explicar un discurso de connotaciones populistas en un candidato del Partido Republicano, de tradición más bien conservadora?
LA DIALÉCTICA DE LA CAMPAÑA ELECTORAL
Hay que ver que en el Partido Demócrata había surgido al mismo tiempo un aspirante de tendencia socialista: Bernard Sanders. Frente a él, Hillary Clinton representaba a los grupos dominantes en la sociedad, que en EE.UU. suelen llamarse expresivamente el “establishment”, lo cual designa en forma genérica a los dueños del poder, la camarilla dirigente, los que mueven los hilos, en fin, la élite política. Cuando terminaron enfrentados en la fase electoral, Donald Trump acentuó en su discurso los elementos anti-establishment, sembrando el pánico en el “Gran viejo partido” (o GOP, por Grand Old Party), como suele llamarse a sí misma la jerarquía republicana, pero ya era tarde para tomar medidas.
En cuanto a la corriente progresista del Partido Demócrata, descontenta con la opción de la Convención partidaria en favor de Hillary Clinton, tenía ante sí dos alternativas: la abstención o el voto por un candidato independiente. Cualquiera de estas opciones habría tenido un peso meramente simbólico. Bernie Sanders, en cambio, llamó a votar por Hillary, para evitar el triunfo de Donald Trump. La respuesta de este fue tratar de ganarle votos poniendo más énfasis en su retórica obrerista. Llegó incluso a prometer la reapertura de las fábricas abandonadas.
En todo caso, es probable que la juventud de “indignados” que apoyó a Sanders en su postulación no siguió su consejo y no votó por Hillary Clinton. Sin deducir de ello una directa relación de causalidad, suele aceptarse que la baja participación electoral, cercana al 50%, ha favorecido a los republicanos. En su campaña, emotiva pero carente de argumentos, Hillary Clinton no supo convencer a importantes sectores de la sociedad como los afrodescendientes, los hispanos o incluso las mujeres, que por primera vez se encontraban ante la posibilidad de tener a una congénere en la Casa Blanca, de que era importante ir a votar. Ni siquiera les prometió nada a cambio, lo que llevó a decir a la actriz Susan Sarandon, partidaria de Bernie Sanders: “Yo no voto con la vagina”.[2]
También se ha especulado sobre la posible manipulación de las encuestas de intención de voto, que mantuvieron a los demócratas en la ilusión de una victoria segura, alejando así de las urnas a los más ociosos. Si bien la diferencia en muchas circunscripciones fue mínima, no hay motivo para suponer que el incremento de ausentismo (5% con respecto a la elección anterior) haya incidido al punto de resolver la partida en favor de los republicanos, ya que seguramente no todos se habrían volcado al campo demócrata. Por otra parte, dado el desprestigio alcanzado por el candidato republicano, tampoco puede descartarse que muchos votantes suyos hayan ocultado en las encuestas previas sus preferencias, por vergüenza o presión del entorno.
EL FANTASMA DE LA CRISIS
En los análisis de la victoria inesperada de Donald Trump predomina el acento puesto en el papel de la población blanca de las zonas rurales del centro del país. Sin embargo, no deben pasarse por alto los votantes de las zonas industriales afectadas por la crisis, que en última instancia decidieron la elección. Son los que no sufrieron problemas de conciencia al votarlo, los anónimos de siempre, cansados de la corrupción política, humillados por la riqueza que los rodea y desilusionados por la ineficacia de las acciones de protesta callejeras, aunque fuesen multitudinarias. El candidato republicano tenía un atractivo especial por su estilo rebelde, desbocado y atrevido, que en cierto modo reflejaba un sentimiento general pero que nadie se animaba a decir en voz alta. Quizás sin pretenderlo, se convirtió en la voz del “cinturón de herrumbre” (Rust Belt), que se extiende por el noreste, de los Grandes Lagos a los Montes Apalaches, sembrado de incontables monumentos mudos del viejo esplendor industrial norteamericano hoy en ruinas, que simbolizan los efectos de la revolución tecnológica y la movilidad de las preferencias inversoras, que desplazaron a los mineros y a los orgullosos obreros siderúrgicos y del automóvil en Pittsburgh, Detroit y otras ciudades otrora prósperas de los EE.UU. Ellos o sus descendientes tal vez habrían votado por Sanders si hubieran tenido la oportunidad.
Hornos abandonados de las emblemáticas acerías Bethlehem Steel de Pittsburgh, Pensilvania. (mapio.net)
Visión apocalíptica de lo que fue la fábrica de automóviles Packard en Detroit, Michigan. El último coche salió de la planta en 1956 (Revista Time)
Al día siguiente de la elección, muchos se despertaron con resaca, entre ellos quizás una buena parte de ese 50% que no fue a votar. Quizás por primera vez en Estados Unidos, se produjeron acciones de repudio a un resultado electoral y en varias ciudades hubo disturbios y enfrentamientos violentos con las fuerzas del orden. El país, dividido, trae la imagen hasta ahora identificada con el sur del mundo o el este de Europa, allí donde cunde la desestabilización y la intolerancia.
EL GRAN DESAFÍO
Las primeras reacciones de los medios internacionales reflejan fielmente la incertidumbre que hoy prevalece en el tratamiento de los asuntos del mundo. Hubo gritos de alarma de los personeros de la Unión Europea y la OTAN, y expresiones de júbilo de Rusia, China, los ultranacionalistas europeos y los presidentes de Hungría y la República Checa, referentes estos últimos de las tendencias disidentes en el seno de la UE. Pero los que creyeron en la posibilidad de un vuelco positivo en las relaciones internacionales tienen que bajar a tierra y asumir el ascenso de la ultraderecha nacionalista a los puestos decisivos del equipo anunciado del nuevo presidente. El mismo ha corregido ya algunas de sus declaraciones más controvertidas. Finalmente, como confirman los dos mandatos del presidente Obama, al parecer en Estados Unidos lo que piense o incluso diga un presidente tiene poca importancia.
El peligro no está ahí, sino en la extensión del recurso de la oligarquía al abuso de la masa descontenta para ganarla a su campo. La izquierda en general, y no solo en Estados Unidos, tendrá que asimilar la lección recibida.
El comentarista checo Martin Fendrych (aktualne.cz) invita a los demócratas norteamericanos a “acordarse qué es la izquierda”, una afirmación que, dada la crisis actual del Partido Socialdemócrata checo, tiene connotaciones nacionales. Por otro lado, según informa Joanna Walters desde Nueva York en The Guardian , Londres, 15.11.2016, Bernie Sanders, el precandidato derrotado que había instado a votar por Hillary Clinton, promueve ahora, junto con otros líderes progresistas, la reconstrucción del Partido Demócrata sobre nuevas bases. “Nos espera un gran trabajo de reflexión”, ha declarado a través del canal CBS, “los demócratas han centrado demasiado la atención en la élite liberal, que consiguió enormes sumas de dinero de los ricos pero se olvidó… de la clase trabajadora, de la clase media y de la gente con bajos ingresos de este país. Ahora es necesario crear un movimiento de masas de millones de adherentes, dispuestos a transformar el país”.
El desafío es considerable. En una época históricamente reciente, el desastre de la Gran Crisis de 1929-30 llevó al nazismo al poder. Al mismo tiempo, la Unión Soviética se despedazaba sin poder resolver sus contradicciones internas y, en Estados Unidos, el reformismo rooseveltiano, apoyándose en los sindicatos, lanzaba la política del New Deal, uno de cuyos frutos fue el auge industrial, hoy convertido en herrumbre junto con el Estado social. La falta de una alternativa progresista lleva actualmente al mundo al caos y la aniquilación. ¿Habremos olvidado las lecciones de la historia?