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VADENUEVO DE COLECCIÓN: DEL NÚM. 106 (JULIO DE 2017). LAS RUTAS COMERCIALES
Los intrincados caminos de la seda
Por Luis C. Turiansky
El 14 y 15 de mayo últimos, en Pekín, el gobierno chino organizó con gran pompa un foro mundial en la cumbre sobre la Nueva Ruta de la Seda (también llamada “Franja y Ruta de la Seda”)[1], proyecto grandioso lanzado por el presidente chino Xi Jinping en 2013 y que muchos consideran el de mayor envergadura en la historia.
El presidente Tabaré Vázquez, según informó el portal de Presidencia el 16 de octubre de 2016, aprovechó su visita a China en octubre de 2016 para manifestar el interés de Uruguay en participar en el proyecto marítimo, que cuenta con un nombre aparte, la “Ruta Marítima de la Seda del siglo XXI”. No obstante, en esta etapa los planes para revivir la vieja ruta no cuentan con llegar a América, la que, como se sabe, estaba aún sin descubrir hasta fines del siglo XV:
Pero nuestro presidente pudo remitirse a las propias autoridades chinas, que han insistido en que su “visión” no se limita a Eurasia y África, sino que está abierta “a todas las naciones del globo, independientemente de la geografía” (Consejo de Estado de la República Popular China, 18 de abril de 2015). Por motivos obvios, probablemente sea la costa del Pacífico de América la más apropiada para unirse a la futura red marítima mundial. Ello no quita que el puerto de aguas profundas que manejaba el gobierno uruguayo hubiera podido adquirir en este contexto una mayor trascendencia.
Una cosa es cierta: la flexibilidad con que China aborda la eventual concreción de su plan, incluida la referencia histórica a las rutas comerciales de antaño, se refleja también en su disposición a contemplar los más variados deseos, de ahí la gran variedad de mapas que pretenden reflejar las opciones en juego. Esta concepción está en permanente evolución, por lo que no existe una versión “oficial”. Por ejemplo, en el mapa reproducido más arriba, el observador atento no dejará de notar algunas incongruencias, como el abrupto desvío de la vía terrestre de los Balcanes a Moscú, incluso a través del conflictivo espacio ucraniano, para luego retomar el rumbo hacia occidente, haciendo caso omiso de la ya existente línea férrea transiberiana, más directa aunque probablemente anticuada.
Todo indica que el carácter de estas presentaciones no pasa de tener un valor puramente ilustrativo, de ahí que, a partir de cierto momento, los dirigentes chinos hayan comenzado a usar el término “visión”, más abstracto y menos comprometedor que “plan” o “proyecto”.
Por otra parte, la envergadura de la campaña, incluida una costosa conferencia cumbre, excluirían que su fin fuese solo propagandístico. Más bien puede interpretarse como un plan estratégico a largo plazo, cuyo objetivo primario es la implantación de China en la nueva etapa de globalización en el siglo XXI.
Y no se van con chiquitas: durante su visita a Pakistán en marzo, el presidente chino prometió financiar las necesidades en infraestructura de la eventual participación de ese país en el plan, a un costo de 46.000 millones de dólares. Algunas fuentes, como The Economist (15 de mayo de 2017), señalan que China estaría dispuesta a invertir anualmente hasta 150.000 millones de dólares en los 68 países hasta ahora involucrados.
Para que semejante erogación no signifique tirar el dinero por la ventana, los motivos tienen que ser de peso. De hecho, son conocidos: están inscritos en el discurso de Xi Jinping ante el Foro Económico de Davos en enero de este año, en el que se declaró ferviente partidario de la globalización (a la que pretende dar un nuevo impulso) y del comercio sin trabas, es decir, contra las tendencias proteccionistas, principalmente de Estados Unidos.
La nueva ofensiva económica y geopolítica de la República Popular China coincide, en efecto, con cierto retraimiento de EE.UU. de la escena mundial, anunciado ya por Donald Trump en su campaña y que algunas de sus primeras medidas parecen confirmar. Dos actitudes lo corroboran: cuando el señor Trump asiste a la Cumbre de la OTAN y se niega a mencionar explícitamente el compromiso de Estados Unidos de asistir militarmente a cualquier otro miembro de la alianza víctima de agresión, de conformidad con el artículo V del Tratado del Atlántico Norte, como todos esperaban. En cambio, ha condicionado la ayuda norteamericana al establecimiento de un mínimo del 2 por ciento del producto interno bruto para gastos militares en todos los países parte. [2] El otro momento fue el retiro de EE.UU. del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático de 2015 [3], que el presidente norteamericano considera perjudicial para su país y contrario a su propia política de reindustrialización, destinada a superar el desempleo, como prometió a sus partidarios.
En el primer tema, la reacción de los europeos es sintomática: la canciller alemana Angela Merkel y el presidente de la Comisión Europea Jean Claude Juncker coincidieron en que ya no se podía confiar en Estados Unidos y que, de ahora en adelante, la Unión Europea debía protegerse sola.
En cuanto a la cuestión del cambio climático, el otro gran contaminador de la atmósfera, China, no tardó en proclamar por boca de su Presidente que mantendrá todos los compromisos asumidos en París.
Conclusión: cuando el gran “hegémono” de los últimos tiempos parece retirarse del ruedo, qué mejor oportunidad para sus rivales que presentarse como sustitutos idóneos.
China posee para ello las aptitudes y las aspiraciones necesarias. Pese a sus contradicciones,[4] la economía china surge como la gran protagonista de los próximos decenios. Esto se acompaña con un temible poderío militar, tanto en número de hombres como en armamento moderno, incluido el nuclear. No escapa tampoco el grado de motivación alimentada por la historia desde fines del siglo XIX, que vio a China humillada por potencias extranjeras primero, arrasada luego por el imperialismo japonés y seguidamente emprendiendo un complejo y nada idílico proceso revolucionario. Por último, la forma de gobierno, centralizada y férrea según el modelo del viejo comunismo chino, tal vez permita sostener los esfuerzos de expansión con la movilización, voluntaria o forzada, de la nación más populosa del globo.
El impulso del rápido desarrollo de la economía china está vinculado a su política de inversión extranjera directa, que convirtiera a China en la “fábrica mundial de productos baratos” (entiéndase, a costa de bajísimos salarios). El rédito acumulado y los cánones depositados en las arcas chinas constituyen las bases para lanzarse ahora a la conquista de los mercados.
El otro actor en la escena es, por supuesto, Rusia, cuyo gobierno apoya la “visión” del presidente Xi Jinping (Putin participó en el Foro de Pekín), pero de manera sorprendentemente tibia. Parecería que no quiere dar la impresión de alinearse con China en un bloque sino que, por el contrario, tiene sus propios planes.
Recordemos al respecto el consejo dado por el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, a congresales norteamericanos, para “buscar la colaboración con China y no el enfrentamiento” ("El triángulo de las Bermudas", Vadenuevo n.º 103, abril de 2017). Por lo visto, el presidente chino se lanzó por su cuenta (como tantas veces hicieron sus predecesores en el cargo) a una empresa en la que quiere jugar y ganar solo, sin ayuda externa. En particular, una empresa en la que necesariamente competirá con los demás aspirantes al control del comercio mundial y del nuevo orden internacional que de él se desprenda, entre los que se cuenta también Rusia.
Tampoco está claro el papel que le tocará a la Unión Europea (la muy fiel y occidental) en este reordenamiento de fuerzas a escala global. Si sigue atada a los esquemas de la guerra fría y de la dependencia a la hegemonía norteamericana, su futuro es incierto. Solo sacarán provecho las nuevas corrientes de derecha, como la representada por Emmanuel Macron en Francia.
Los cambios que tienen lugar en el mundo son muy rápidos y de difícil predicción, pero tampoco ofrece muchas seguridades la idea de unidad euroasiática, construida con tanto esmero por Rusia desde el acceso de Vladímir Putin al poder en 1999.
Del mismo modo, como corrobora la experiencia histórica, la multiplicación de polos de influencia no necesariamente contribuirá al progreso de la humanidad, como pretende el “multipolarismo”. Por el momento, ninguno de sus artífices se plantea una modificación sustancial del sistema vigente, solo una exacerbación de la competencia a nivel mundial.