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MARIO BENEDETTI Y EL COMPROMISO DE LA PALABRA

 Publicado: 07/10/2020

“¡Yo acuso!”


Por Lucía Delbene


En esta reflexión crítica nos propusimos indagar acerca del compromiso político de la palabra poética, en un contexto de insurgencia que marcó la historia del continente latinoamericano. Este trazo se dibujó con el intento de los pueblos de tomar el rumbo de su destino en el camino hacia la libertad, impulso que se inicia con las guerrillas de signo social y popular en oposición al imperialismo de los EE.UU. y su injerencia política y militar en los países de América Latina y del Caribe. Fue así como la historia tomó cuerpo en una de las décadas, la del sesenta, más triunfantes al tiempo que dolorosas, luego de acaecida la revolución cubana de 1959. 

En este florecimiento, los escritores del subcontinente aplicaron las “letras de compromiso” que habían empezado a desarrollarse teóricamente en la filosofía europea de Jean Paul Sartre y Antonio Gramsci. Mario Benedetti fue uno de estos autores que tomaron la palabra en la dirección ética del compromiso político con la revolución de las izquierdas, determinada a liberar a los pueblos de la opresión y el subdesarrollo crónicos. 

En este sentido, fue en la América Latina de los sesenta que la teoría se hizo práctica y en donde la literatura de compromiso se materializó en las rebeliones populares que se alzaron a lo largo y ancho del subcontinente. El objetivo de este análisis es relevar cómo fue posible esta articulación en la persona de Mario Benedetti, focalizándonos en el hecho micro histórico conocido como el “caso Padilla”, que supuso la censura al poeta cubano Heberto Padilla y la acusación a Fidel Castro de los escritores que firmaron el “Manifiesto de los 62”.

Raíces europeas de la literatura de compromiso: Zola y Sartre

Si bien el pensamiento crítico sobre el poder se remonta al menos a los tiempos bíblicos -recordemos muy sucintamente el caso del profeta Elías fustigando al rey Acab por promover los cultos extranjeros en contra de los profetas de Yahvé-, la figura del intelectual comprometido tal como lo conocemos contemporáneamente surge junto a la sociedad moderna a partir de la Ilustración del siglo XVIII. En el siglo XX, el momento que aquí tratamos, nos encontramos con el filósofo y escritor francés Jean Paul Sartre, emblema de esta cualidad, quien fuera uno de los que establecieron las bases teóricas del tema. Según él, es al nacer la sociedad industrial cuando podemos verificar este rol tal como lo conocemos en nuestros días. Voltaire y Rousseau son óptimos ejemplos de los intelectuales críticos de la burguesía industrial moderna en gestación. A lo largo del siglo XIX, con el surgimiento de las ideas y los partidos de izquierda, conoceremos la multiplicación de los intelectuales que ponen sus pensamientos a trabajar al servicio de los más desfavorecidos, los oprimidos de la tierra.

Tal vez el caso político de Dreyfuss, en cuyo favor intervino Émile Zola, fue el que reveló el impacto que un escritor podía llegar a ejercer en la actividad política. Zola, que no pertenecía directamente a ninguna facción de la izquierda revolucionaria de su tiempo, realiza el descargo del oficial Dreyfuss condenado por una falsa alta traición, desenmascarando una trama antisemita y corrupta. A partir de la acusación de Zola el juicio a Dreyfuss tuvo que ser revisado. El caso fue conocido como “Yo acuso” debido al título del alegato publicado en el diario L’Aurore en primera plana. 

En un texto intitulado “Los intelectuales (1965), Sartre expone el origen y su concepción acerca de esta categoría. El intelectual clásico de los siglos XVIII y XIX, explica Sartre, surge de la conciencia contradictoria de quien se niega a servir, con la transmisión del saber, a los intereses de las clases dominantes, aun perteneciendo al mismo tiempo, como producto de la pequeña burguesía, a esta misma clase:

“La función propia del intelectual es, entonces, la toma de conciencia de la oposición entre su búsqueda de la verdad y la ideología dominante. Esta toma de conciencia no es otra cosa que el descubrimiento de las contradicciones fundamentales de la sociedad: «Producto de sociedades desgarradas, el intelectual testifica acerca de ellas porque ha interiorizado su desgarramiento. Es, pues, un producto histórico»”. (Uribe Merino, 2006: 32).

De esta manera, el intelectual es un sospechoso, tanto para las clases explotadas, a las que no pertenece, como para las dominantes, a las cuales critica. Esta condición lo convierte en un desterrado, un marginal de las clases, que deberá asumir hasta sus últimas consecuencias la contradicción fundamental, que es la que conforma la sociedad moderna en su conjunto. El intelectual se transforma así en una función histórica.

Literatura y compromiso 

No obstante, siguiendo al pensador francés, los intelectuales no se convierten en una verdadera función orgánica hasta no ceder “la palabra al pueblo” (Ibid.). No basta solamente con el inconformismo intelectual sino que es necesario pasar a la acción y esta, en el caso del escritor, consiste en su literatura. Sartre desarrolló la idea de la literatura comprometida. La literatura es un medio de comunicación a través del cual el autor trasmite una cosmovisión a los lectores. El hombre es un ser histórico y es imposible separarlo del entorno en el cual se forma. Si bien es ineludible que el escritor parta de su mundo subjetivo, debe constatar el mundo objetivo al que deberá transformar a partir de la toma de conciencia de la situación social y política de su medio:

“«Elescritor comprometido sabe que la palabra es acción; sabe que revelar es cambiar y que no es posible revelar sin proponerse el cambio. Ha abandonado el sueño imposible de hacer una pintura imparcial de la sociedad y la condición humana. El hombre es el ser que no puede ver una situación sin cambiarla, pues su mirada coagula, destruye, esculpe o, como hace la eternidad, cambia el objeto en sí mismo. Es en el amor, en la cólera, en el odio, en el miedo, en la alegría, en la indignación, en la admiración, en la esperanza y en la desesperación como el hombre y su mundo se revelan en su verdad»”. (citado en Uribe Merino, 2006: 32)

La literatura es indiscernible de su época y encarna el momento histórico en el que surge. En la literatura ideológica de Sartre, toma partido asimismo en su silencio o evasión. Su compromiso, sin embargo, no consiste en el servicio de la literatura a la política. sino que, inversamente, es la impugnación de aquella a esta última, puesto que una verdadera literatura surge solamente en el seno de la libertad. El compromiso de la literatura es el de ser un testimonio del mundo en el cual el sujeto toma partido a conciencia, sin querer decir con ello que trabaje para una facción política específica. Una literatura comprometida debe abogar siempre por la libertad como imperativo moral y fundamento de la estética.

Benedetti y el compromiso 

Mario Benedetti fue el autor perteneciente a la ilustre “Generación del 45” o “Generación crítica” como la llamó Ángel Rama, quien agenció las ideas de Sartre para transformarlas en acontecimientos históricos, mucho más, incluso, que el propio escritor francés. No se limitó solamente a escribir profusamente sobre el tema en diversos artículos de revistas y prensa que más tarde fueron recogidos en libro, sino que vivió en consecuencia. La participación directa en la consolidación de la revolución cubana con su trabajo en Casa de las Américas lo llevó a residir en La Habana entre 1967 y 1969, en pleno fervor revolucionario, con la función de organizar el Centro de Investigaciones Literarias. En estos años se dedica a reflexionar acerca de las relaciones entre el escritor y la revolución, produciendo una serie de artículos que luego se incluirán en “Letras del continente mestizo”, publicado en segunda edición en 1969, junto a otros que aparecerán en distintos medios de prensa latinoamericanos.

En el artículo intitulado “El testimonio y sus límites”, que fuera publicado en el diario La Opinión de Buenos Aires en 1973, profundiza acerca de dicha relación, preguntándose acerca de la responsabilidad social del escritor en un contexto de emergencia histórica encarnado en los focos guerrilleros y en los estallidos sociales que descienden por la columna vertebral de América Latina, desde el Caribe hasta el Cono Sur. Alude a la polémica suscitada desde la primera vanguardia latinoamericana, cuando Vallejo se aleja del surrealismo de Breton, criticando la postura del poeta francés frente al marxismo de la URSS. 

La dicotomía se vuelve a plantear en términos de la literatura formalista “de la palabra” o “misional” (Benedetti, 1977: 12) al servicio del mensaje. En este momento, el autor critica ambas posiciones como maniqueas y esquemáticas, aunque luego del famoso caso Padilla irá conduciendo su enfoque hacia una estética del compromiso, sin perder no obstante la perspectiva del oficio literario como trabajo artístico. Benedetti parte de la sartreana contradicción del intelectual perteneciente a la pequeña burguesía y su consciencia desdichada como testigo de la injusticia. La pregunta fundamental es qué ha de hacerse con el malestar, cuál es la posición y finalmente, la praxis del escritor en la disyuntiva. Benedetti afirmará que “no hay recetas” (Ibid.:15) pero que un aporte puede ser el del testimonio personal como experiencia histórica. Es durante esta primera estancia en Cuba que experimenta la participación política del escritor más allá de su oficio literario. En esta dirección anota:

“Además, la mera ocasión de cotejar alguna vez (no en una semana de esquemático deslumbramiento, sino en dos años y medio de inserción cotidiana) los postulados teóricos a los que uno ha apostado su confianza, con la realidad de una revolución socialista en el poder, o sea con todos sus tropiezos, desajustes y dificultades, pero también con su incesante desvelo por la justicia social y su espléndida eclosión en la dignidad del hombre, es algo tan removedor y estimulante que lo vacuna a uno para siempre contra todo pesimismo y toda frustración doméstica”. (Ibid.: 16)

Es así como en 1971, el autor integrará el Movimiento de Independientes 26 de Marzo, luego incorporado al partido de izquierdas unidas Frente Amplio, como integrante del Secretariado Provisorio, actividad que más tarde implicará su exilio e incorporación a las listas negras de la “reacción” y no solamente por su obra. En esta actividad militante, que insumió su energía hasta su huida precipitada a Buenos Aires luego de disueltas las cámaras por el ejército en junio de 1973, reflexiona acerca de la falta de tiempo para escribir como un precio a pagar por la construcción de una sociedad más equilibrada en donde “nuestra prioridad vuelva a ser la literatura”.

Acuso a los 62. El caso Padilla

Tal vez sea a partir del caso -sonado internacionalmente- del poeta cubano Heberto Padilla, que podamos trazar la perspectiva fundamental de Benedetti frente al tema del anclaje de los intelectuales en la revolución, en cuanto testigo directo del asunto. De hecho, hará un detallado relato en un artículo publicado en Marcha bajo el título “Situación actual de la cultura cubana” (1968), sobre los acontecimientos que provocaron el rechazo de los intelectuales europeos y latinoamericanos residentes en Europa, al partido revolucionario y su actitud con los intelectuales y la ulterior aparición del “Manifiesto de los 62”, entre los que se encontraba el mismo Sartre; puesto que, según Benedetti, un fantasma distinto sobrevolaba Europa, el fantasma del estalinismo y del realismo socialista. Describiremos brevemente el caso para analizar el enfoque de Benedetti como testigo directo, ya que en ese momento se encontraba en Cuba.

Ese año 1968, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), como todos los años, inviste a los autores de cada género con el premio mayor del país. No hubo problemas en narrativa, pero las dos obras que ganaron en poesía y en teatro, fueron observadas como nocivas para el espíritu revolucionario por la institución y por el gobierno. El libro de poemas de Padilla, “Fuera del juego, que a pesar de las objeciones ideológicas de la Unión de Escritores se publicó con un prólogo desaprobatorio, fue considerado en este talante: “[…] estos textos significan una resistencia del hombre a convertirse en combustible social. Su anti-historicismo se manifiesta por medio de la exaltación del individuo frente a las demandas colectivas” (citado en Paoletti, 1995: 139).

Más tarde, Padilla es encarcelado durante treinta y siete días, debiendo luego abjurar de su obra poética. Esta retahíla de hechos provocó un sismo en Europa, donde los intelectuales, entre ellos Sartre, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Barral y otros, publicaron el mencionado Manifiesto de los 62 dirigido a Fidel Castro, en el cual denostaban la actitud del partido hacia Padilla, confabulación aún más sospechosa dado que el autor debió retractarse presuntamente bajo presiones y hasta torturas, que más tarde fueron desmentidas. Tal encono de parte de la intelligentsia, generó un debate sobre las relaciones de los escritores con la revolución cubana, en el que participa el mismo Castro con una exhortación a “que los intelectuales de América Latina, tomando el ejemplo del Che, respalden su discurso literario y político con su conducta personal” (Ibid.: 139).

El pensamiento debe estar pertrechado por la acción, la teoría, la práctica, si se quiere verdaderamente encarnar la figura del intelectual revolucionario. Tal demostración de parte del Gobierno cubano, no solo señala la importancia que este atribuía a la cultura en la isla, sino que algunos de los firmantes del tal “Manifiesto de los 62”, como Cortázar, finalmente se retractaron. El argentino lo haría en el poema “Policrítica a la hora de los chacales”: “Tienes razón, Fidel, solo en la brega hay derecho al descontento (…) me aparto para siempre del liberal a la violeta, de los que firman los tortuosos textos porque Cuba no es eso que exigen sus esquemas de bufete” (citado en Paoletti, 1995: 141).

¿Qué actitud tomó nuestro Mario frente a la batahola general? Dado que fue testigo directo de los acontecimientos, en un artículo llamado “Las prioridades del escritor” (1971) analiza el caso y acude en defensa de la revolución:

“Podría dejar expresa constancia de que el miedo no es ingrediente de la Cuba actual: ni en el sector de la cultura ni en ningún otro campo. Podría testimoniar que los sucesos políticos y las medidas que propicia el gobierno son ampliamente discutidas por las bases, sin ninguna inhibición, ni de parte de los dirigentes ni de parte de los ciudadanos; que la autocrítica es allí un hecho cotidiano, asumido y ejercido con toda espontaneidad y sin que medie otro estímulo que no sea la lógica presión social en un país que diariamente se está jugando su destino y su supervivencia”. (Benedetti, 1977: 67)  

No hay mayor prueba que este testimonio y análisis de los hechos por un testigo que, aun sin ser imparcial no deja de ser crítico; alguien que, en el Congreso Cultural de La Habana de 1968 había concluido que “la misión natural del intelectual dentro de la revolución es ser algo así como su consciencia vigilante, su imaginativo intérprete, su crítico proveedor” (Ibid.: 81) 

Benedetti acusa a los 62 de defender la casta del escritor como un espacio cerrado en un gueto inviolable y descontextualizado de la compleja realidad que la revolución construía como vínculo con los artistas. Su acusación contra los 62 se basa en el traslado automático que hicieron estos firmantes de la situación de los intelectuales bajo el estalinismo a la de la revolución cubana: “Más que a una dialéctica marxista, este traslado automático se asemeja a una perezosa retórica, a esquema inflexible y, en el fondo, reaccionario” (Ibid.: 69).

En cuanto al caso Padilla, en el artículo de Marcha antes mencionado analiza los acontecimientos y los evalúa pormenorizadamente. En primer lugar, apunta la difusión tendenciosa de la prensa internacional, tanto de parte de la Agencia Internacional de Noticias como del diario parisino Le Monde, en el cual se afirmaba que “Fidel rompe la tregua con los intelectuales” (Benedetti, 1968: 18). La prensa, hace notar, sugiere la existencia de una represión estética que no es tal. El asunto Padilla tenía su prehistoria y la polémica suscitada por la crítica revolucionaria no venía tanto por el lado de sus textos cuanto por el de su postura frente a la revolución. Benedetti menciona una confrontación previa al concurso, que tuvo como personajes no solamente a Padilla, sino a los novelistas Lisandro Otero, que ocupaba un cargo en el Consejo Nacional de Cultura y a Guillermo Cabrera Infante que había optado años antes por exiliarse en Inglaterra. Padilla había atacado a Otero en una violenta polémica escrita en la revista literaria El caimán barbudo en defensa de Cabrera, lo que en ese momento significaba tomar una posición. Mientras tanto, el autor de “Tres tristes tigres, saldrá desde Londres a defender a Otero, por lo que Padilla queda humillado y en el entrecejo de los escritores orgánicos de la revolución. 

Si bien la diatriba comenzaba en el territorio literario, terminaba anclada en lo político y el caso Padilla no se generó solamente por su libro de poemas, sino por la actitud de este autor frente a la situación política de Cuba. En este artículo, Benedetti parece conceder la razón a la política revolucionaria en tanto crítica y hasta censura de contenidos no afines. Refiriéndose a la conocida frase de Fidel dicha en “Palabras a los intelectuales” de 1961, de que “dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada” (citado en Benedetti, 1968: 20), reflexiona acerca de que la línea que separa ambas perspectivas no es absoluta ni fija. El autor se lamenta que intelectuales de la talla de Padilla, con su inteligencia y talento artísticos, no se sientan entusiasmados con la nueva realidad que había operado la transformación política, económica y social hasta sus últimas consecuencias. La revolución había creado cierto optimismo en el pueblo cubano a costa de incontables y durísimos sacrificios, por lo que el gobierno no miraba con buenos ojos a libros que, según el mismo Benedetti decía sobre Fuera del juego, “te dejaban el ánimo por los pies” (Ibid.: 19). El contenido ambiguo más una serie de comportamientos podía significar, como de hecho sucedió, la condena de Padilla, quien luego de abjurar de su libro abandonaría el país.

El compromiso de la palabra para Mario Benedetti trascendía el acto de escribir para difundir las ideas. A esta actividad había que apoyarla con una ética de la acción. Algunos años después del caso Padilla, nuevamente instalado en el Uruguay y cambiado por el inexorable salto de las ideas a la acción que los hechos en toda América reclamaban, escribe que los críticos de la revolución no pueden ser solamente escritores, sino también revolucionarios, y va aún más allá:

“Sencillamente, nos ha sucedido que, en el trance de elegir entre revolución y literatura, hemos optado por la primera. La elegimos, es claro, sin abandonar ni renunciar a la literatura. La elegimos como razón de vida, como impulso, como motor creador de esa misma literatura”. (Benedetti, 1977: 81)

La continuidad y coherencia entre vida y obra, en el caso de Mario Benedetti, fue la solución de aquella contradicción que es la que genera la función del intelectual, superando el desgarramiento que se produce en su interior. A pesar del exilio, las penurias económicas, la inestabilidad laboral y múltiples sufrimientos físicos y morales, Mario Benedetti fue un autor integrado a su tiempo y a la historia, un autor cuya palabra comprometida se dirigió a obtener resultados prácticos consecuentes con su pensamiento, sin dejar de ser palabra ni esperanza.

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