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LA MUERTE DE MIJAÍL GORBACHOV
El último protagonista de la era soviética
Por Luis C. Turiansky
Objetivamente, los hechos históricos son innegables: Mijaíl S. Gorbachov fue el primer presidente de la Unión Soviética y, también, el último, para no decir el único. El cargo fue creado especialmente a su medida, para ponerse a la altura de los otros estadistas con quienes iba a dialogar y con el objeto de que también la URSS tuviera un representante supremo de rigor, como es común en el mundo. Desde la revolución de 1917 el tema nunca se había abordado, porque los bolcheviques de la primera generación rechazaban los formalismos y consideraban más apropiado que el puesto de primer dirigente del país coincidiera con la presidencia del máximo órgano de poder, el llamado "Sóviet Supremo". A la vez, esto les permitía preservar como primera autoridad y guía al jefe del partido, quien sería, de hecho, el líder indiscutido, cualquiera fuera designado al frente del Estado conforme a la Constitución.
Los últimos no siempre pasan a ser los primeros
Lo cierto es que, al final del período histórico que Eric Hobsbawm caracterizara como “siglo breve” (del estallido de la Primera Guerra Mundial, en 1914, a la disolución de la URSS, en 1991), el régimen calificado de “socialismo real" por sus últimos ideólogos quiso parecerse formalmente a sus rivales. Entre otras cosas, debía contar también con un presidente. Como se sabe, finalmente el digno cargo no sobrevivió al Estado para el cual fue creado y solo una profanación flagrante del derecho hizo posible que la sucesión de la Unión tras su disolución recayera exclusivamente en Rusia, incluida su condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, con el correspondiente derecho de veto, que le permite hasta hoy bloquear cualquier decisión que no comparta.[1] El presidente de este Estado ruso moderno o Federación de Rusia es, sin interrupción desde 2012, Vladímir Putin (anteriormente, tuvo que "prestar” el cargo por cuatro años a su ex primer ministro, debido a que la Constitución prohibía ejercer un tercer mandato consecutivo).
Volviendo a las ventajas que proporciona ser el último en algo, Mijaíl Gorbachov fue también un reformador pertinaz del régimen soviético, a través de dos iniciativas suyas, la "perestroika", (o sea "reconstrucción", dedicada al funcionamiento del Estado y su economía), y la "glásnost", que podría traducirse como "imperio de la voz", instrumento destinado a abrir el espacio público al debate libre como condición previa a cualquier decisión importante.
Roberto Savio, al referirse a los métodos de Gorbachov en La Red 21 (06.09.2022), recurre a su experiencia personal con él para calificarlo como "el último estadista". Los motivos de este galardón pueden ser múltiples y hasta discutibles, pero es innegable que, en todo caso, el homenajeado fue el último secretario general del Partido Comunista de la URSS, cargo al que renunció al comprender que el Estado socialista plurinacional existente, dadas las condiciones en que se desarrollaba, no tenía salvación. Al disolverse la Unión, también el partido de igual alcance territorial debía desaparecer. Posteriormente, el presidente Putin culpó a Gorbachov del revés que significó la pérdida del gran Estado común que fue la URSS, hecho que definió como "la peor catástrofe geopolítica en la historia de Rusia", abierta confesión de que, en su opinión, la URSS y Rusia solo representan dos formas de un mismo imperio.
Tengo entendido que Gorbachov nunca le respondió abiertamente, lo que sugiere lo incómodo que se sentía a los efectos de participar en una polémica pública al respecto. En el fondo, la actitud de Putin tiene algo de venganza personal, puesto que, por otro lado, cubre con una especie de "manto protector" la responsabilidad que sería más justo adjudicar a Boris Yeltsin, su predecesor en el cargo, junto con los presidentes Leonid Kravchuk, de Ucrania, y Aleksander Lukashenko (sí, el mismo de siempre), de Bielorrusia, hoy oficialmente llamada Belarús.
En realidad, el año 1991 ya había empezado mal: en enero, las tres repúblicas del litoral báltico, Estonia, Letonia y Litunia, declararon su independencia de la URSS. La respuesta de Moscú, en un estilo que más tarde sería propio del conflicto yugoslavo, fue la militarización del diferendo, el envío de tropas y la pacificación manu militare. No está muy claro cuál fue el papel desempeñado en esto por Gorbachov; en todo caso, los bálticos de pura cepa (en las tres repúblicas mencionadas hay también fuertes minorías rusas, cuya actitud suele ser un tanto más atemperada) sostienen hasta hoy que no le perdonan los muertos que la medida en cuestión produjo en la población civil.
Ahora bien, si la crisis báltica fue la primera chispa, por cierto esperada, dados los antecedentes históricos del problema, lo decisivo vino después, al proclamar Rusia, Ucrania y Bielorrusia (los tres Estados herederos de las "Rus" históricas de los eslavos orientales) que colectivamente se retiraban del "Tratado de Unión", base de la creación de la URSS setenta años antes. Vale la pena señalar que, tanto Ucrania como Bielorrusia figuran en la documentación oficial de las Naciones Unidas como "Estados fundadores", a diferencia de Rusia, representada de entrada por la propia URSS. Ello podría guardar relación con las rencillas que tuvieron lugar durante los primeros años de funcionamiento del nuevo organismo en relación con el reconocimiento cuestionable de algunos Estados de conformidad con la Carta (tal la República de China, que, tras la derrota del Kuomintang en la guerra civil, se instaló en la isla de Formosa, hoy Taiwán, o los dominios británicos del Canadá, Australia y Nueva Zelandia, cuyos habitantes eran súbditos del rey Jorge VI de Inglaterra, etcétera).[2]
Varios decenios después, un caos normativo semejante influyó al considerar que la denuncia simultánea del Tratado de Unión por tres Estados parte, sin duda los más extensos territorialmente aun siendo solo tres, sería suficiente para poner en duda la existencia jurídica de la URSS como tal.
Este tema controvertido, no obstante, solo sirve para ilustrar ciertos pormenores leguleyos utilizados al proceder a "la peor catástrofe geopolítica rusa", según palabras del presidente Putin; pero este artículo persigue otro objetivo, el de presentar las virtudes y los errores del primer y único presidente soviético.
En general, es bastante común resaltar cualidades extraordinarias en una persona que nos deja, sobre todo si se trata de su deceso, pero la utilidad de tales declaraciones no pasa del deseo de rendirle homenaje. Sería de mal gusto, en cambio, compararlo con un personaje ficticio, como "el último mohicano",[3] o sacar a colación el famoso chiste del aeropuerto de Carrasco en tiempos de la emigración masiva de uruguayos a otras tierras, en que se habría colgado un aviso que decía: "El último en salir, por favor apague la luz". Gorbachov no hizo nada semejante, y no porque le haya parecido una idiotez, sino porque siempre quedaban otros (llamémosles "mohicanos"), dispuestos a seguir bregando por un mundo mejor, lo cual es inseparable de un socialismo también mejor, de ahí que el concepto de "último" sea, en este caso, falso e inaplicable.
Socialismo y libertad
Otra cosa es comprender que las virtudes y los defectos de la personalidad que se examina no son más que un reflejo de las actitudes presentes en la sociedad. También la lucha por la democracia en el marco del socialismo fue, desde un comienzo, una aspiración permanente, tanto en la URSS como, después de 1945, en las "democracias populares" que se le unieron en la Europa central. Enseguida depués de fallecer Stalin, en 1953, su sucesor más estable, Nikita Jruschov, se propuso aliviar un poco la opresión de que era objeto la sociedad civil. Su intervención ante el XX Congreso del PCUS sin la presencia de invitados (por lo que durante mucho tiempo se le consideró un "informe secreto") hizo hincapié en la necesidad de acabar con el “culto a la personalidad" y los excesos de régimen tiránico impuesto por el jefe georgiano, pero sin acertar una política de corrección sistemática. En octubre del mismo año, la intervención armada en Hungría vino a demostrar que no había que creer al pie de la letra en todo lo que se decía.
Si en algunos países del bloque prosoviético, como Polonia y la República Democrática Alemana, la iniciativa popular llegó a adoptar formas de desobediencia y protesta por momentos violentas, en Checolovaquia, la década del 60 fue escenario de importantes esfuerzos renovadores auspiciados desde el propio partido comunista, en el marco de una política que se denominó "Primavera de Praga" y utilizó, para simbolizarlo, el expresivo lema de "Socialismo con rostro humano". Esta evolución era mal vista por los dirigentes soviéticos de entonces. Dado que el ejemplo podía expandirse a otros países del bloque, a instancias de Leonid Brezhnev se activó, en el verano septentrional de 1968, la peor solución posible: la intervención armada de la URSS con participación de sus aliados de Polonia, Hungría, Bulgaria y la República Democrática Alemana (fuera de Checoslovaquia, de por sí involucrada como objetivo de la acción, el único miembro del Tratado de Varsovia que se negó a plegarse fue Rumania). Los principales dirigentes checoslovacos fueron detenidos y trasladados a Moscú, donde los presionaron para que firmasen un acuerdo de sumisión,[4] y Checoslovaquia terminó como país virtualmente ocupado hasta 1990. Quienes fuimos testigos presenciales de esta amarga experiencia, comprendimos que, para lograr "más democracia, más socialismo", como diría la consigna adoptada por los nuevos dirigentes veinte años después y que formulara el propio Gorbachov, el cambio debía originarse en la propia Unión Soviética.
Este papel, el de dirigir la reforma desde dentro, fue el que le tocó desempeñar a Gorbachov como nuevo responsable del partido y el gobierno al cabo de un período de transición corto (1982-1985), pero caracterizado por una rápida sucesión de entierros pomposos de los dirigentes de turno (Brezhnev, Andrópov y Chernienko), como si se apresuraran a abrirle el camino. No obstante, los mecanismos correspondientes, que debían funcionar por sí solos en el marco de una dialéctica de tipo hegeliano, solo comenzaron a dar sus frutos en medio de la degradación económica y social del país, acompañando el surgimiento como clase de la oligarquía (finalmente triunfante), para llevar a la tumba, no a otro dirigente sino a todo el modelo de socialismo ideado y practicado en la Europa central y oriental, así como otros países que en él se inspiraron, como lo fue Cuba en nuestro microcosmos cultural inmediato.
Un proyecto de largo aliento
En realidad, más que el fracaso del modelo, lo que sorprende es sobre todo que haya durado tanto tiempo. Veamos un poco esta contradicción:
El régimen soviético surgió en 1917 en el curso de dos etapas, la de febrero (derrocamiento del zarismo e instauración de la república) y la de noviembre (caracterizada por la “sovietización”, de contenido socialista). En los hechos, esta evolución estuvo acompañada de la puesta en práctica de un conjunto de elementos coercitivos basados en la teoría de "dictadura del proletariado", que, de ninguna manera, podía tener un efecto estimulante en el ciudadano común. En teoría, una dictadura de tal intensidad no podría continuar mucho tiempo enfrentada a la resistencia de la sociedad civil, sin caer. Sin embargo, con todos sus altibajos, duró exactamente 74 años, en los que hay que contar: una guerra civil de varios años con intervención militar exterior, luchas internas de diversa intensidad, varias crisis alimentarias como consecuencia del fracaso de la política de colectivización forzada del agro, una serie de procesos políticos que debilitaron al ejército y aislaron al partido de las masas, más la Segunda Guerra Mundial, abreviada a cinco años gracias a la jugada de Hitler de firmar un pacto de no agresión con Rusia en 1939.
El "milagro" de la movilización defensiva iniciada tras la inesperada invasión de 1941 y el ulterior contraataque que pulverizó a las fuerzas invasoras y llegó finalmente al corazón enemigo en Berlín en 1945, puede explicarse, no obstante, por el hecho nada negligible de que lo ocurrido en 1917 no fue un simple golpe de Estado, ni una ola un poco más radical de protestas callejeras, sino una verdadera revolución, surgida en la base y promovida en torno a objetivos claros de emancipación, mientras proseguía por su cuenta la Primera Guerra Mundial. Lo que el pueblo ruso quería puede resumirse en las consignas centrales de su movilización: paz, trabajo, tierra y libertad. El hecho es que cada vez que sobrevenía una crisis algo profunda que amenazaba con liquidar estos principios, los miembros más activos de la sociedad sabían encontrar los principales puntos de referencia, para marchar juntos en defensa de los derechos logrados o que merecían defenderse.
Por otra parte, el sistema ideado para mantener un contacto permanente con las masas movilizadas, convertidas en vanguardia, fue la creación de los consejos ("saviets" en ruso, que en español terminó "rusificándose" aún más con el uso del acento grave en "sóviet"), forma novedosa de democracia representativa que, pese a algunas deformaciones posteriores, demostró su fortaleza y alcanzó popularidad también en otros países (Hungría, Eslovaquia y España, entre otros).
Pero la personalidad a la que nos referimos es también producto de los “tiempos sombríos” invocados por Brecht al referirse a la crisis del capitalismo, pero que adquieren un valor aún más aterrador cuando se producen en una sociedad llamada a construir la justicia social. Es difícil determinar si la resiliencia humana surge del miedo puro o acicalado por el conocimiento de que las alternativas que existen son peores aún. El estallido de la guerra fue, en este sentido, un factor importante.
El resto es ya la historia de nuestra generación: nuevos desafíos históricos impulsaron la política de enfrentamiento conocida como “Guerra Fría”, que no estaba en el repertorio de los antifascistas, ya que se basaba en el equilibrio nuclear, un terreno científico-técnico en el que ellos no descollaban (si descartamos a Einstein y los suyos, que no eran antifascistas militantes propiamente dicho). Hubo que apretarse el cinturón para soportar la competencia con los occidentales, sobre todo en lo que tiene que ver con las repercusiones de la “carrera armamentista” en una economía por sí sola bastante problemática. Además de pasar hambre y privaciones, era necesario, en lo posible, callar, algo que solo la “glásnost” gorbachoviana se planteó terminar de una vez y para siempre. Probablemente, la elección del momento propicio para su lanzamiento ha tenido que ver con su fracaso.
Una pareja en la soledad
En la última casa de nuestro personaje no había retratos de los próceres ni ídolos de la revolución, sino muchas imágenes de Raisa, la amada esposa fallecida. Ella fue una mujer inteligente, culta y que sabía ejercer el papel de “primera dama”, en un mundo en el que hasta hoy incluso predomina la preferencia de la masculinidad cuando se trata de designar jefaturas. Es indudable que Mijaíl la amaba y lloró amargamente su desaparición como resultado de una leucemia traicionera. Sin embargo, el pueblo nunca la aceptó. La gente creía tener motivos para pensar que su cierto amaneramiento y su sonrisa constante eran las armas que utilizaba para inmiscuirse en los asuntos de la alta política contra las tradiciones del país, en que los cónyuges, cualquiera fuese su sexo, nunca acompañaban a los dirigentes durante las misiones internacionales.
Por otra parte, tampoco Mijaíl consiguió ganarse totalmente la simpatía de su pueblo, sobre todo cuando comenzaron las dificultades. Todo lo contrario, en las encuestas rusas de influencia aparece en los últimos puestos, en su mayoría le echan en cara, sin merecerlo, los desmanes alcohólicos de Boris Yeltsin y la expansión de la oligarquía que serviría de base social al sistema que fatalmente sobrevendría, junto con los males provocados por la degeneración de la economía, el comercio clandestino y la economía oficial que perdía aliento, mientras el pueblo caía en la miseria y el alcoholismo casero, altamente tóxico. Hasta sus últimos días compartiendo el poder, Gorbachov tuvo que soportar y admirar la capacidad del otro para ganarse la confianza de los rusos y sus votos cada vez que había elecciones. A tal persona nadie iba a pedirle que abandonase el puesto, si no es ahora, justamente, después de desatar una guerra absurda y brutal a la que ha atado al pueblo ruso. Él es, en realidad, la fuente de todos los males que vive el país, y tal vez haya empeorado nuestro estado de salud, pensaría Mijaíl. Y Raisa ya no estaba a su lado para consolarlo.
Es cierto, hubo una época en que los colmaban con halagos, dinero y vida cómoda. Podían viajar por el mundo, él era muy solicitado para dictar conferencias bien remuneradas, en las que se esforzaba en presentar su verdad. En 1990, le otorgaron el Premio Nobel de la Paz “por su contribución al fin de la Guerra Fría y a la reunificación de Alemania”. No dice el comunicado que, para ganarse su confianza, le prometieron que el Tratado del Atlántico Norte no se extendería al este, promesa que después los occidentales se negaron a cumplir. De modo que éxito, lo que se dice un éxito político genuino y personal, algo así en realidad tampoco estaría en condiciones de reclamar hasta el fin de su vida.
Nuestro personaje terminó su trayectoria en el hospital, “tras una larga enfermedad”, según reza el informe oficial. Todo indica que nadie estaba a su lado para reconfortarlo en su hora más difícil.