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CARL SCHMITT Y LA TEOLOGÍA POLÍTICA

 Publicado: 07/02/2018

Una versión de la alianza del trono y el altar que llega hasta nuestros días


Por Fernando Britos V.


Después de resumir la trayectoria de Carl Schmitt como influyente ideólogo ultraconservador, de gran ductilidad y capacidad de supervivencia, abordaremos la teología política que fue el fundamento de su teoría política. Veremos el desarrollo de esta concepción y su relación con los “realistas cristianos”; la designación del katechon (pronúnciese ‘katejón’) y su papel en el sistema schmittiano.

SCHMITT EL ESCURRIDIZO

Carl Schmitt (1888–1985) era un típico profesor alemán, rancio conservador, que en su juventud se las había arreglado para escapar de las trincheras de la Primera Guerra Mundial y para permanecer, durante todo el conflicto, como oficinista en Nuremberg. Para conseguir ese puesto alegó un fantasmagórico dolor lumbar y eso junto con sus prometedores inicios académicos y su pequeña estatura y complexión más bien debilucha convenció a los reclutadores de la Reichswehr sobre la conveniencia de mantenerlo como escribiente en la retaguardia.

A él no lo conmovieron la tremenda carnicería y las penurias de la guerra sino la inestabilidad y la revolución que sobrevino tras la derrota. Como intelectual católico y reaccionario adhirió a la trampa ideológica promovida por los militaristas prusianos y la derecha política desde el fracaso de la última ofensiva de 1918 en el Frente Occidental: el bolazo de que el ejército alemán no había sido derrotado en los campos de batalla sino que fue traicionado por los políticos en la retaguardia.

La falsedad de la versión de “la puñalada por la espalda” era enorme. Después de cuatro años de guerra en varios frentes, las llamadas “potencias centrales” estaban arruinadas económicamente, las condiciones de vida de la población se habían deteriorado en forma insoportable, el imperio austro‑húngaro se desintegraba y el sufrimiento de las tropas que habían sido sometidas a las bajas más tremendas que se hubieran registrado nunca en la historia de la humanidad, como producto de la ineptitud del Alto Mando alemán, llevaron al Estado Mayor a solicitar al Kaiser la rendición ante los Aliados, en el otoño de 1918.

En el verano anterior, después de firmar una paz leonina con la naciente Rusia Soviética en Brest-Litovsk, el Alto Mando había trasladado todas sus tropas de infantería y artillería desde el Frente Oriental para intentar una ofensiva de ruptura en el norte de Francia. Los soldados y los oficiales estaban agotados, por doquier aparecían amotinamientos y el cumplimiento de las órdenes se retrasaba, la disciplina de las fuerzas estaba seriamente resquebrajada. La situación no era mucho mejor en el bando aliado, pero los cañones alemanes tenían las ánimas tan gastadas que sus disparos no daban en el blanco cuando no caían sobre sus propios soldados, las municiones escaseaban, las raciones se estiraban con aserrín, tiza y otras porquerías.

El Kaiser abdicó y huyó a un confortable retiro en Holanda. El Estado Mayor prusiano y los políticos derechistas de la corte, junto con los industriales y comerciantes que habían amasado enormes fortunas con la economía de guerra, promovieron organizaciones paramilitares, los cuerpos francos, para reprimir a los soldados y obreros revolucionarios, asesinar a sus dirigentes y apoyar al gobierno que había quedado en manos de políticos socialdemócratas. En esas condiciones se firmó la paz, el Tratado de Versalles, que imponía duras sanciones a Alemania, y nacía la República de Weimar erigida bajo los principios de un liberalismo burgués que intentaba superar el legado de la monarquía bismarckiana y su “democracia restringida”.

Schmitt padeció “el desconcierto de la política”, tenía miedo, se sintió amedrentado por las secuelas de la Revolución de Octubre en Rusia y los movimientos revolucionarios en los puertos del norte, en Baviera, en Berlín, en Budapest. Como buen católico “tradicionalista”, despreciaba a la República de Weimar que consideraba heredera de la Ilustración y por ende de la odiada Revolución Francesa que había alterado el orden social de derecho divino, la paz aristocrática de las viejas monarquías y la autoridad incuestionable de su Iglesia.

Uno de sus textos conocidos de esa época fue un ensayo sobre la dictadura, es decir, sobre la necesidad de un poder extraordinario capaz de reconstituir el statu quo, acabar con el parlamentarismo y la democracia liberal y, sobre todo, combatir el socialismo y el bolchevismo ruso que consideraba como el enemigo a aniquilar. El gobierno representativo estaba herido de muerte, escribía Schmitt en la década de 1920, porque sus bases intelectuales (la libertad de expresión y el equilibrio de poderes) no se corresponden con la realidad. El voto secreto, la prensa libre, la autonomía de los grupos sociales y la organización de la oposición son “bacilos liberales” que destruyen la “unidad emocional” de la democracia. Para Schmitt, la dictadura es el auténtico vehículo de la unidad popular.

Poco después, desde la Universidad de Berlín ‑en el corazón intelectual de Weimar‑ insistía en que “el pluralismo es paralizante” y defendía la urgencia de instaurar un régimen íntegramente presidencialista que rompiera “el cerco parlamentario” mediante poderes dictatoriales. También sostenía que los partidos anticonstitucionales, comunistas y nazis, debían ser ilegalizados. “La neutralidad ante los fanáticos solo puede calificarse como suicida” escribía. Estos textos fueron revisados por su autor menos de cinco años después, para excluir al nazismo, para adoptar el lenguaje y las consignas hitlerianas y sobre todo para introducir un giro marcadamente racista y xenófobo en sus textos.

Hasta 1933, Schmitt había discrepado con los nazis y sostenía que apoyarlos era una insensatez. En cambio, el régimen que lo había fascinado era el fascismo italiano porque salvaba a la burguesía de la amenaza comunista. Para él se trataba de una nueva retórica, una nueva estética, un pueblo en marcha conducido por un caudillo enérgico que se constituía en el Estado, la materialización de su teoría de la dictadura. Benito Mussolini, que además había firmado un amigable Concordato con el Vaticano, se convirtió, desde su llegada al poder en 1922, en el héroe de Schmitt. Para él, el rostro de piedra y la quijada cuadrada del Duce, los uniformes y entorchados, los gestos teatrales y la oratoria rimbombante de Mussolini no le parecían la imagen de un emperador de caricatura sino la del líder carismático que anhelaba.

El fascismo no era una doctrina sino una convicción que no aceptaba titubeos, y en 1923 Schmitt se entrevistó con Mussolini en Roma. Quedó embelesado. Consignó en su diario que habían hablado largamente sobre “la eternidad del Estado” y el profesor dijo que le había asegurado al Duce que “la residencia histórica de Hegel” no estaba ni en Berlín ni en Moscú sino en el Palazzo Venezia, su residencia romana. Con semejantes florilegios el embeleso fue mutuo.

Por aquellos años, Adolf Hitler era un oscuro caudillo bávaro que dictaba su Mein Kampf, intentaba unificar con su prédica y sus acciones violentas a los diversos partidos y organizaciones ultraderechistas y atraerse al gran capital y la aristocracia. Schmitt sentía una mezcla de desprecio y admiración por Hitler, pero el primer sentimiento primó discretamente sobre el segundo. Aunque se afilió al partido nacionalsocialista (NSDAP) tardíamente (el 1º de mayo de 1933 con el carné Nº 2.098.860) junto con su amigo, el filósofo nazi Martin Heidegger, nunca habló con el Führer. Lo vio de lejos en un acto formal (el 7 de abril de 1933 durante la presentación del programa de gobierno del flamante Canciller) y lo consideraba un dirigente mediocre, un advenedizo cuyo carisma no le conmovía.

En su diario, Schmitt dice que en aquella oportunidad el gran salón de la Cancillería estaba lleno de jerarcas del partido y altos jefes militares y Hitler le impresionó como un individuo obsesivamente dependiente de las reacciones de su auditorio. “El agitador de las masas es en realidad un oradorcillo insulso”, escribió, y la suya era “la retórica fervorosa del oportunista”.

Pero tanto o más oportunista era el propio Schmitt. A pesar de sus opiniones tan poco halagüeñas, celosamente ocultas durante décadas, tres semanas después de escuchar al “oradorcillo insulso” se afilió al partido nazi para convertirse en el cerebro jurídico del fascismo alemán ‑el Kronjurist (el abogado de la corona, como lo calificó el Völkischer Beobachter‑ y se aplicó a delinear una filosofía legal destinada a romper el molde burgués liberal del Estado y vivificar la ley a través de la intervención mesiánica del Führer. Según Schmitt, al quebrantar las reglas Hitler defendía el derecho vital del pueblo alemán y era el nacimiento de una nueva legalidad.

Desde luego, Hitler parece no haber tenido idea de quien era Carl Schmitt, ni para bien ni para mal, aunque los dirigentes nazis apreciaron y recompensaron el papel que el jurista jugó en la legitimación del régimen de opresión y terror que el Canciller desató en Alemania desde principios de 1933 y aparecía como protegido de uno de los principales secuaces, el Mariscal del Reich Herman Goering. Las coincidencias entre Schmitt y Hitler eran tanto o más profundas que las que existían con Mussolini: el principio de la autoridad suprema del caudillo, el Führerprinzip, imprescindible según ellos para recuperar el orden social tradicional y establecer la dominación sobre los pueblos: la revolución absolutista y totalitaria contra la revolución humanista y libertaria.

Esta relación permite apreciar la ductilidad de Schmitt y su rápida adhesión al generalísimo Francisco Franco, directa y cuidadosamente cultivada, y especialmente a los “católicos tradicionalistas” españoles, los carlistas y otros ejemplares de la fauna peninsular, desde antes de 1936 y sin interrupción hasta su muerte en 1988.

Asimismo se puede seguir el hilo de su pensamiento y acción en su ensalzamiento y justificación de la “escuela francesa de contrainsurgencia” (los colonialistas torturadores y asesinos de Indochina y Argelia con Raoul Salan a la cabeza). También en sus estrechas relaciones ideológicas con la “teoría de las relaciones internacionales” de su amigo-enemigo Morgenthau, su penetración en el medio anglosajón, especialmente estadounidense, su apoyo a los neoconservadores, a los “guerreros de la Guerra Fría” y a los bárbaros neoliberales de von Hayek, su patronazgo discreto y permanente, de sus discípulos y colegas nazis reconvertidos en los “demócratas” de la República Federal Alemana y, finalmente, pero no de últimas, su carácter de numen inspirador del autoritarismo y las dictaduras terroristas latinoamericanas en Brasil, Chile, Bolivia, Argentina y Uruguay que asolaron el continente en las décadas de 1960, 70 y 80 del siglo pasado, a través de los delirios mesiánicos y la teología política del “catolicismo tradicionalista” proveniente de la España franquista y reciclado por las derechas en estas latitudes.

El “principio activo” siempre fue el mismo: la teoría de Schmitt apoyada en su teología política. Ante ella sus disquisiciones como constitucionalista o especialista en relaciones internacionales son un envoltorio que fue retocando, modificando y trasmutando permanentemente. Para congraciarse con los nazis, primero borró las críticas que había hecho a Hitler antes del acceso de este a la Cancillería del Reich. Para sobrenadar y mantener sus cargos y privilegios cuando Himmler y sus rivales, juristas de las SS, lo consideraban como un “católico converso poco fiable”, se amparó en Goering.

Siempre activo se desempeñó como propagandista del nazismo en los medios académicos de la Europa ocupada y fungió como operador político en España (hablaba fluidamente el castellano y cinco o seis idiomas además de su materno alemán) especialmente cuando Hitler y Himmler intentaron que el escurridizo Franco entrara en la guerra junto a las potencias del Eje. El 22 de abril de 1942, por ejemplo, dio una conferencia en Madrid con el capo del derecho fascista italiano Giuliano Mazzoni.

Después, para eludir los juicios de Nuremberg tras la caída del nazismo en 1945, y escapar de una condena que podría haberle llevado a la horca por su responsabilidad en los crímenes del gobierno hitleriano, se declaró “un aventurero puramente intelectual”, negó cualquier responsabilidad en los crímenes, ocultó sus actividades durante el Tercer Reich al fraguar una falsa biografía y adhirió rápidamente a los principios de la Guerra Fría.

Mantuvo y acrecentó su actividad “académica” –a pesar de que se le había prohibido la cátedra universitaria por negarse a la desnazificación– especialmente en apoyo a sus discípulos y colegas nazis reciclados en Europa y visitando asiduamente a los propagandistas franquistas en España que fue y en cierto sentido sigue siendo su segunda patria intelectual. El 15 de abril de 1950 le escribía a su discípulo franquista Francisco J. Conde: “nunca olvido que mis enemigos personales son también los enemigos de España”.

LA TEOLOGÍA POLÍTICA Y EL REALISMO CRISTIANO DE SCHMITT 

La carrera de Schmitt, hábilmente manejada, le había llevado a ocupar un sitial de primera fila entre los académicos alemanes que actuaban en la República de Weimar. En 1927 produjo su obra sobre el concepto de lo político en la que pretendía imitar a su admirado Nicolás Maquiavelo, que él consideraba, a su manera, como el primero en abordar la política sin los rodeos u obstáculos de la ética. Esta visión se daba de bruces contra el Maquiavelo humanista que tan sabiamente reivindicó entre nosotros Luce Fabbri. Schmitt se identificaba con un Maquiavelo idealizado por él como un promotor de la política sin escrúpulos, del poder sin límites morales, la que él reclamaba para los caudillos omnipotentes, los tiranos capaces de salvar su civilización, de construir una nueva, incuestionable y eterna legalidad: el Führerprinzip.

Esta es la concepción que tuvo repercusión: la política regida por la distinción amigo/enemigo. Una oposición existencial que potencia la política y que surge cuando “el otro” es identificado como una amenaza a la propia supervivencia. La eliminación del enemigo subyace a todo trato político y la guerra no es un abismo en el que puede caer la política sino su verdadero manantial. Ernst Niekisch sostuvo que la obra “El concepto de lo político” era una respuesta burguesa a la teoría marxista de la lucha de clases. Para Schmitt la historia no puede librarse de la política y necesita de la guerra y en este marco el enemigo puede ser de raza, de tribu, de nación, de religión.

Por su parte, Gupal Balakrishnan presenta una cita que Schmitt adereza con su peculiar psicología: “La indeterminación del enemigo provoca angustia y la esencia de esta es precisamente el sentir un enemigo indeterminado; por contraposición, el deber de la razón y por lo tanto de la alta política, es determinar quién es el enemigo… y con ello la angustia termina y, si acaso, subsiste el miedo”.

Enzo Traverso sostiene que Carl Schmitt había definido el Estado nazi como un Leviatán, en el sentido hobbesiano del término: un poder absoluto opuesto al caos de la democracia de Weimar. El régimen hitleriano unía dos elementos heredados del pasado alemán: un nacionalismo racista y un expansionismo imperialista con fuertes rasgos de darwinismo social, que hundía sus raíces en el pangermanismo anterior a 1914. Sin embargo, el conservadurismo de Schmitt y sus personajes admirados se remontan al siglo XVIII y, aun antes, a la teología de la Contrarreforma.

Schmitt admiraba a Thomas Hobbes que, al decir de Leo Strauss, en un mundo iliberal había sentado las bases del liberalismo mientras que Schmitt en un mundo liberal había desarrollado la crítica de este. Mantuvieron convergencias y divergencias. Heinrich Meier dice que el terror une los destinos de ambos: “el ácido del miedo está presente en ambas tintas”, pero hay muchos aspectos teóricos que los separan. Los dos ven la política desde la óptica del poder y desarrollan sus razonamientos para proponer una fuerza superior; pero lo hacen con fines diametralmente opuestos. Hobbes pensaba que su monstruo estatal, el Leviatán, preservaría la paz que necesitaba la burguesía. Schmitt, en cambio, promueve un Estado que debía militarizar la sociedad, bajo algún tipo de cruz y de espada, lo cual lo hacía muy atractivo para las huestes “tradicionalistas”, los cruzados contrarrevolucionarios, los imperialistas y aristócratas de todo pelaje.

Para Schmitt, Hobbes es el más antipolítico de los autores que produjeron teoría política: un absolutista con fibras liberales. Para Hobbes un mundo sin conflicto era el requisito de la civilización y el medio ambiente imprescindible para el florecimiento de la vida, la ciencia, el comercio, las artes. En cambio, para Schmitt (como para Ernst Jünger) un mundo sin conflicto carece de sentido y el Estado es el que da sentido a la muerte porque la guerra es la instancia que exige el sacrificio. Instancia que, como vimos, él se cuidó muy bien de eludir evitando exponerse a la máquina de picar carne de las guerras que sacudieron al mundo durante su larga existencia.

En el panteón ideológico de Schmitt figuran además los filósofos y propagandistas dieciochescos de “la alianza del trono y del altar”, del antirracionalismo y del dogmatismo católico, los furiosos enemigos de la Ilustración y la Revolución Francesa, entre ellos: el provocador aristócrata español Juan Francisco María de la Salud Donoso Cortés y Fernández Canedo, marqués de Valdegamas (1809-1853); el publicista católico tradicionalista francés Louis (vizconde) de Bonald (1754-1840) o el filósofo saboyano Joseph de Maistre (1753-1821).

En 1922, Schmitt publicó su Teología Política, un breve tratado que aborda tanto una teoría de la soberanía como una interpretación que destaca la naturaleza teológica de toda la política. Todos los conceptos significativos de la teoría del Estado ‑decía entonces‑ son conceptos teológicos secularizados, ya sea por su origen histórico o por su estructura sistemática. Al destacar la similitud entre el ordenamiento legal y el teológico se desafiaba directamente la pretensión de la Ilustración, que se había propuesto liberar a la política de la religión, el corazón mismo del modernismo liberal. Esta era la tesitura de los conservadores, protestantes y católicos, de entreguerras.

TEOLOGÍA POLÍTICA Y REALISMO CRISTIANO

Mientras la teología política de Schmitt se desarrollaba en Europa, desde la década de 1920 en los Estados Unidos se había desencadenado un ataque ideológico contra las ciencias sociales empíricas por parte de un sector de la academia cuyo objetivo era, en realidad, destronar a la teología protestante y liberal que daba por hecha la auto-revelación de Dios en la historia y contemplaba el futuro con optimismo.

Habría que esperar a la década de 1930 para que la llegada de emigrados europeos que huían del nazismo importaran a Norteamérica el “realismo político” del cual Morgenthau ‑un schmittiano a pesar suyo‑ sería el principal exponente. Tal realismo político debe ser ubicado en lo que se ha dado en llamar “el movimiento teológico antiliberal de los veinte”. Cuando se produjo esa discusión, Schmitt era aún poco conocido en los Estados Unidos, pero en la misma participaron politólogos, intelectuales conocidos, diplomáticos, historiadores y teólogos, la mayoría de los cuales eran “realistas cristianos”.

Después de la Segunda Guerra Mundial los teóricos del “realismo en política internacional”, que conformarían el patrón intelectual de la Guerra Fría, desarrollaron una densa teología del poder soberano que se introdujo en el lenguaje técnico y disciplinario de las relaciones internacionales. Sin embargo, desde décadas anteriores, el realismo político ya había obrado como una reacción neo‑ortodoxa contra el protestantismo liberal estadounidense; se trataba de una teología de los enfrentamientos internacionales.

En primera instancia sus promotores buscaron que el abordaje de la cuestión del poder ‑una de las claves de la ciencia política‑ se hiciera dejando de lado el racionalismo. De este modo, en materia de relaciones internacionales desarrollaron posiciones donde el racionalismo era controvertido al hacer especial hincapié en la oscuridad y ambigüedad que atribuían a los procesos históricos y a la irracionalidad de los impulsos humanos.

Para los realistas cristianos, la lucha por el poder que subyacía en los acuerdos y tratados internacionales hacía imposible contener a la política dentro de los límites de la razón. Había un fuerte elemento teológico en esta concepción de la política y la historia. Los teóricos del realismo cristiano eran decisionistas, como Schmitt.

La teología política reivindicaba la idea del “pecado original”, que junto con “la trascendencia de Dios” y la diferencia esencial entre la “palabra de Dios” y cualquier expresión institucional humana eran banderas del movimiento neo‑ortodoxo cristiano. Tal teología política puede ser sucintamente definida como un desafío a la justificación y fundamentación racionalista y al significado teleológico de lo político que se apoyaba en la idea de la revolución.

El historiador Reinhart Koselleck (un schmittiano ya citado en anteriores artículos) reconoció que las características del realismo cristiano eran la crítica de la Ilustración y el nexo entre teología y política. El realismo cristiano agregó a la crítica de las ideologías utópicas una ontología histórica cristológica que se oponía a cualquier intento de articular la política con la corrección moral. Esta era la interpretación schmittiana de Maquiavelo y de la política que vimos antes. Particularmente una interpretación de la política que ‑lejos de reconocerla como el ámbito de la emancipación y la autonomía‑ la encorsetaba dentro de los límites establecidos por la teología.

El 19 de diciembre de 1947, Carl Schmitt escribió en su diario íntimo: “creo en el katechon (como algo que impide la llegada del Anticristo) para mi es la única forma posible de comprender la historia cristiana y encontrarle un significado”. Uno debería ser capaz de designar al katechon para cada uno de los 1948 años transcurridos desde el advenimiento de Cristo, “su lugar nunca ha estado vacío; si no fuera así, nosotros no existiríamos”.

Schmitt siempre se mostró fascinado por la contradicción caos/orden y desde muy temprano desarrolló su concepción de la teología política, un concepto polémico por cuanto fue pensado para oponerse a la secularización de la sociedad. La secularización, que promovió la Ilustración y que se manifestó patentemente en la Revolución Francesa, se basaba en una premisa: la separación de la Iglesia y el Estado. Para oponerse, la teología política rechazaba esa separación porque sostenía que, de producirse, se llegaría a la desaparición de la política.

Lo que la secularización veía como la posibilidad de un fundamento racional de la política, típico del Estado liberal, la teología política lo veía como un apartamiento del único fundamento real de la política (la unidad del trono y el altar) y por ende como una pérdida de legitimidad. Según Nicolás Guilhot, el teólogo Jacob Taubes (considerado uno de los más atentos lectores de la teología política de Schmitt) ha expresado perfectamente el significado de la secularización para el jurista católico: se trata de una categoría ilegítima porque, de últimas, la legitimidad se apoya en la revelación divina y no en la razón humana. Lo que queda claro en la teología política schmittiana es que la batalla contra la secularización, contra la separación de la Iglesia y el Estado, es una batalla por el dominio del Estado.

El mismo Guilhot señala que Schmitt no aboga por una reteologización de la política sino que, más bien, defiende la autonomía de la política pero al mismo tiempo advierte que dicha autonomía se basa en la constitución histórica de un orden territorial distinto aunque coexistente con el orden moral corporizado en las instituciones eclesiásticas de la cristiandad.

Para Schmitt, el producto final de la secularización modernista, de hecho, conduce a un Estado que es incapaz de prevenir su propio colapso. El elemento central de la paradoja schmittiana de la soberanía es que cualquier ordenamiento legal, requiere para mantenerse la existencia de un elemento que se encuentra aparte pero en relación con dicho orden, en la misma forma en que Dios se relaciona con sus criaturas. Según Schmitt esto es lo que el positivismo del siglo XIX olvidó debido a que no es cristiano sino ateo.

La supervivencia del Estado, como fuerza que históricamente se contrapone al caos, es en realidad lo que está en cuestión en la medida en que se desarrolla la secularización. La batalla contra el caos solamente conoce victorias parciales y limitadas y siempre se reanuda en el reino finito de la humanidad. Schmitt concentra su visión pesimista en la figura ambigua del katechon, una palabra de origen griego que ha sido traducida como “aquel que contiene”, “retiene” o “demora”. El concepto aparece en la Segunda Epístola que Pablo dirigió a los Tesalonicenses.

Según parece, el apóstol trataba de atemperar el entusiasmo escatológico de los cristianos de Tesalónica que amenazaba con perturbar el orden público. El katechon sería una fuerza mundana (que Pablo no define con precisión) que retarda o detiene la llegada del Anticristo que, a su vez, precede el regreso de Cristo y la parousia, el Reino de Dios, el Juicio Final, el Fin de los Tiempos.

El katechon le habría servido al apóstol Pablo para atemperar la impaciencia de los cristianos por la presunta inminencia del Reino de Dios y para explicar que el tiempo histórico era posible en tanto la llegada del impío que precede y anuncia el fin de los tiempos se retrasaría.

En cambio se puede comprender las razones por las que Schmitt apeló a la metáfora del katechon, a partir de 1942, como vehículo para su propia concepción de la soberanía y del Estado que opera en el reino subyacente de la imperfección, que no se prepara para establecer gradualmente el Reino de Dios en forma progresiva o teleológica sino que se limita a dilatarlo, luchando contra el caos y manteniendo el orden hasta que llegue el Juicio Final.

Schmitt, como Pablo, mantiene la ambigüedad del concepto escatológico, lo que ha dado como resultado muchas y diversas interpretaciones. El politólogo francés Nicolás Guilhot elude esa maraña y señala que la metáfora del katechon parece cumplir dos funciones en el plan general de la obra schmittiana: en primer lugar, el katechon posibilita una forma política desprovista de teleología. Al posponer o diferir “el fin de los tiempos” separa la política de las metas escatológicas; es una teoría política de alcance medio que protege a la comunidad de las ilusiones extremas del bien o del mal absolutos y se ubica en un terreno realista inmune a las utopías. En segundo lugar, el katechon representa la preocupación por la historia como posible sucesión de ordenamientos políticos específicos. Según Schmitt, a cada época histórica (inclusive a cada año) corresponde un katechon, una fuerza ordenadora que otorga la fisonomía y la estabilidad relativa del periodo.

No es casual, dice Guilhot, que Schmitt haya echado mano a esta alegoría en 1942, precisamente cuando el orden mundial venidero no estaba nada claro. Tampoco es casual que haya seguido empleándola desde 1945 para darle una cobertura teológica a la cuestión del equilibrio de poderes en un mundo polarizado. En 1950, el katechon retorna en la obra “The Nomos of the Earth”, el más importante trabajo de Schmitt en la posguerra, y aún después del fin de la Guerra Fría sigue siendo invocado.

Desde el punto de vista de la teología política, la revelación divina por sí sola (y no la razón humana) es la que legitima el orden político. Este aspecto escatológico permite comprender el fundamento de la teoría del caudillo providencial y mesiánico (el Führerprinzip) y el ensalzamiento de las dictaduras, la nueva legalidad impuesta a sangre y fuego por los cruzados de la fe, el anti liberalismo (la masonería es una de las bestias negras de los realistas cristianos) y el anticomunismo (el comunismo es el Gran Satán según esta concepción, el “reino del mal” de Reagan) que llevó a los fascistas y nazis, a los falangistas, franquistas y carlistas, a los guerreros de la Guerra Fría, a los ultrarreaccionarios de América Latina e incluso a algunos adalides del posmodernismo, a adoptar a Schmitt como su ideólogo de cabecera.

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