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CUANDO EL EXCESO DE PALABRAS HUELGA

 Publicado: 06/12/2017

"First they killed my father": Sin olvido y con perdón


Por Andrés Vartabedian


La Guerra de Vietnam o Segunda Guerra de Indochina (1955-1975), que se generara como producto del desconocimiento a los Acuerdos de Ginebra alcanzados luego de la Guerra de Indochina -aquellos que dividían la región de Vietnam en dos territorios: Vietnam del Norte y Vietnam del Sur-, contó con el respaldo de los Estados Unidos de América para las fuerzas de la zona Sur y de China y la Unión Soviética para las que integraban la región Norte. Camboya, cuya estabilidad dependía del frágil equilibrio sostenido entre los dos bloques de poder, ése que le permitía recibir ayudas de ambas partes, optó por la neutralidad ante el conflicto desatado.

Indochina fue, históricamente, el escenario del surgimiento de grandes reinos e imperios; entre ellos, uno de los más importantes fue el Imperio Jemer (siglos IX a XV). Los jemeres -tan conocidos a partir del genocidio- son uno de los grupos étnicos más antiguos de la región.

En 1965, Camboya comenzó a enfrentar importantes problemas fronterizos, tanto con Tailandia, que no aceptaba los límites del último período colonial, como con Vietnam del Sur, que inició persecuciones contra la minoría jemer que habitaba su territorio. Es en ese momento que el príncipe Norodom Sihanouk de Camboya se volcó decididamente hacia China y aceptó la instalación de bases del Frente Nacional de Liberación de Vietnam (Viet Cong) en sus fronteras, al norte. Mientras tanto, dentro de la mencionada política pendular de equilibrios, constituyó un gobierno de derecha proestadounidense.

En 1969, Estados Unidos inició los bombardeos sobre las posiciones del Viet Cong. Luego de catorce meses, y ante la imposibilidad de acabar con las bases comunistas rebeldes, sumó la invasión por tierra de terreno camboyano, junto con las fuerzas survietnamitas.

Un golpe de Estado afectó definitivamente a Camboya en 1970. El primer ministro, Lon Nol, tomó el control del país. Entre 1970 y 1975, Estados Unidos sostuvo su régimen con alrededor de 2.000.000.000 de dólares. Todo en función del apoyo a Vietnam del Sur. La mayor virtud del régimen golpista era su anticomunismo. Dentro de este panorama, comenzó a desarrollarse una brutal guerra civil en el país: por un lado, las fuerzas estadounidenses y Lon Nol; por el otro, los comunistas vietnamitas y un reducido grupo revolucionario, que creció rápidamente: el Jemer Rojo (Khmer Rouge, en su conocida denominación francesa). Si bien estos revolucionarios iniciaron su accionar contra lo que consideraban la tiranía de Sihanouk y los privilegios de la realeza, la corrupción del régimen de Lon Nol generó una falsa “coalición” entre el príncipe Sihanouk -intentando retomar el gobierno- y los guerrilleros -buscando el apoyo de la población a través de la popularidad y prestigio de aquél-.

Entre marzo de 1969 y enero de 1973 -fecha del retiro de las fuerzas de Vietnam tras su derrota-, Estados Unidos arrojó 540.000 toneladas de bombas sobre suelo camboyano, asesinando a decenas de miles de civiles. A pesar de su salida física de la región, el gobierno norteamericano siguió sosteniendo financieramente a Lon Nol. El caos y la destrucción que se instalaron en Camboya sumó más de 1.000.000 de muertes. Ante esta ola de violencia, y sumando una gran crisis económica -hiperinflación, cosechas destruidas, hambre generalizada-, la población de Camboya comenzó a ver con buenos ojos la aparición del Jemer Rojo y su antiimperialismo.

En 1960 había surgido, entre los jemeres comunistas de Camboya, el Partido de los Trabajadores de Kampuchea (Camboya era un nombre asociado al colonialismo; Kampuchea es en idioma jemer), que luego se transformó en el Partido Comunista de Kampuchea (1965). Saloth Sar, a quien luego se conoció como Pol Pot, lideró el movimiento. La mayoría de sus integrantes se integraron a la guerrilla, abandonando la capital. Fue a comienzos de los años 60 que el príncipe Sihanouk denominó a estos resistentes comunistas como “Jemeres Rojos”.

En las selvas del noreste, de grandes alturas, se desarrolló el movimiento que culminó cometiendo el genocidio. Manipularon a la población de aquellas zonas y comenzaron a reclutar fieles soldados a su causa; tan fieles como crueles. También en sus campos hicieron los ensayos de la sociedad que impusieron posteriormente. Su ejemplo fue la revolución china, pero intentaron ir más allá.

La población de las aldeas fue transportada a sus nuevos lugares de trabajo y residencia y los poblados fueron incendiados. Se inició así la creación de comunas a partir de sus principios radicales sobre la nueva sociedad a construir, castigando a todo aquel que discutiera sus directivas o intentara escapar. “Desaparecieron”, se decía. Con ellos, desaparecerían también las posesiones, la religión, la concepción de familia... La sociedad debía ser uniformizada.

Paralelamente, se separaron definitivamente de los comunistas de Vietnam, construyendo su propio modelo ideológico, basado en el marxismo-leninismo y en el maoísmo, pero de características únicas. Para 1974 ya controlaban el 85% del territorio de Camboya. El mundo se interesó por saber más de sus dirigentes. Sin embargo, resultó casi imposible. Ese misterio le dio a su poder una consideración que iba desde el respeto hasta el terror. Cuando el Jemer Rojo tomó Phnom Penh -capital del país- el 17 de abril de 1975, la resignación era total y la resistencia mínima. Incluso, hubo quienes los recibieron en tono de fiesta.

La capital fue evacuada inmediatamente. Sus habitantes se vieron forzados a abandonarla a pie, sin miramientos. Incluso los hospitales fueron vaciados. La ciudad de 600.000 habitantes contaba con 2.000.000 en ese momento producto de la guerra civil. Los automóviles se apilaron junto a televisores, heladeras y otros artefactos y se consumieron en grandes fogatas. Todos los centros urbanos importantes del país vivieron lo mismo. Las ciudades habían vivido a costa del campo, eran símbolos burgueses y de corrupción, sostenían.

La nueva sociedad sería agraria o no sería. Se debía volver a la tierra. Kampuchea debería abastecerse con sus propio recursos, basada en el arroz. Se necesitaban canales de agua para multiplicar los arrozales. La imagen del Imperio Jemer retornó con la idea de una vuelta al origen. Todo símbolo de la sociedad anterior, construida sobre bases capitalistas, debía desaparecer. Al igual que todos los individuos a los que se considerara “burgueses”, “enemigos de clase”.

A partir de ese momento, todos responderían al Angkar Loeu (“Organización en las alturas”), una especie de entidad superior, que todo lo sabía, que todo lo veía, pero que a su vez era cada uno de los individuos. El Angkar decidiría sobre la vida y la muerte; sabría si mentían o no, si cumplían con la misión que tenían asignada o no. El Angkar no se equivocaría. Se transformaría en el regulador de todos los aspectos de la vida, desde la prohibición de la propiedad privada y el rezo hasta la regulación de las relaciones sexuales entre las parejas, pasando por la imposibilidad de utilizar vestimenta de colores, conservar objetos provenientes de las ciudades, manifestar los sentimientos... Sus mandamientos se repetirían a lo largo de toda la jornada de trabajo. Se separaría a los niños de sus padres a partir de los siete años y se los educaría sobre criterios estrictamente políticos. Ellos se convertirían en los soldados y policías del régimen. Espiarían, delatarían, y solo responderían al Angkar.

Las fuerzas del gobierno anterior -militares, funcionarios- fueron las primeras en ser castigadas, incluyendo a sus familias. Los extranjeros fueron expulsados -alguno, asesinado-. Las fronteras fueron cerradas, alambradas y minadas. Las embajadas, clausuradas en su mayoría. Todas las comunicaciones con el exterior se suspendieron.

En la nueva sociedad de esta Kampuchea liberada, no había lugar para la discrepancia. El rigor fue implacable. Algunos sujetos fueron considerados insalvables. Por su “contaminación” era imposible reeducarlos. Todos los que habían recibido educación eran potencialmente peligrosos; podían ser agentes del imperialismo o representantes de los valores burgueses por el solo hecho de haber leído. Maestros, intelectuales, profesionales, estudiantes, debían ser eliminados, “desaparecer”. Se llegó al extremo de asesinar a quienes utilizaban lentes, ya que demostraban haber leído. El método habitual: un mazazo en la nuca; el pico y la azada también se convirtieron en armas. Las municiones se preservaban. El bosque escondía las ejecuciones y las pilas de cadáveres.

En las cooperativas de labor comunitaria, en las selvas desmalezadas para edificar las cabañas rudimentarias que habitaban, la gente trabajaba entre 15 y 18 horas al día, los siete días de la semana. Dos raciones de arroz era todo lo que recibían por alimento. La medicina y los cuidados fueron inexistentes. Así, la mayor parte del grupo nacional camboyano murió de hambre, agotamiento, y de las enfermedades que esto conlleva.

A ellos se le sumaron los grupos étnicos y religiosos que, al representar épocas pasadas y valores opuestos a la ideología jemer, tendieron a desaparecer: vietnamitas, chinos, monjes budistas, cham -jemeres musulmanes-, thais -tailandeses-. Junto a los seres humanos, desaparecieron las tradiciones del arte, la religión, la gastronomía; las pagodas fueron destruidas o convertidas en graneros[2]

Buena parte de esta información -aunque no toda- aparece hábilmente manejada y sutilmente distribuida, por parte de Angelina Jolie, a lo largo de First they killed my father (“Primero mataron a mi padre”). Igualmente, hay quienes le han reclamado una mayor contextualización a su historia. Conocer más siempre colabora en una mayor comprensión de los fenómenos y en evitar la simplificación del análisis. Sin embargo, a los efectos del desarrollo dramático, no es necesariamente conveniente el exceso de información; la que, muchas veces, se incorpora a la narración de forma notoriamente forzada.

A lo mencionado, aquí se le suma un factor de estricta relevancia a la hora de interpretar la cantidad de información histórica recibida: el hecho de que el relato está centrado en una niña de cinco años al inicio de las acciones y de nueve cuando éstas dejan de tomar la pantalla, a través de cuyos sentidos observamos y percibimos todos los avatares detallados. Por lo tanto, la elección realizada por Jolie en cuanto al manejo de datos de contexto aparece como acertada y, fundamentalmente, coherente con la decisión inicial: la del lugar desde dónde ejercer el relato.

Ese lugar, sin dudas, es también un lugar de muchísimo respeto: hacia su historia, hacia sus personajes, hacia sus espectadores, pero sobre todo, respeto hacia el país del que habla -ese que le ha dado la ciudadanía en 2005, ese en el que ha nacido uno de sus hijos, aquí ya productor ejecutivo-, respeto hacia sus habitantes, hacia su padecimiento, hacia el dolor en general, hacia la vida. Si hasta excesivo asoma el respeto hacia lo atroz; un respeto, quizá, mucho mayor de lo que lo atroz en sí mismo merece. De todos modos, sea bienvenido el respeto. Siempre.

Y el respeto se deja ver desde los propios títulos hasta los créditos, todos en idioma jemer; en la elección de ése, el idioma oficial, para el rodaje del filme; en la decisión de que todo ese rodaje se llevara a cabo en la propia Camboya; en el empleo de un  importante equipo técnico y de actores locales para el mismo; en la participación en el guión de la propia autora de las Memorias en las que se basa la película, Loung Ung; en la colaboración de Rithy Panh en la producción -el mayor, y gran, realizador de largometrajes documentales sobre el genocidio camboyano, él mismo sobreviviente-; en el estreno de la obra en la propia Siem Riep, a 8 kilómetros de la antigua ciudad sagrada de Angkor, que fuera el epicentro del Imperio Jemer, destruída en el período de la Kampuchea Democrática. Lo más importante: el respeto se percibe genuino.

Ni qué hablar de la propia historia. La de esa niña de posición acomodada en la Camboya de 1975 (una sutil, bella e impactante interpretación de Sareum Srey Moch) que comienza a ver cómo su familia parece desmembrarse producto de las nuevas circunstancias históricas y del cambio radical que los coyunturales vencedores imponen en todo su mundo conocido. Niña que tiende simplemente a seguir a su familia al inicio de los acontecimientos, con su mirada llena de inocencia, asombro y extrañeza, y comienza lentamente a crecer en el dolor, aprende a adaptarse a las circunstancias y a leer las condiciones de su entorno, para pasar a tomar decisiones desde la templanza y a sentir cómo la guerra y el horror se reflejan en sus ojos. En términos cinematográficos, literalmente.

“Espero que Keav no tenga que volver aquí”, concluye, luego de que su hermana ‑poco mayor que ella- intentara explicarle, ante su requerimiento, el proceso que siguen los muertos antes de su reencarnación. Keav era uno de sus hermanos varones.

Y sus ojos sutiles -muy bien aprovechados por una perspicaz Jolie- delatan la compasión, la solidaridad, el dolor, cierta furia. Si hasta parece increpar levemente a sus padres, y particularmente a su padre, pretender una explicación, ante la aceptación de aquéllos de la partida de sus hermanos a la primera orden impartida por el Angkar. Aún no entiende que las familias ya no existen.

Todo este trabajo de planos y de rostros está apoyado por un cuidado diseño de imágenes y sonidos. Edición de sonido y fotografía que nos sumergen en ese mundo niña y nos trasladan a sentir más que a pensar. Lo onírico, por momentos, gana la partida -no en todos los casos con el mismo tino-, y es así que se entrecruzan el sueño, la fantasía y el deseo en contraposición a la crudeza del entorno en el que la han obligado a ingresar. Tal vez ello sostenga su accionar, ya que algunos gritos se pierden en el silencio de otras voces. Tal vez cierta distorsión de la lúcida conciencia ayude a mantener la mirada.

Y de repente, entre detonaciones de minas personales -de esas que han matado a más de 25.000 camboyanos desde 1979, y han amputado a otros 40.000-, una madre que corre con su bebé en brazos, logra sortearlas. Y allí, en el medio de la mugre, parece asomar la esperanza casi como en mensaje de futuro posible.

Y de repente, entre los insultos, los gritos y los golpes -de puño, de palo- a un jemer rojo capturado por parte de los propios refugiados camboyanos, alguien grita, y la turba enfurecida -justamente enfurecida- retrocede y se aleja. Mientras tanto, la niña ve a su padre en él, a su padre asesinado por él -no por él propiamente, por lo que él representa-; su imagen aparece y desaparece, como los sonidos del entorno -nada es claro en ese contexto-, pero allí permanece y contempla. Lo contempla. Y él se inclina. Ella se aleja. Y nosotros podemos pensar en otra niña que llora por otro padre asesinado. Y cierto cólera se aleja. Y quizá sea posible reconciliarse con aquello de lo humano que nos rescate de tanta mierda. Quizá. Sólo quizá. Si podemos verlo. Si queremos verlo.

Y allí entendemos que durante todo el filme hubo cierta serenidad en la mirada. Cierta serenidad que se aproxima a lo trascendente. Y ciertas decisiones de la realización de Jolie adquieren otro sentido; más profundo, más relevante. Y se siente bien. Y reconforta.

Porque en sociedades en las que el gris fue casi imposible y todo pasó a ser el blanco y negro del “bien” y el “mal”, de víctimas y perpetradores, y todos estuvieron sujetos a bandos -por decisión o imposición-, la población involucrada en el proceso genocida fue casi toda la conocida. Y dado el hecho de que la convivencia posterior no está sujeta a plebiscito y es un dato de la realidad más simple y concreta, continuar la vida sin perdón es -quizá- paralizarse encadenado a la ira y al dolor.

Y no sabemos si es necesario precisar. Pero perdonar es sólo posible al recordar.

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