Compartir
APUNTES SOBRE POLÍTICA Y COMUNICACIÓN DE IDEAS
¿Para quién se está hablando?
Por Rodolfo Demarco
Vale consignar, al comenzar estos apuntes, que en política lo más importante es el programa y su puesta en práctica. O sea, las ideas que se transforman en hechos con el propósito de alcanzar determinados objetivos a favor de la sociedad, enfatizando en tales o cuales aspectos, priorizando a unos u otros sectores. Aquí no se hará centro en esos aspectos de contenido, o programáticos, sino en el vínculo entre la política (sus actores, programas, acciones) y la ciudadanía, centrado en este caso en lo que se podría resumir con el término “mensaje”. O, también podría decirse, en la relación entre contenido y forma; o entre emisores y receptores del mensaje político.
Hacer política para sacarse las ganas, para descargar el malestar o la bronca contra tal o cual partido, gobernante o dirigente, es una muy mala manera de encarar esa actividad fundamental para una sociedad. El objetivo debería ser, siempre, convencer y promover el involucramiento de los ciudadanos en la construcción de un país mejor. Para ello no hay nada que sustituya los argumentos sólidos y bien planteados.
Ningún ciudadano cambiará de opinión por escuchar o leer calificativos contra el partido con que simpatiza. Al contrario, si no es convencido de que su propuesta no es buena, tenderá a sentirse ofendido por los calificativos hacia los políticos en quienes cree y seguramente se vea empujado a identificarse aún más con ellos.
Un altísimo porcentaje de mensajes en las redes solo generan rechazo en las personas a las que supuestamente van destinados. Es una patología que parece extenderse: al buscar réditos políticos comentando crímenes como los que recientemente costaron la vida a niñas, al pronunciarse sobre el gobierno o un partido o un dirigente político, al opinar acerca de propuestas sobre los más diversos asuntos. Se trata de expresiones que, lejos de convencer, alejan más a las personas, a las que supuestamente debería intentarse convencer.
Pero no es necesario recorrer las redes para encontrar esa distancia entre emisor y destinatario. También es frecuente encontrarlo en los mensajes de profesionales de la política. Muchas veces parecería que no conciben dirigirse a un público que piense diferente a ellos. Solo para poner un ejemplo: es muy frecuente que un legislador comente ante el público una iniciativa parlamentaria sin darle al destinatario las referencias imprescindibles para que se ubique frente al tema, para que pueda contextualizarlo y comprender de qué se trata, más allá de la terminología técnica que, naturalmente, un parlamentario necesita utilizar en sus intervenciones en cámara. Les sucede incluso a figuras con vasta experiencia política.
Pero también se incurre en lo opuesto: incluso con barras vacías y en sesiones no trasmitidas por radio o televisión, muchos legisladores practican un estilo de discurso de barricada, como si se estuvieran entrenando para las campañas que se iniciarán en 2019 y no argumentando ante sus pares.
Hablar para nadie puede resultar fácil y cómodo, aunque no se ha demostrado que tenga utilidad.
Pero se trata también de un divorcio entre el contenido y la forma del mensaje, lo que muchas veces es consecuencia de que aquel no está claro ni para el propio emisor.
En cualquier caso la efectividad en la comunicación depende de la adecuada expresión de los argumentos. No todo el mundo tiene facilidad para escribir o hablar. Ya se sabe. Y muchas veces da la impresión de que no se intenta un mínimo esfuerzo para superar esas limitaciones. Pero no se trata únicamente de limitaciones expresivas, ante las que a veces se pone como excusa una presunta o real “falta de tiempo” (lo que es una falta de respeto al destinatario, o sea, al ciudadano).
Un texto innecesariamente extenso y descuidadamente escrito, o una exposición verbal confusa y desordenada, pueden ser consecuencia de cierta lejanía e indiferencia respecto al destinatario. En algunos casos porque inconscientemente se lo subestima, creyéndose que ciertos temas no son para él; en otros, por el contrario, se sobreestima su capacidad de comprensión o su voluntad de tomarse el trabajo de pasar en limpio lo que escucha o lee. Y en otros casos el destinatario ni siquiera existe: el que emite el mensaje habla o escribe sin plantearse ante qué “público” está. Son frecuentes los actores políticos (también sucede en otros ámbitos) que tienen un solo discurso, o un molde inamovible de discurso; no adecuan las características del mensaje al público presencial o virtual, real o hipotético.
La subestimación por la forma es de alguna manera incapacidad política. O alejamiento de la gente, lo cual ‑políticamente hablando‑ es sinónimo de lo segundo.
Entre otros múltiples y diversos aspectos que merecerían un amplio desarrollo, se encuentra la demagogia, sobre cuya práctica en estos tiempos políticos uruguayos podría ejemplificarse con abundancia. Expresa de manera perversa la falta de respeto a la inteligencia de los demás, la irresponsabilidad en el manejo de las cuestiones más importantes para la vida de una sociedad.
Resulta abrumadora la proporción de mensajes (discursos, conferencias, declaraciones, artículos, tweets, textos de Facebook, mensajes de voz o correo electrónico) mal dichos o mal redactados, o formulados ex profeso para engañar y hacer demagogia. Y cuando se trata de política, o sea, de llegar a los demás con contenidos sobre cuestiones que se relacionan con la vida de las personas y la marcha del país, el problema no solo puede tener consecuencias negativas para quien incurre en esa práctica. También, lo cual es muchísimo más importante, se erosiona la comunicación; es lesivo para el sistema político en la medida en que se empobrece y distorsiona el intercambio de ideas en la sociedad. Eso sucede con demasiada frecuencia, y es preocupante.