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UN LIBRO QUE VALE LA PENA LEER (I)
La senectud de la democracia
Por Fernando Rama
El pequeño ensayo que pretendemos glosar[1] posee dos hilos conductores. Uno: el envejecimiento de la población que se verificará en los próximos decenios. Dos: el envejecimiento de la democracia en aquellos países en que esta forma de gobierno se proclama como existente. El primer asunto plantea problemas complejos y sobre los cuales vale la pena reflexionar. La senectud de la democracia obliga a replantearse numerosas cuestiones que nos permiten reflexionar sobre el futuro y las posibles soluciones. En este artículo nos referiremos a este aspecto, dejando para una próxima contribución el tema del envejecimiento biológico de las poblaciones humanas y sus consecuencias.
La democracia ha tenido, en Europa y en los países creados bajo la égida europea, entre ellos Uruguay, un modelo fundacional: la democracia ateniense. Fue éste un modelo de comunidad política basado en dos aspectos facilitadores: uno de índole económica que fue la existencia de la plusvalía generada por el trabajo esclavo y otro de naturaleza geográfica, la conformación del Peloponeso en pequeños espacios reducidos limitados por ríos y montañas.
Olalla detalla los valores fundamentales de la democracia ateniense en la carta que le envía a Marco Tulio Cicerón, el creador del lenguaje filosófico romano en base al extraordinario desarrollo de esta disciplina en Grecia. Estos principios fueron la isonomía (igualdad política); isegoria (igualdad en el uso de la palabra); parrhesia (la virtud de atreverse a usarla para decir la verdad); boule (la voluntad de participación en lo común); eunomia (la vocación de la ley por la justicia); dike y aidos (el sentido de la justicia y de la vergüenza); dikaiosyne (la justicia en sí misma, cuya falta es el único mal verdadero); seisachtheia (la supresión de las deudas que conducen a la esclavitud); eleos (la piedad como igualdad ante el dolor y la desgracia ajenos); paideia (la educación, en el sentido de cultivo permanente de la personalidad); aristeia (la excelencia como proyecto individual y colectivo); eleutheria (la libertad como atributo inalienable del ser humano); eudaimonia (la felicidad como realización plena de la personalidad y como razón de ser del Estado).
Esta enumeración le permite a Olalla señalar lo siguiente: “Si la democracia se encuentra envejecida, no es, a mi parecer, más que por una causa: porque ha dejado de ser fiel a su esencia, que es lo que de verdad la nutre y hace de ella un proyecto eternamente joven; fiel a la esencia de sistema ideado para que el ser humano pueda aspirar a realizarse como animal político.”
En esta carta imaginaria Olalla alude, al dirigirse a Cicerón, al drama que significó la pérdida de la Res Pública en Roma, y su substitución por el Imperio. Recuérdese que Cicerón pagó con su vida la defensa de la república romana. Y así como esa batalla se perdió, también se ha perdido la esencia de la democracia en nuestros días: sólo “un nombre vacío usurpado por los poderosos como una bella máscara con la que sonreír con dulzura y ganar la aquiescencia mientras se sirve únicamente del interés propio”.
Atenas descubrió, según Olalla, que la igualdad política debe ser el camino que lleve a compensar la desigualdad económica. No es lo que ocurre, sin embargo, en aquellas sociedades que invocan la democracia como nombre de usurpación. Ocho potentados acumulan mayor fortuna que media humanidad junta; diez sociedades mueven más dinero que casi todos los Estados de la Tierra juntos. Votar para elegir representantes no sirve de mucho cuando uno de cada ocho seres humanos se acuesta cada día con hambre. “Vivimos en un mundo marcado por la desigualdad, en un mundo donde el poder y la riqueza, en lugar de tender –como la democracia quiso– a una distribución más justa, corren a concentrarse peligrosamente en menos manos cada vez. Hoy el dinero manda sobre la economía, la economía sobre la política y la política, de forma coercitiva, se impone sobre la sociedad y la naturaleza”.
En los dos milenios que nos separan de Cicerón todo ha cambiado, en especial por obra de las máquinas. Y todavía veremos cambios aún mayores en virtud de la actual revolución tecnológica. “Se abren interrogantes acerca de todo: los alimentos, el agua, la energía, el trabajo, la libertad, el tiempo, la verdad, el sentido”, señala Olalla. Pero hay algo que no ha cambiado y es quien tomará las decisiones. Sin duda las tomará quien tenga el poder y tal como van las cosas las grandes líneas decisorias estarán cada vez más lejos de nosotros. Aludiendo sobre todo a Europa, Olalla sostiene que se crean organismos supranacionales, no para hacer que la justicia llegue a todos sino para mermar la soberanía de los pueblos sobre su territorio; se debilitan las fronteras, no para permitir el tránsito de las personas, sino para difuminar la jurisdición de las leyes; se crean tratados de libre comercio no para favorecer a quienes compran las mercancías, sino para blindar los intereses de compañias apátridas frente a los tribunales y las leyes de los Estados. Aún más: se facilitan las vías para que los más ricos evadan sus impuestos.
Frente a toda esta injusta realidad, ¿cuáles son las propuestas de Olalla para invertir el flujo, para rejuvenecer la democracia, para volver a sus viejos principios?
En primer lugar para reconquistar la política, para rejuvenecer la democracia, necesitamos ciudadanos. Esta urgente tarea de hacernos ciudadanos para recrear la democracia no es tarea fácil, pero es el camino. Y no es tarea de jóvenes o viejos: es tarea de todos, de hombres y mujeres en todas las edades. “Pero dada la circunstancia de la longevidad en nuestro tiempo, es seguro que el protagonismo en dicha empresa habrá de recaer, en gran medida, sobre una población de senes, y que, ya desde ahora, estamos abocados, por tanto, a una suerte de senectus política”.
Otro aspecto que Olalla rescata de la antigüedad griega es el rol del dinero. Nos recuerda que cuando en Grecia se comenzó la acuñación de moneda llamaron al dinero nomisma, otorgándole un nombre de la misma raíz que el nombre de la ley (nomos). Señala el autor que los griegos eran conscientes de que el dinero, asi como la ley, emana del acuerdo entre los hombres, toma de ese acuerdo su valor y es, por lo tanto, un instrumento para la acción política por la que éstos deciden regirse a sí mismos. No es eso lo que ocurre en la actualidad: la potestad de crear el dinero ha sido arrancada del tronco de la ley y entregada a un grupo de particulares. “Hemos sucumbido al engaño de otorgar a un puñado de banqueros y especuladores la facultad de financiar a los Estados y a los pueblos cobrando intereses reales por un dinero que crean de la nada en forma de deuda.” Por eso, remata Olalla, “uno de nuestros retos más urgentes es hacer que la legítima potestad de crear y controlar el dinero regrese a manos de la sociedad y de sus mecanismos democráticos de gobierno; porque si no cambiamos esto, jamás conseguiremos cambiar nada: seguirán imponiendo sus deseos quienes crean y explotan la deuda, y dentro de unos años, pocos, todos los recursos de la Tierra y toda esta hermosa riqueza que la humanidad ha generado a lo largo de su historia serán, sin duda alguna, su propiedad privada”.
Siempre apoyándose en las enseñanzas de la antigua Grecia, Olalla aborda el problema del trabajo. Señala que durante siglos hemos sido educados para el trabajo, asumiéndolo como virtud, como sacrificio, como obediencia, como una alienación inevitable. Pero ahora, cuando las sucesivas revoluciones tecnológicas nos substituyen en el trabajo, ¿por qué no cambia nada a este respecto?
“Yo creo, Marco, que la inmensa mayoría saldría ganando si el trabajo dejara de ser aquel tripalium con el que, en tu tiempo, se sometía a las bestias y se torturaba vergonzosamente a los esclavos, para volver a ser aquella otra labor que estimulaba a los mejores y era, en sí misma, placer y recompensa”. ¿Cuál es la actual realidad? Apenas una de cada diez personas se interesa por su trabajo: el resto lo soporta o muchos lo detestan. Y más, debemos considerar que más de doscientos millones de seres humanos carecen de acceso al trabajo. En este mundo en que la riqueza producida aumenta, las rentas del trabajo disminuyen, mientras crecen las del dinero y la especulación. Hace dos siglos nueve de cada diez personas trabajaban la tierra para conseguir el sustento de todos; hoy, con dos de cada cien que la trabajen es suficiente para alimentar a la enorme población existente. “¿No sería la reducción del trabajo imperioso el signo más inequívoco del progreso social?”, señala Olalla a modo de corolario.
Otro motor del cambio posible es, según nuestro autor, dejar de lado la idea de subsidio por la de la redistribución. Hay que dotar a cada ciudadano con una renta mínima independiente del trabajo. La idea de dotar a cada ciudadano con una renta mínima no es subsidio ni beneficencia sino el reconocimiento de su participación legítima en la riqueza común. Según Olalla llevar a cabo esta empresa –que el autor no plantea como utopía sino como algo realizable– permitiría a los empleadores contratar en condiciones dignas por menos dinero a más personas, aumentaría el poder adquisitivo de la gran base de la población y haría innecesario ahorrar grandes sumas para asegurar una vejez sin miedo a la precariedad.
Otra idea original de Olalla se refiere a la justa conquista del voto femenino en tiempos históricamente recientes. Se trata, según nuestro autor, de un avance social pero no de un logro político, pues el poder político de todo ciudadano, hombre o mujer, es ahora incomparablemente menor al que tenía en la democracia ateniense.
La revitalización de la democracia pasa por la participación directa en la toma de decisiones y en la definición del interés común. Algunos pueden argüir que esos mecanismos ya existen, pero en los hechos el votar cada cuatro o cinco años las promesas de un partido no obligado a cumplirlas, financiado por los poderes fácticos, no es gran cosa. Tenemos también el referéndum, pero en Grecia, en cuarenta años de “democracia” moderna, sólo fue celebrado un referéndum y luego se realizó un segundo, que arrojó un claro no a las políticas de quien lo convocaba, lo que no impidió que el resultado fuera interpretado como un sí mediante argucias jurídicas. Para limitarnos a Europa digamos lo trasnochada que fue la tramitación del Brexit, tal vez el prólogo del fin de la Unión Europea, agrego yo.
Otra propuesta que Olalla trae a la discusión es la posibilidad de dotar a los parlamentos de consejos ciudadanos que evalúen las políticas públicas para ponderar con objetividad su eficicacia, crear plataformas ciudadanas de denuncia y propuesta política, con estatus reconocido y carácter estable. Se debe dotar a los parlamentos no sólo con voces de políticos fieles a los partidos sino con voces emanadas libremente de la sociedad civil; convertir los referendos en un ejercicio de soberanía sustancial y frecuente. Construir el futuro mirando a los orígenes –la democracia ateniense– no significa reproducirlos tal como existieron en aquel lejano momento, sino seguir buscando lo que los griegos de Atenas buscaron.