Compartir
EL URBANISMO DEL MIEDO
La dura calle
Por Néstor Casanova Berna
La ciudad que poblamos corresponde a un orden social segmentado en donde cada estrato socioeconómico se apropia de un enclave insular, se confina allí creyéndose a salvo y cuida que se clausuren sus fronteras. Los muy pudientes ya no creen decoroso compartir su lugar de residencia con la chusma y se recluyen en urbanizaciones privadas. Los simples pudientes optan por seleccionar las regiones especialmente favorecidas de la ciudad levantando muros invisibles de valor del suelo que cierran el paso del pobrerío. Los que se las arreglan más o menos coexisten en la ciudad corriente a costa de sofisticadas cerraduras y aparatosas rejas. Y los humildes son desplazados a las periferias, en vecindarios que suelen lindar con asentamientos de infraviviendas. En no pocas ocasiones una calle o una avenida marca en la sufrida piel del territorio una frontera socioeconómica. A ambos lados del linde, los habitantes se fisgan con no poca desconfianza.
Pero, al final, lo que queda de esta ciudad de enclaves es la pura y dura calle, donde pernoctan como pueden los perdedores sociales de la lucha por la supervivencia. Tal como lo ha reconocido la cultura popular -que mucho sabe de antropología urbana, sin creerlo-, la ciudad queda reducida a no más que la calle por antonomasia, el lugar reservado para que los habitantes corran presurosos desde sus enclaves a producir y a consumir. Mientras tanto, los náufragos de la catástrofe social y económica se contentan apenas con algún precario reparo de la inclemencia generalizada. La ciudad, reducida a la pura y dura calle, constituye el no-lugar hostil que aguarda amenazante al acecho del destino de los ciudadanos.
De producir a consumir
Es así como los paseos distendidos por el paisaje urbano dejan lugar a los deslizamientos furtivos: en efecto, pareciera que calles, avenidas, plazas y parques dejaran de tener elementos en donde posar la mirada complacida para sustituirse por torvos desfiladeros en donde es preciso andar con cuidado. Esta mutación no nos sale gratis, porque remarca que, si no estamos produciendo, entonces debemos, por fuerza, consumir. El espacio público queda reducido a un mero intersticio residual en donde es preciso circular rápido y alerta.
Mientras tanto, los habitantes se guarecen en reductos que entienden asediados. Tanto los lugares de trabajo como los de residencia son rigurosa y ostensiblemente vigilados. Más allá de la prudencia defensiva razonable, es preciso erigir rejas, cercas electrificadas, alambradas de púas, perros homicidas y demás recursos de antipatía y hostilidad con los Otros. La geógrafa urbana Alicia Lindón ha encontrado una precisa denominación para estos enclaves: la casa bunker.
Por otra parte, la sagrada operación de consumir debe celebrarse ahora también en un reducto vigorosamente vigilado y puesto a salvo de las tentaciones y violencias de la desigualdad. Al amparo del falso cielo de los centros comerciales, los oficiantes respiran a sus anchas sabiéndose a resguardo de los inoportunos. Y así se nos va la vida a los urbanitas cabalmente integrados al sistema: de la residencia fortificada al sitio de producción protegido y de allí, a consumir al centro comercial, que la vida es corta y azarosa…
Mientras tanto, en el afuera hostil, vagas sombras se deslizan amenazantes e hirientes: son los espantajos del miedo que solo pueden ser escrutados atrás de las ventanas blindadas de los automóviles. Es que la calle está dura.
El espacio público como amenaza, escrutinio e injuria
En la ciudad en que vivimos domina la incertidumbre como una partera de todas las amenazas reales e imaginarias. Se podría decir que de lo que tenemos miedo, en el fondo, es de la falta de previsibilidad que tiene nuestra situación tanto social como familiar y personal. Como no puede ser de otra manera, la incertidumbre es hostil y nadie queda a salvo. Y si la incertidumbre es hostil, cualquiera se puede volver violento o temeroso, cuando no quedar preso en ambas condiciones.
Así es que el espacio público se ve atravesado por un juego frenético de miradas, escrutinios y pesquisas. Si el avance del desarrollo urbano conduce a la sustitución de la interacción verbal en beneficio de la mirada indiferente que es marca distintiva de una urbanidad formalmente civilizada que ha desplazado a una comunidad intensamente poblada, este juego de fisgoneos huidizos no hace más que sofisticarse. Con la actual proliferación de cámaras es de suponer que ya ninguna nimiedad de nuestro andar callejero queda a salvo del escrutinio de los taciturnos ojos del Poder... Pero las cosas se ponen preocupantes cuando tras las acechanzas visivas se deslizan todo género de pesquisas. Todos estamos ostensiblemente vigilados: razón de más para huir rápido de la dura calle hacia el búnker que nos abriga.
Cada día nos tropezamos con más sujetos sintecho, que yacen por ahí, a la vista inmisericorde de los apurados viandantes: son cuerpos fuera de lugar, son los expulsados de cualquier sitio, constituyen la avanzada ominosa del efecto de la incertidumbre. Es que a la ciudad le sobran náufragos. Esta situación parece conformar la última y definitiva injuria que esta sociedad y su ciudad le infligen a sus habitantes. La ciudad hoy es menos un lugar habitable y habitado que un espacio mercantilizado excedido de pobladores integrados, esto es, habitantes productivos y consumidores que retroalimenten el circuito hegemónico de la producción y la reproducción social. Pero cada peatón nervioso que esquiva con meticulosidad estos bultos está tácitamente amenazado a su vez. Porque a la ciudad cada vez le sobra más gente. ¿Quién será el próximo sobrante?
En efecto, la calle está dura.
Excelente reseña del acontecer ciudadano, esta ciudad que adquiere día a día un carácter de esperpento cruel está muy bien retratada al igual que la sociedad que la habita.
Muchas gracias por tu comentario. En efecto, lo que vemos en la ciudad es una suerte de espejo para examinar la propia realidad social.