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CONFLICTO EN EL LICEO IAVA

 Publicado: 03/05/2023

Las autoridades educativas: ellos son los que mandan


Por Julio C. Oddone


La cuestión es saber quién es el que manda..., eso es todo”. Así termina Humpty Dumpty una conversación con Alicia en uno de los tantos cuentos inspirados por Lewis Carrol.[1]

De la misma forma asistimos a una nueva versión autoritaria de la Dirección General de Educación Secundaria (DGES) separando del cargo e iniciándole sumario al director del Liceo N° 35 (Instituto Alfredo Vázquez Acevedo) de Montevideo.

Las razones y fundamentos esgrimidos por la administración se basan en una “insubordinación” por parte del director del centro educativo respecto al espacio del salón gremial ubicado en el edificio y que es utilizado por las y los estudiantes.

Estas acciones de la DGES no son nuevas, vienen dándose desde hace tiempo y se inscriben en un accionar autoritario, represivo e intimidatorio para con quienes trabajan en la educación. Sin ir más lejos, recordemos el proceso sumarial y disciplinario contra un grupo de docentes en el departamento de San José.

Todas estas acciones configuran una concepción del relacionamiento con las y los trabajadores docentes basado en el ejercicio del poder desde una subordinación a la autoridad de turno.

En el relacionamiento con el poder y con la autoridad podemos identificar diversas actitudes de las personas. 

La primera, que podemos considerar como indiferente, está reservada a aquellas personas a las que no les interesa develar las formas y las circunstancias en las que ese poder se ejerce. La segunda, la subordinación, es una actitud consciente de quienes acatan órdenes, pero consideran que no existe ningún camino posible para enfrentarlas. A la larga o a la corta, esta actitud también desemboca en una resignada indiferencia y ambas terminan, por uno u otro camino, en una obediencia no crítica.

La autoridad no significa, no debería significar, autoritarismo, y ejercer tal autoridad no debería llevar a quienes mandan a un camino de imposiciones.

La tercera forma, como la concebimos, es la insubordinación. Pero aquí se nos presenta un problema: el término en sí mismo no es aplicable a un ámbito educativo y sí debe aplicarse en aquellos ámbitos donde es requerida una obediencia ciega a una forma de autoridad. Concretamente, nos referimos al ámbito militar o policial de donde el término proviene: en ese ámbito la obediencia del subordinado a la autoridad debe ser ciega y sin cuestionamientos.

En el ámbito educativo no es posible hablar de subordinación y, por lo tanto, de su contraparte, la insubordinación. Mucho menos castigarla. Debe ser un ámbito esencialmente democrático.

La DGES, en la persona de su directora general, la Prof. Jenifer Cherro Pintos, ha elegido el camino del autoritarismo al calificar como “insubordinación” las acciones del director del IAVA.

El hecho educativo, todas las acciones con las y los estudiantes deben contribuir a la formación de personas libres, críticas, a la conformación de ciudadanas y ciudadanos que ejerzan su rol en un ámbito democrático.

En cada asignatura, el rol docente no puede estar de espaldas a las injusticias sociales u obviar el rol esencialmente transformador de la tarea de enseñar. Además de los conocimientos propios de su disciplina, la denuncia de las injusticas sociales y la utopía de la transformación social deben ser parte integrante del rol de cada docente.

No existe una educación verdaderamente democrática si no es, en sí misma, liberadora: es un compromiso ético y político. 

Este compromiso debe ser tomado como una militancia política que no debe entenderse como político-partidaria. Va más allá de una opción por un determinado partido político o determinada opción electoral: es una militancia por una utopía, por una denuncia de las injusticias sociales y por develar sus causas, para que esto conduzca a la transformación de la sociedad. 

Las profesoras, maestras o profesores que se declaran neutrales, que su pedagogía se limita a enseñar su asignatura y que considera que no debe ir más allá de eso, sin entrar en esas cuestiones “de política”, en realidad, escamotean la verdad a sus estudiantes. Quienes así actúan, caen en lo que Freire (1993) denunciaba como voluntarismo o espontaneísmo irresponsable, lo que para nosotros representa una estafa pedagógica.

Esto es una práctica educativa que, en lugar de develar las prácticas de opresión, en lugar de denunciar la lucha de clases evidente, en lugar de denunciar el autoritarismo de ciertas prácticas pedagógicas y de conducción de la educación, las oculta en una indiferencia cómplice.

La cuestión es, entonces, conformar y caracterizar ese compromiso ético como un elemento distintivo de una práctica educativa liberadora por sobre una pedagogía continuista, mecánica y acrítica que tienda a develar las prácticas autoritarias que atraviesan nuestra educación hoy en día y desde hace muchísimo tiempo.

En todo este proceso de conflicto de la educación y, en particular, en el conflicto en torno al liceo IAVA, identificamos diversas prácticas autoritarias y antidemocráticas de la clase política y los grandes medios de comunicación, a través de sus panelistas y divulgadores, formadores de opinión en torno a lo educativo.

Las redes sociales son, por excelencia, el ámbito del debate público, y el clima en el que se desarrolla, se corresponde a un momento convulsionado, de crisis (permítanme el término en todo caso equívoco) y polarizado en cuanto a las posiciones.

Asistimos desde hace tiempo, lo hemos tratado en diversas intervenciones aquí en Vadenuevo, a una embestida neoliberal que ha colocado en el lugar de la sospecha a la educación pública en el sentido de que los gritos, las mentiras y las medias verdades se han convertido en el lugar común. (Losada, 2013: 14)

El debate educativo por el que transitamos estos días, tiene como intención el ataque a la educación pública, a sus instituciones, actores y estudiantes. Desde las autoridades, los grandes medios y las redes sociales el objetivo es caer sobre lo educativo: un ataque descarnado y frontal sobre la educación pública por sus resultados, los recursos invertidos, por sus docentes y sus estudiantes, por su excesivo “igualitarismo” (Losada, 2013) y por la promoción de la equidad en lugar de la excelencia.

Los razonamientos unicausales, las conclusiones rápidas, los ataques a la integridad moral de las personas, su aspecto físico y su forma de vestir, las dudas sobre su formación y ocupación, edad y opciones de vida, contribuyen a alimentar un discurso de odio hacia lo público.

Este discurso de odio está orientado a denostar y defenestrar a la autoridad legítima de un centro educativo, sus directores y docentes y, por otra parte, a los integrantes genuinos de una comunidad educativa: sus estudiantes y sus familias.

Por eso, lo del principio: las autoridades de la educación creen que lo importante, solamente, es saber quién manda.

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