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SIN ESTRIDENCIAS

 Publicado: 01/02/2017

Manchester junto al mar: ese dolor del que no se vuelve


Por Andrés Vartabedian


Manchester-by-the-sea es el nombre de un pequeño pueblo estadounidense del condado de Essex, en el estado de Massachusetts, en la región conocida como Nueva Inglaterra; región que forma parte de los primeros espacios que habitaron algunos de los inmigrantes que conformarían lo que conocemos hoy como Estados Unidos de América. La denominación del diminuto poblado se modificó en 1989. Hasta esa fecha, su nombre era únicamente Manchester. Su población es de poco más de 5.000 habitantes. En forma casi exacta, su superficie es mitad tierra firme, mitad agua. El título original del filme toma el nombre actual del lugar, y el título con el que llega hasta nosotros -como pocas veces- es su traducción literal: Manchester junto al mar.

No es de extrañar, entonces, que nos encontremos desde el mismo comienzo del largometraje con imágenes que nos ubican, precisamente, en ese mar. Dos personajes adultos, masculinos, y un niño, lo recorren en un bote pesquero, entre bromas sobre tiburones y el intento de atrapar mágicamente alguno con sus cañas. Los dos hombres son hermanos y el jovencito es el hijo de uno de ellos. Todos son oriundos del pueblo. La pesca es su actividad central.

Tal vez llame más la atención la música con la que se abre la película, y que parece ser un coro infantil entonando una melodía de esas a las que solemos adjetivar como “angelical”, o con algo de “celestial”. Buena parte de la banda sonora estará teñida de ese tono, quizá como forma de acercarnos a algo que, en el comienzo, y durante buena parte del tiempo, no sabremos muy bien de qué se trata.

Lo que sí sabremos prontamente es que ese fragmento de vida, casi bucólico, es solo un recuerdo de algo que ya no será. Su repetición se tornará imposible, pero no únicamente por el paso irremediable del tiempo, sino porque uno de esos dos hermanos morirá. Una sabida deficiencia cardíaca hará que, de una de sus recurrentes internaciones, ya no retorne. A esa altura de los acontecimientos, su hermano vive en otra ciudad de Massachusetts, Quincy. Lee Chandler (un profundamente convincente Casey Affleck) tampoco es lo que era; se trata de un hombre taciturno, hosco, irascible... triste, pesadamente triste. Recibirá la noticia y deberá movilizarse ‑física e interiormente‑. Deberá apartarse de su hastío vital cotidiano, que lo tiene como handyman, un “mil usos” ‑como lo refieren los subtítulos‑, personal de mantenimiento de una empresa para la que atiende cuatro edificios, haciendo las veces de sanitario, albañil o, simplemente, paleando nieve; viviendo en un pobre cuarto de sótano ‑metáfora de su situación‑ y bebiendo en demasía; alcohol que lo transforma en fácilmente pendenciero.

Ya en el pueblo, deberá encargarse de los trámites de rutina, esos que el dolor y el desasosiego siempre quisieran que fueran ejecutados por otros o, directamente, que estuvieran automatizados o resultaran innecesarios. Y, lo más importante, deberá comunicárselo a Patrick (Lucas Hedges), su sobrino de 16 años. Lo que no sabe aún es que su hermano lo ha dejado a cargo del joven, como su tutor, y ha previsto en su testamento una serie de arreglos para que pueda encargarse de él hasta su mayoría de edad. Quizá hasta haya pensado en reunir soledades. La madre de Patrick, tal vez deprimida por la enfermedad de su esposo, se ha transformado en adicta al alcohol y las drogas y ya hace tiempo que no sostiene un vínculo con su hijo.

Esta decisión de su hermano Joe (Kyle Chandler), un tipo siempre dispuesto a ayudarlo, sostén emocional de muchos en la familia, es la que generará el mayor conflicto interior en Lee. Asumir ese compromiso implicaría retornar a un lugar que ya no le es caro, y en el que muchos de sus habitantes parecen poco propensos a volver a recibirlo amablemente. Lo apacible del paisaje es solo exterior. Un trágico hecho del pasado de Lee ha sido condenatorio de su persona y, desde la comodidad del señalamiento la comunidad juzga y rechaza, sin atender lo que en el mismo Lee ello pesa como ancla de honda pena. En Manchester junto al mar todo es invierno, y la nieve es pesada y sucia. Algunos sentimientos parecen ateridos. Y la tierra está tan dura que el propio Joe deberá permanecer congelado hasta que pueda ser enterrado. La primavera asoma lejana todavía. Lentamente, iremos descubriendo de qué se trata ese dolor paralizante, irreversible, imperdonable.

Sin alardes, con austeridad de recursos, su director, Kenneth Lonergan (1962), irá dosificando los recuerdos que nos ayudarán a entender algo más y a complejizar la visión; que de nada simple se trata lo humano y sus circunstancias. Aquellos aparecerán como parte de un estado mental aturdido y en reflexión constante, buscando explicar lo imposible de asumir e intentando encontrar los designios detrás de los hechos. Lee perdió la vida que llevaba y no parece dispuesto a rehacer su soledad. Fragmentos del Mesías de Händel y el Adagio para cuerdas y órgano en Sol Menor, comúnmente atribuido a Albinoni, van marcando el ritmo del filme y, a pesar de lo utilizados que han sido en el cine, funcionan una vez más, otorgando el peso dramático buscado en algunas escenas y aportando belleza y profundidad a la pena que todo lo tiñe.

Manchester junto al mar demuestra, una vez más, que el cine es lo que no se puede contar, al decir de René Clair. Aquí, positivamente, hay pocos discursos reveladores. Las posturas físicas de sus protagonistas, sus gestos y rostros, hablan mucho más que las tantas veces huecas palabras. El lenguaje corporal prevalece, al igual que la gélida estación. La torpeza cotidiana, los constantes momentos embarazosos en los que solemos reincidir día a día, y aun más en situaciones de pesar, se imponen a nuestra pretendida lucidez para afrontarlos. Ese patetismo diario, que indudablemente conjuga también la risa, es lo que transforma la película en tercamente humana y verosímil. El drama, concentrado en pocos personajes, se presenta íntimo y sensible. Aquí nadie se redime milagrosamente, aun cuando lo sagrado flote permanentemente en el aire. Tal vez solo estemos buscando explicar los caminos que nos ha tocado recorrer aun a desgano, comprender el sentido de continuar a pesar de tanto dolor, apreciar nuestra humanidad.

Y, en este panorama, cada uno intentará dar lo mejor de sí a pesar de la carga a cuestas. Y la ternura aparecerá en las acciones y las decisiones a tomar y no en las palabras que no se saben decir o en los abrazos difíciles de dar. El pasado doloroso de los vivos, muchas veces, es más difícil de enterrar que los propios muertos. El sol solo será tibio.

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