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NAGORNO-KARABAJ
Otra vez la guerra
Por Andrés Vartabedian
“Y si algún día me visitó la alegría de la paz, no me di cuenta porque estaba dormido o, tal vez, obnubilado por el miedo”.
Marco Antonio Valencia Calle – Extrañas mutaciones
“Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes”.
Miguel Hernández – “Tristes guerras” – Cancionero y romancero de ausencias
“Es verdad que se necesitaría mucho más que los gemidos de los historiadores para eliminar de las crónicas el hecho de que en la noche del 4 de agosto de 1914 las tropas alemanas cruzaron la frontera belga: se necesitaría nada menos que el monopolio del poder en todo el mundo civilizado. Pero ese monopolio del poder está lejos de ser inconcebible, y no es difícil imaginar cuál sería el destino de la verdad de hecho si los intereses del poder, nacionales o sociales, tuvieran la última palabra en estos temas”.
Hannah Arendt – Entre el pasado y el futuro
Una de las teorías más importantes sobre las que se basan, y con las que podemos explicar las relaciones internacionales actuales es el realismo político, el que consta de tres componentes elementales: el sistema piensa a los Estados como las unidades de acción principales; los Estados procuran poder, ya sea como fin en sí mismo o como medio para alcanzar otros fines; y los Estados actúan racionalmente, racionalidad que puede ser entendida y anticipada por terceros.
El concepto de “razón de Estado” es previo y común a todos los teóricos realistas. Por él, se entiende que todas las relaciones internacionales están basadas en los intereses del Estado, intereses que trascienden los intereses personales y los principios éticos y morales -también los religiosos, claro está-. El interés del Estado predomina sobre todo otro valor o interés. Esa “razón de Estado” es la que, desde mediados del siglo XIX, se conoce -en alemán- como Realpolitik.
Sobre este concepto se estructura el realismo político. Según este, la diplomacia o la política exterior debe dejar de lado consideraciones de índole ideológica, ética o moral, y basarse en pensamientos de tipo pragmático y en circunstancias o factores coyunturales fundados en la racionalidad. En la política de cualquier gobierno, los intereses del Estado deben primar por sobre cualquier otro valor o interés, por mayor importancia que los individuos que lo integran puedan otorgarle. El interés del Estado los trasciende por completo. La eficiencia de dicha política estará determinada por dicho interés. He allí el valor supremo. Esto permite trascender los juicios subjetivos, las motivaciones, prejuicios y deseos personales de cualquier líder político circunstancial, sus capacidades intelectuales o cualidades morales, y darle continuidad a una política exterior que lo único que debe procurar es ser consistente consigo misma, minimizando los riesgos y maximizando los beneficios. He allí una política exterior “buena”.
Es en base a estos conceptos que debemos pensar el conflicto armeno-azerí en el Cáucaso sur y cómo han movido sus fichas los países poderosos -y con ellos, las organizaciones internacionales-, en torno a él. Lamentablemente para los intereses armenios, los más perjudicados en esta ocasión (una vez más, podríamos decir), aquí no se trata de justicia histórica ni de valores humanitarios. No cuentan la antigüedad, ni los valores culturales, ni el vínculo etnia-territorio, como se les pudo escuchar reclamar. No. Esto se trata de la eterna ecuación costo-beneficio, se trata de intereses económicos y geopolíticos, se trata de relaciones de poder. Y en ese tablero, esta vez, se encontraron los peones armenio y azerí; con indudable mayor tamaño de este último.
A nadie le caben dudas de que los territorios de Nagorno-Karabaj, Alto Karabaj o Artsaj, para los armenios (tomando el nombre más antiguo con el que se conoce la región), han sido habitados por estos desde hace centurias y milenios. Pero ello no cuenta. No cuenta que Estrabón, en su enciclopedia geográfica -allá por el año 23 de la era cristiana-, refiriera a la zona como “el área de Armenia que cuenta con el mayor número de jinetes”. Quién puede discutir la juventud del Estado-nación azerí y, por lo tanto, la juventud de su presencia en la zona y de sus reclamos sobre esos territorios. Sin embargo, ello no cuenta. Existe consenso en que la decisión de Stalin, a comienzos de los años 20 del siglo pasado, cuando aún era Comisario del Pueblo de Asuntos Nacionales, condicionó hasta hoy a estos países y este territorio. Pero no cuenta. Que entregó una región históricamente armenia, con inmensa mayoría de población armenia, a Azerbaiyán, haciendo uso del poder bolchevique -de derecho y de facto- en la región, congraciándose con la aún en ciernes República de Turquía -dirigida por Mustafá Kemal-, y aplicando el viejo axioma del poder: “divide y reinarás”. Nada de esto cuenta. Tampoco que esa óblast -entidad subnacional, autónoma- en la que devino Nagorno-Karabaj siguiera los pasos establecidos en la Constitución soviética de la época para proclamar su deseo de anexión a la República Socialista Soviética de Armenia, primero -a fines de los años 80-, o su independencia, después -a comienzos de los 90-. No. No cuenta.
En mayo de 1994, la mediación rusa logró detener, de hecho, la guerra. Guerra cuya fase más encarnizada había comenzado en 1992 (hay quienes sitúan el inicio del conflicto en 1988, inmediatamente después de que la región autónoma realizara la petición formal ante Moscú para que su administración fuera transferida a la R. S. S. de Armenia). Ese cese al fuego nunca logró transformarse en paz definitiva. Tan solo logró ser una extendida tregua. Seis meses después, en octubre de aquel año 94, Alejandro Caravario, periodista de Clarín, visitaba Stepanakert, su capital, y otras zonas de la novel república sin reconocimiento internacional, y escribía que aquella era “una guerra que amenaza con perpetuarse”. Leídas hoy, esas palabras adquieren un cariz de agudo análisis o dura profecía. Veintiséis años después, la guerra sigue volviendo.
Detenerse en los aspectos jurídicos que rodean este conflicto, elementos que unos y otros han esgrimido como justificación a sus posiciones en el terreno, ya sea el geográfico como el de las negociaciones, parece conducirnos a un callejón sin salida, y redunda en la afirmación que sitúa lo político por encima de lo juridico.
Los principios del derecho internacional en pugna en esta cuestión, el “principio de libre determinación de los pueblos” -sostenido por Armenia y Artsaj- y el “principio de integridad territorial” -defendido por Azerbaiyán, y que la comunidad internacional, para este caso, ha respaldado hasta el momento-, parecen entrar en contradicción. Sin embargo, hay quienes sostienen que el primero termina de consagrarse en el derecho internacional luego de la conformación de las Naciones Unidas, especialmente a partir de los años 60, y que particularmente aplica para el caso de las pueblos coloniales -pueblos situados en territorios que no forman parte del Estado que los administra y del que pretenden separarse-. Por lo que, la independencia de una colonia no se consideraría una violación a la integridad territorial. Para el caso de ser un pueblo interno del Estado del que pretende separarse, debería existir una “abierta y sistemática discriminación” por parte de este para que pudiera apelarse a lo que se conoce como “secesión-remedio”. Aquí, quizá, podría ingresar el caso armenio. Sin embargo, este concepto es un concepto controvertido:
“[...] la secesión no es una posibilidad que esté amparada ni prohibida por el Derecho Internacional Público. No lo ampara porque el principio de libre determinación de los pueblos legitima a determinados territorios muy concretos -principalmente colonias de ultramar- a algo similar pero que [...] no cabe asimilar rigurosamente a la secesión. Y no lo prohíbe porque, tal y como determinó la Corte Internacional de Justicia en el caso kosovar, el principio de integridad territorial de los Estados opera entre Estados, por lo que no aplica ni limita a las facciones internas de tipo separatista que puedan surgir intranacionalmente”.
Sin embargo, esto no es todo. La mal llamada “comunidad internacional” entiende que los territorios de Nagorno-Karabaj pertenecen a Azerbaiyán y que están ocupados ilegalmente por los armenios, respondiendo al principio jurídico del derecho internacional uti possidetis o uti possidetis iuris, el que “implica que, ausente un acuerdo entre los Estados sucesores a la disolución de un Estado o a una independencia, las fronteras entre los Estados resultantes será la frontera que los delimitaba cuando eran entidades administrativas subnacionales”. El Estado desaparecido -digamos-, en este caso, sería la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Se desconocería, de este modo, los procedimientos jurídicos seguidos por la óblast Nagorno-Karabaj en consonancia con lo dispuesto por la Constitución vigente en la Unión Soviética hasta su disolución (vale decir que no solo Azerbaiyán rechazó aquellas instancias de consulta popular, sino que también el poder central en Moscú, más allá de ciertas vacilaciones, desconoció aquellos resultados y respaldó al Estado túrquico).
Afirma Gonzalo Fernández:
“¿Qué sentido puede tener afirmar sin matices que «todos» los pueblos tienen «siempre» el derecho con «plena» libertad para determinar su condición política «interna» y «externa» [como lo establece el Acta final de la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa, conocida como Acta Final de Helsinki] si la autodeterminación completa debiera restringirse para las colonias?
La conclusión [...] podemos encontrarla en Özden y Golay (2010: 7) cuando, comentando esta misma cuestión -y en particular, los párrafos del artículo 1.2 de la Declaración y el Programa de Acción de Viena (1993)- afirman que estas contradicciones «exponen toda la complejidad de la cuestión y muestran que atañe más a la política y a las relaciones de fuerza que al derecho»”.
Y, en este caso, las relaciones de fuerza estaban claras, y no favorecían a los armenios, desde ningún punto de vista.
Por un lado la República de Artsaj y la República de Armenia (que ni siquiera ha reconocido oficialmente a su hermana; razones estratégicas de política internacional -asumimos-; temor al agravamiento de la situación frente a sus vecinos...); un potencial respaldo de Rusia, ya que ambos integran la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, pero que al referir únicamente a Armenia, como Estado, y no a Nagorno-Karabaj, en el reciente recrudecimiento de la guerra fue tibio y ambiguo; escaso poderío militar -comparativamente hablando, ya que es un país altamente militarizado-, económico -su diáspora es un gran sostén en tal sentido- y geopolítico -lo más notorio y relevante-.
Por el otro, las repúblicas de Azerbaiyán y de Turquía (miembro de la OTAN) -en inocultada connivencia-, el poderío tecnológico-militar israelí -socio de ambas, pero estrechando cada día más sus vínculos con la primera-, la ya probada presencia de mercenarios yihadistas, y todo el poderío que representan sus posesiones de gas y petróleo, los gasoductos que las atraviesan o de los que son fuente -rumbo a Europa-, la presencia sumamente influyente de importantes empresas petroleras, representantes de diversos intereses nacionales y transnacionales -con lo esto conlleva-, su salida al mar (condición que Armenia no posee)...
De ahí que sea casi irrisorio pensar -como pudieron sostener del lado azerí, en medio de la batalla mediático-propagandística que también se libra en toda guerra-, que hayan sido los armenios quienes iniciaron el enfrentamiento este 27 de setiembre pasado. La correlación de fuerzas le era ampliamente desfavorable y estaba claro que lo máximo a lo que podía aspirar, mientras no se reconociera el estatuto de Estado independiente del Alto Karabaj -aspiración máxima-, era sostener el statu quo imperante; el que garantizaba la continuidad de la vida y el desarrollo de la joven república autoproclamada. Ni Armenia ni Artsaj, menos aún esta por sí sola, podía sobrellevar exitosamente una guerra en las actuales circunstancias. Circunstancias que, en el correr de los últimos años, se fueron tornando cada vez más adversas; no solo por el crecimiento sostenido del poderío militar azerí y por el respaldo cada vez más expreso de Turquía, sino también por la influencia creciente que Azerbaiyán viene logrando en diversas partes del mundo, a fuerza de inversiones, gas y petróleo.
Paréntesis: no olvidemos el caso Laundromat -“Lavandería”-, investigación periodística de 2017 que detectó los sobornos realizados por el gobierno azerí -entre 2012 y 2014- a periodistas y políticos europeos, por un valor de casi 3.000 millones de dólares, con el fin de “lavar” su imagen, silenciar las críticas y denuncias que se acumulaban contra el régimen de Ilham Aliyev (valores democráticos “débiles” -por decir lo menos-, violaciones a los derechos humanos de distinta índole) y buscar respaldo internacional en su diferendo con Armenia.
La propia región del Cáucaso ha sido foco de atención de las distintas potencias de turno en diferentes momentos históricos. Su condición de “bisagra” entre Asia y Europa, Oriente y Occidente, su condición de punto de encuentro -o frontera, según como se mire- entre diversos imperios e imperialismos, la hacen estratégicamente muy valiosa. Es una zona crucial para mantener la estabilidad regional, y con ello la seguridad de los múltiples intereses allí presentes. Esto no se trata de un mera porción de tierra en disputa, los intereses en cuestión van mucho más allá del legado histórico-patrimonial al que parece reducirse el conflicto en los discursos de algunos políticos y en el sincero sentimiento de muchos de los habitantes del lugar. Hay muchos planos en juego.
El difícil equilibrio de la “seguridad internacional”, en sus diversas acepciones, involucra a las potencias por diversos motivos, más allá de sus tradicionales y permanentes semblantes hegemónicos: la Unión Europea y su dependencia energética, además de la presencia de petroleras de algunos de sus países miembro; Gran Bretaña, su alianza con Turquía como miembro de la OTAN, y la también instalada en suelo azerí British Petroleum; China y su Nueva Ruta de la Seda, que incrementa sus relaciones y negocios con Azerbaiyán, especialmente importante para concretar su proyecto Ruta de Transporte Internacional Transcaspio; Estados Unidos, como miembro principal de la OTAN y a través de su firme y tradicional alianza con Israel y Turquía (aun cuando, en esta oportunidad, sus Elecciones lo distrajeran del foco de la tormenta), más la comparecencia de Exxon Mobil y Chevron; la propia Turquía, aliada incondicional de Azerbaiyán, con su reconocida “enemistad” con Armenia (aún niega el Genocidio que cometió, y cerró sus fronteras con esta en los años 90, luego de la victoria armenia en aquella etapa de la guerra), reposicionándose como líder regional y en nueva fase expansionista -al menos en materia de influencia geopolítica y negocios- bajo la doctrina del Neo-otomanismo; Rusia y su posicionamiento habitual como “protector” de la zona -aunque sin el poder de otrora-, aliado militar de Armenia pero, a su vez, uno de los principales vendedores de armas a los dos países ex soviéticos enfrentados; Israel y su alianza con el país túrquico, parte de su estrategia periférica de búsqueda de socios musulmanes no árabes, al que provee de armas y sistemas de defensa de última generación y del que obtiene petróleo y la apertura de sus fronteras para controlar de cerca a la República Islámica de Irán, acusada de promover el radicalismo islámico; El mismo Estado persa, limítrofe de los dos Estados contendientes, cuya mayor minoría étnica es la azerí pero que mantiene relaciones distantes con Azerbaiyán -más cercanas con Armenia-, por diferencias en materia de islamismo y, cada vez más, por sus vínculos con el Estado de Israel... Irán ha intentado mediar más de una vez en el conflicto -incluso en esta última oportunidad-, sin demasiada suerte ni respaldo internacional.
Y podríamos seguir.(Artículo aún en construcción).