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LA NO ANULACIÓN DE LA LEY DE CADUCIDAD

 Publicado: 07/12/2009

Los caminos a seguir


Por Marcelo Fernández Pavlovich


Solamente a modo de pseudo-introducción, intentaré un párrafo que carece de interés para cualquier lector. En abril de 1989, cuando se votó "y se perdió" la derogación de la ley de caducidad con aquel lindo voto verde, aún no había cumplido mis 14 años, pero ya cargaba a todos lados mi escarapela verde, liceo incluido. En las últimas elecciones, metí la papeleta rosada en el sobre de votación con todas mis fuerzas, a pesar de ciertas dudas respecto al concepto de anulación de las leyes, que mis amigos especialistas en derecho caratulaban como inconveniente "más que nada por los antecedentes que dejaría sentados" y que me hicieron pensar en consonancia. Creo que esa ley, por impresentable, por ser directamente la oposición de la defensa de los derechos humanos, por ser contraria al derecho internacional que Uruguay ha acompañado a través de varias convenciones y también por ser un escollo para que no podamos superar instancias pasadas, no debe permanecer en nuestro cuerpo legal.

Finalizada esta presentación casi a modo de descargos, viene a mí una necesidad de realizar un análisis mínimo del resultado que tuvo la papeleta rosada. Reconozco en primer lugar, que hay varias formas de abordar este análisis y que éste es solamente uno de ellos. Por lo tanto será incompleto y solamente pretende ser una pieza más en un ejercicio que tal vez haya que realizar con mayor seriedad y menor apuro. He leído y he escuchado que el pueblo rechazó la anulación de la ley, que el pueblo una vez más ratificó la existencia de la ley de caducidad, e incluso que el pueblo "y esta sentencia parecería ser más que nada una expresión de calentura, si se me permite el uso de un término alejado de la academia" ha vuelto a exhibir su intencionalidad de que haya crímenes de lesa humanidad en nuestro país que queden impunes. Creo que dichos enfoques resultan equivocados.

DEBERÍAMOS DESTERRAR LA PALABRA "RATIFICACIÓN". En primer lugar, la diferencia por la cual no se llegó a la aprobación es mínima. Tanto, que visto desde la estadística "es decir, desde el ángulo que lo mirarían las encuestadoras en lo previo a la expresión del soberano" caería dentro del margen de error de aquello que se podría pronosticar. Por consiguiente, tanto con este resultad como si se hubiere aprobada por una diferencia similar, resulta muy difícil la generalización respecto el pueblo. La diferencia es legítima, los votos que apoyaban la aprobación no llegaron a ser mayoría, pero lo que faltó para ello es de tal magnitud que nos lleva a pensar que sería más justo hablar del pueblo partido en dos voluntades y no de la voluntad del pueblo en su conjunto. Pero aun así, habría que seguir limpiando el camino.

Desde este enfoque, deberíamos desterrar la palabra "ratificación". En esta consulta popular no se pidió que se ratifique nada, no se le preguntaba a la gente si deseaba mantener la ley de caducidad, sino si deseaba anularla. En tanto, algo más complicado, no existió la posibilidad de distinguir entre el "no" y el "no sé", es decir entre la negativa y la abstención. Hay una diferencia sustancial entre una cosa y la otra: deberíamos tener la posibilidad de que se distinga entre mi oposición a algo y la libertad de no responder la pregunta (o de responderla sin ejercer la acción de afirmar o negar, no quiero entrar en una polémica de ese tipo). Por lo tanto, nada se ratificó, sino que una mayoría mínima determinó que no se llegara a la aprobación de la anulación de algo existente.

Ni siquiera podríamos afirmar que poco más de la mitad del pueblo intencionalmente quiera mantener la impunidad. Tal vez exista una minoría que sí entre en dicha categoría, pero el pueblo no evaluó el mantener esos crímenes impunes en esta instancia, no está brindando un aval, un apoyo intencional a quienes cometieron este tipo de crímenes (desde ya admito que esto es mucho más una sensación que una razón, por lo cual toda razón contraria o a favor es bienvenida).

La pregunta clave sería por qué el soberano "a través de una pequeña mayoría de la ciudadanía" no aprobó la anulación de la ley. Las causas pueden ser varias y de diferente talante. Desde la más grosera y preocupante desinformación hasta la opción de no votarla por no aceptar el concepto de nulidad de las leyes, pasando por las inconveniencias generadas por un sometimiento a votación de esta iniciativa en forma concordante con las elecciones nacionales. No me enfocaré en ello, sino en la discusión que se instaló unos días después del domingo 25 de octubre respecto a qué es lo que hay que hacer ahora. Un grupo de ciudadanos habría comenzado a dar pasos para que lo que no se dio en las urnas, se dé en el plano legislativo.

LA REPRESENTATIVIDAD DEL PARLAMENTO. Si lo que se está elaborando es un proyecto de ley, ya no estaríamos hablando de anulación "aunque ese fue el concepto que se manejó a nivel de prensa" pues para ello se necesita una modificación en nuestra Constitución. Continuando dicha suposición, el concepto sustituto es el de la derogación. El hecho de que el parlamento asuma la responsabilidad de derogar esta ley nos ofrece dos interpretaciones: o se asume ese supuesto de que la mayoría de la población no aprobó la iniciativa en función del concepto de nulidad, lo cual parece por lo menos apresurado; o bien el parlamentario se posiciona por encima de la ciudadanía, para corregir un error que ésta ha cometido.

Necesito realizar un paréntesis personal a esta altura. En muchos momentos de mi vida, fundamentalmente cuando he analizado ciertos resultados electorales emergentes de la voluntad del soberano masa-ciudadanía, he tenido las tentaciones de acordar y hasta asumir como propia la teoría política platónica. Nuestro admirado Platón "a quien mucho podemos criticarlo pero por algo lo seguimos leyendo veinticinco siglos después" despreciaba la democracia por razones que no vamos a mencionar aquí y postulaba la necesidad de una clase gobernante ilustrada, que bien podría ser metaforizada por la figura del filósofo-rey. Esto implica la idea de que el conocimiento político no está en manos del conjunto de los ciudadanos, sino que hay algunos especialistas que saben de este asunto y deben ser ellos quienes tomen las riendas del Estado.

En el acierto o en el error, esa no ha sido nuestra forma de gobierno. Hemos elegido la democracia y, dentro de las democracias posibles, la representativa (cosa que generaría la tirria de Rousseau, para quien la representatividad es imposible). Esto significa que nosotros elegimos a quienes nos representan, a quienes interpretan nuestra voluntad y toman nuestra voz. De aquí la importancia de las elecciones nacionales, donde no solamente elegimos presidente sino también, y quizás fundamentalmente, a quienes nos representarán en el parlamento. La pregunta queda abierta: ¿podrá el legislador sostener que está representando la voluntad de la ciudadanía? Como no me postulé, tengo la suerte de no haber sido elegido para representar a nadie, pero realmente no me gustaría estar en ese lugar, donde chocaría mi voluntad personal de desterrar esa ley de nuestro corpus legal con la idea de representar la voluntad de los ciudadanos.

EL CAMINO DE LA INCONSTITUCIONALIDAD. Las líneas anteriores podrían ser leídas como cierto espíritu de resignación, como si hubiera que aceptar sin más la existencia de esta ley. Pues no. Creo que hay otro camino, que además ya ha sido explorado. Ese camino es el de la inconstitucionalidad, con las dificultades que ello plantea, pero también con la autoridad que emana de allí. Las dificultades tienen que ver con la necesidad de que el dictamen de inconstitucionalidad se realice de forma particular, ante cada caso en forma puntual. Pero aun así, si se dictamina de esa manera la ley, se muestra ostensiblemente cómo la misma es incompatible no sólo con los derechos humanos, sino con nuestro orden jurídico. Por otra parte, si se lograra una reiteración de dictámenes en dicho sentido, el legislador tendrá la oportunidad sensata de poner nuestra Constitución por encima de esa mayoría ínfima, sean cuales sean los motivos por los cuales no votó la anulación de la ley de caducidad.

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