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AL PIE DE LAS LETRAS
Lothlórien
Por Hoski
Cruzamos el estacionamiento de la ruta y nos sentamos en el sendero a fumar un porro. Entonces vimos al veterano: caminaba a paso firme sobre la arena removida, inclinando todo el peso de su cuerpo y de su mochila de viajero en una vara que utilizaba como bastón. Miren que son unos cuantos kilómetros, nos advirtió sin dejar de avanzar. La juventud de nuestras caras, la inocencia sagrada de lo que había por delante. Las milanesas del carrito de la entrada (las mejores de la historia de los carritos) pesando como un mal. El tipo desapareció como había llegado y nos quedamos pitando. La tarde estaba avanzada. Nos pusimos en marcha.
Era nuestra primera parada de las vacaciones a dedo y ya estábamos impresentables. El Seba, Agustín y yo. Veinte años y las ganas de viajar. Los pelos duros y la barba crecida, los sobres de dormir y las mochilas; el bidón de agua que nadie quería llevar. Lo tomo y voy adelante. El último camión del día sale y a uno de los brasileros gritones se le cae un sombrero. Es mi regalo de bienvenida, pienso. Me lo pongo y vuelvo a la retaguardia. Allá atrás Agustín estaba grabando un video con su celular. Esta es la barra e' Mordor que tiene aguante, no como el gordo puto ese del Ranti. Los cánticos ancestrales, la alegría de estar vivo. Como en las primeras noches de exaltación en la capital, con el humor escatológico intelectual de siempre. Pero de aventura. Le dejo el bidón al Seba y me separo un poco del grupo.
Sobre la arena interminable del camino y a pesar del viento en contra puedo escuchar los gritos. La naturaleza se revela. Más allá de nuestras voces el silencio; a cada lado el monte. El cielo color rojizo y Agustín mirando la nada: cuidado con las empalizadas que son normandas. Entonces el Seba nos dijo que podía escuchar un curso de agua, que de seguro era una cascada. Nos detenemos y le damos la razón. Sería el porro o las ganas. Vamos a buscarla, propongo y me alejo del camino. Agustín vuelve a la ficción inicial de lo que estaba grabando y me aconseja no perderme. Son los bosques de Lothlórien y no me van a poder encontrar. Pero yo no tengo tiempo de meter una escapada: adelante algo se mueve. Mirá la apereá. Era un tatú que al vernos rajó espantado rumbo a los árboles. Agustín se apronta para irlo a buscar. ¿Nunca viste correr a un bicho de estos? El Seba, escéptico como siempre. ¿Vos me viste correr a mí? le responde el Negro Agustín y se da a la caza del tatú. Vuelve reloco. No tendríamos que haber fumado antes de entrar; todavía falta bastante.
Había pasado el furor inicial. Agustín corta la grabación y yo me adelanto de nuevo. Arrastro las piernas. A no ser por la casi total ausencia de luz no tengo conciencia alguna del tiempo. Con el sombrero recién adquirido y la vara a imitación del veterano, realmente me creo un personaje del Señor de los Anillos. Ninguno de nosotros sabía hacia dónde íbamos. Ninguno de nosotros tenía claro lo que veríamos y tampoco estábamos preparados. ¿Quién lo está? Vivir es desencontrarse. El silencio tedioso de las travesías nos había ganado y sólo al cruzar inesperadamente la última loma nos volvimos a comunicar: nos miramos, nos descubrimos erizados. Lo que vimos eran unos fuegos caóticos metidos en el agua a varios kilómetros por la playa, un faro, unos senderos desordenados y unas casas. La última luz del día se moría y frente a nosotros una ciudad del siglo XVIII, un pueblo de piratas; la primera experiencia religiosa para unos jóvenes que no creían en nada.
* * *
Seríamos como diez personas pero no se nos veían las caras. Alrededor del fuego nos reducíamos a sombras escuchando el susurro de las palabras. El narrador intérprete se apoyaba en cuclillas, se alargaba y con el rostro deformado nos hacía verosímil su historia de licántropos y fantasmas. Como un antropólogo, como un viajero al que se le daba acceso al pasado, comprobaba por mí mismo la existencia de la magia. Un rato antes, cuando todavía no habíamos visto el fogón frente al boliche, estábamos en las rocas comiendo un chorizo de rueda que había llevado el Seba. Mientras mirábamos el restaurante de lujo que llegaba hasta el agua, vino una ola gigante y se llevó las mochilas a nuestras espaldas. Nos tuvimos que meter a sacarlas. Todo era posible. Y yo tan ansioso siempre. El tipo seguía la historia pero ya no la disfrutaba. También era artista. El anonimato no me quedaba. Las manos sin saber qué hacer, el deseo, la suciedad arrastrada. Esperamos el fin del monólogo y arrancamos una caminata.
Luego el tiempo detenido y el espacio sin un orden racional; incierto, circular, los senderos entre los pajonales llevaban siempre hacia lugares inesperados. Escuchamos música desde una cerca y nos miramos. Otra vez no era posible. Nuestro ser, pluralizado de a ratos, se acoplaba a los milagros y yo me abandonaba. Dudamos. Alguien se compadeció de nosotros. La entrada es por el otro lado. Entramos.
Había gente en el barcito escondido. En unas de las mesas había cinco artesanos tomando de una jarrita de vino, iluminados apenas por la luz anaranjada de unos faroles de papel. No puedo reconstruir cómo fue, con qué palabras nos acercamos. Seguramente haya sido Agustín, sus ansias de sociabilización; seguro el Seba se haya sentido feliz, con víctimas para hacer su personaje de metalero malo. Compramos otro vino y nos sumamos. En mí todo era desconfianza, todo era un brotar sin sentido de la ilusión.
Al final conocíamos a uno de los artesanos, era el Torraca de Toledo. Sus compañeros: el Mono, una mina cuyo nombre no recuerdo, Alexandra y la gallega. Tenía rastas y se llamaba Erika. Si dijo de qué parte de España era me lo olvidé. En el comienzo de la borrachera Agustín intentaba darle referencias al Torraca para que nos reconociera, el Seba se quedaba callado y yo puse mis fantasías en movimiento. En aquel patio de luz anaranjada y floripones que habían dejado ciego al propio dueño, me le arrimé; el punk español de los '80, la Polla Records, Siniestro Total; tímido y deslumbrado intentaba sacarle tema a una Galadriel hippie y treintañera, que me calentaba sólo por tener ese tono de voz de las gallegas, por ser mujer extranjera y cruzármela en medio de las vacaciones. Era el comienzo de la borrachera.
Pero mamarse requería de plata que nadie tenía, así que alguien propuso irnos y comprar un vino afuera, que nos salía más barato. Mientras discutíamos la moción Alexandra se puso a armar un finito. El Torraca se la conversaba. Su voz rota de seductor, su sonrisa de Bob Marley; las historias de destrucción de Chinaski artesano y uruguayo. Alexandra no le hacía caso y a mí Erika tampoco. Nos paramos y juntamos la plata sobre la mesa: me la juego, dijo la gallega, convencida, y tiró una moneda de diez pesos. Arrancamos rumbo al almacén que al parecer todavía estaba abierto. No quedaba otra que pagar una damajuanita de tres litros. El Mono recoge los paños y salimos. Pero el Seba no aparece. Tampoco la hippie de nombre desconocido. En la mesa más oscura los descubrimos apretando. El Seba sentado, ella tirada sobre su pecho. Desde ese momento se confirmaron todas las posibilidades. Mi cuerpo tensado, fuera de mi cuerpo. De camino al almacén yo ya estaba en otra parte.
En la calle, frente a la cerca musical del bar de Joselo nos tomamos toda la damajuana. Una ronda de desprolijos que gritaban, que se dejaban caer apoyados en sus codos. El paquete de tabaco también se iba vaciando y la gallega, si bien me contestaba, se desentendía de todas mis insinuaciones. No hay tiempo. En el sitio de los eternos yo intentaba generar una brecha. La utopía es a prueba de miserables. No hay tiempo. Yace abolido desde que entramos al Cabo. Luego la sed y el pedo insuficiente, la imposibilidad de claudicar. Apenas teníamos para comer al otro día, no podíamos gastar más. Agustín se desespera. Y mientras me tiro en el pasto pegándome a la gallega lo veo regresar con una cerveza que encontró en la calle. Los milagros que veremos hoy... Tenía gusto a meado. Lo confirmamos. Nadie se negó a tomar. Cuando la terminamos volvimos como por arte del eterno retorno al mismo lugar del comienzo. No teníamos un peso para tomar pero el ciego conocía a los artesanos y nos pudimos quedar en las mesas.
El patio estaba vacío y en la cocina lavaban los platos. La luz anaranjada le daba el matiz final al cuadro. El Torraca balbuceando, Agustín durmiendo con la cabeza entre los brazos; el Mono buscando algún resto de vino y el Seba con la mina sentada en su falda apretando. Hacía frío. Saco las hojillas para el trigésimo tabaco. Erika me pide uno y se me sienta al lado. Armamos. Le doy fuego y me pego nuevamente a su costado. Como no sé de palabras apelo al lenguaje de los cuerpos, al franeleo cobarde, al toqueteo rebuscado. Le beso el cuello, le intento meter mano. Me deja tocarle una teta y siento el calor de la pija llamando como el mismísimo faro. Me tantea. Me da un beso. Se aleja. Fuma su tabaco. El Torraca despierta como de un viaje por otros mundos y nos dice que podemos dormir en la feria de los artesanos.
La feria era un semicírculo con forma de coliseo; los puestos de madera, abiertos y sin techar. La estaban construyendo. Según supe hace algún tiempo los residentes del pueblo la prendieron fuego en el invierno, en un ataque de ira contra los feriantes. Hacía mucho frío. Nos tiramos debajo de un puesto intentando atajar el viento. Nos pusimos buzos, nos tapamos con los sobres de dormir y aun así era imposible no sentirse congelado. Mientras caminábamos yo pensaba en cómo concretar. Nos teníamos que acostar juntos. No íbamos a poder coger pero nos podíamos manosear. Aunque no hubiera forma yo estaba encendido. El cómo es un descubrimiento adulto, aburrido, un factor que yo no tomaba en cuenta aún para con mi sexualidad. Ahora, aterido y echado sobre la dureza del suelo, había perdido de vista a mi objetivo. La buscaba entre los bultos pero no daba con la gallega. Entonces los veo venir: del brazo, esquivando a Agustín que ya estaba dormido. Erika y el Torraca. Él se derrumba y ella lo abraza. Se besan, se ríen como se ríe cualquier elfo decadente. Las lecciones interminables en la escuela de la derrota. Se tapan bajo la misma manta. Pienso en el último tabaco y me doy cuenta de que ya no quiero fumar. La utopía es a prueba de miserables.
* * *
Nos despertó el movimiento de la gente que pasaba para la playa, el calor resacoso y duro de las primeras horas de la mañana y los camiones llenos de brasileros de boca temblorosa. No más reino de las tinieblas; el Cabo se convertía en un infierno circular y sin sombra. Deambulamos. El porche de un almacén. Hacemos cuentas: otro bidón, unos refuerzos, un tabaco para el gordo; 150 pesos, nos quedan 100. Dos milanesas en el carrito de la entrada como estímulo para la vuelta. Luego la playa, las dunas y un porro. Hay un video. Estoy tirado balbuceando. Un mes después, instalados otra vez en el ocio sudoroso de la Villa, serían las primeras canciones de la Nelson. Entonces el cielo fue amagando lentamente el atardecer y regresamos al sendero por la playa. Nos esperaba hacer dedo, el bidón, la búsqueda de un cajero. El tedio nos invadía y la magia era una bola de cristal opaca. Los prodigios del hombre y de la naturaleza nos miraban indiferentes, sin transmitir nada más que cansancio. Caminamos por casi dos horas por entre los bosques de Lothlórien. Como debimos suponer, el carrito de la entrada estaba cerrado.