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ES UNA PELÍCULA IMPORTANTE, NO UNA GRAN PELÍCULA

 Publicado: 05/10/2022

“Argentina, 1985”: arte sin riesgos, entre la historia y la memoria


Por Andrés Vartabedian


El 9 de diciembre de 1985 fue el día en que se dictó sentencia en el ya emblemático juicio a las Juntas Militares realizado en Argentina. Casualmente -¿casualmente?-, un 9 de diciembre de 1948 se aprobaba, en el seno de Naciones Unidas, la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio. También en ese país, aquí al lado, la dictadura cívico-militar, iniciada el 24 de marzo de 1976, había llevado adelante un plan sistemático de exterminio, o intento de exterminio, de ciertos grupos sociales, políticos, ideológicos, a los que consideraba “subversivos”, contrarios a su proyecto de país y a sus “valores morales”.

De los nueve integrantes de las Juntas enjuiciados, Omar Rubens Graffigna, Arturo LamiDozo, Leopoldo Galtieri y Jorge Anaya resultaron absueltos. Mientras tanto, Jorge Rafael Videla y Emilio Massera fueron condenados a cadena perpetua; Roberto Eduardo Viola, a diecisiete años de prisión; Armando Lambruschini, a ocho años; y Orlando Ramón Agosti, a cuatro años y seis meses.

Antecedentes de juicios similares: únicamente los de Núremberg, contra los criminales nazis (1945-1946), y los juicios llevados a cabo contra los coroneles griegos que estuvieron al frente del golpe de Estado de 1967 en aquel país (1975).

El 13 de diciembre de 1983, el recientemente electo presidente, Raúl Alfonsín, firmó el decreto 158 que otorgó la posibilidad de iniciar el proceso judicial por “los delitos de homicidio, privación ilegal de la libertad y aplicación de tormentos a los detenidos”. Inmediatamente, se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. El informe “Nunca Más”, realizado por dicha Comisión, fue la base probatoria que utilizaron el fiscal Julio César Strassera y su adjunto, Luis Gabriel Moreno Ocampo, para acusar a los jefes de las tres primeras Juntas gubernamentales. El juicio comenzó el 22 de abril de 1985 y las audiencias culminaron en agosto de ese año. Fueron más de 500 las horas de sesiones y más de 800 los testigos que brindaron testimonio.

Poco tiempo después, vendrían las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, y más tarde llegarían los indultos presidenciales, pero también continuarían las luchas de las organizaciones de derechos humanos, las movilizaciones de la sociedad civil, las declaraciones de nulidad de las leyes y su inconstitucionalidad. Pero esa ya es otra historia.

Santiago Mitre (Buenos Aires, 1980) se concentra en la decisión inicial de Alfonsín y en el proceso que derivó en las sentencias del 9 de diciembre de 1985; proceso durante el cual se intentó que fuera la propia justicia militar la que juzgara a los excomandantes. Sin embargo, ante su negativa (debido a que “los decretos, directivas, órdenes de operaciones, etcétera, que concretaron el accionar militar contra la subversión terrorista son, en cuanto a contenido y forma, inobjetables”, según establecieron), el procesó derivó en la justicia civil, aplicando el propio Código de Justicia Militar, reformado poco tiempo antes. Esto permitió, incluso, que el juicio fuera oral y se pudiera presenciar lo que acontecía (más de 500 periodistas cubrieron el proceso), lo que otorgó -de acuerdo a declaraciones de los propios jueces- mayores garantías para el propio tribunal. Dato nada menor en un contexto cargado de miedo, amenazas, corrupción o, simplemente -¿simplemente?-, afinidades ideológicas y morales con los golpistas.

El fiscal Strassera (un Ricardo Darín solvente como es habitual) era el único sobre el que podía recaer la representación del ministerio público en caso de que aconteciera lo que aconteció con la justicia militar, algo que pocos sospechaban y que, por lo que el filme deja entrever, el propio Strassera no esperaba y menos deseaba. La película no ingresa en el detalle de su accionar durante el período dictatorial (solo se establecen ciertos cuestionamientos, muy generales, por otra parte, en un momento de tensión para todo el equipo que lleva adelante la investigación acusatoria), pero, por lo que podemos percibir, más allá de los años de carrera sobre sus espaldas, era más un burócrata temeroso que un “paladín de la justicia”; lejos de ser “facho”, sin embargo, era alguien más afecto a pasar desapercibido que a cobrar protagonismo. Miembro de una familia tipo -en términos tradicionales-, con la que parece sostener un buen vínculo, no pretendía tensiones ni sobresaltos por sobreexposición mediático-legal. De todos modos, no podrá evitarlo y asumirá el desafío.

Quizá sea ese planteo inicial, utilizado como plataforma de lanzamiento, el que le permita a Mitre vincular la imagen posterior del fiscal a la de cierta heroicidad civil; algo que funcionará perfectamente en el crescendo dramático cargado de clichés que establece el director de Argentina, 1985.

El término “cliché”, muchas veces, está asociado a un tono despectivo por parte de quien lo emplea. En el caso de este comentador, y en esta oportunidad, ello no es así. Argentina, 1985 está cargada de lugares comunes, pero son lugares comunes que hacen parte de la elección estética, formal, narrativa, a la que apela Mitre al aproximarse al asunto y temática elegidos; lugares comunes que funcionan de buena manera en el desarrollo del relato. Es que Mitre no se propuso el riesgo creativo; optó por una formulación conocida, ya transitada por el espectador promedio, y -asumimos- no espera más que lo que eso puede dar, que lo que dicha formulación “clásica” puede producir. No hallaremos sorpresas ni en la construcción narrativa, ni en la fotografía, ni en la música; tampoco en las posturas que adoptan los personajes, todos dentro de lo que podíamos prever, tanto desde lo psicológico como desde lo filosófico-ideológico. Un cine de género, podríamos decir, entre el cine judicial y las dosis de intriga y suspense asimilables al thriller; géneros abordados a la Hollywood, digamos, incluso con momentos de humor colándose por aquí y por allá, tal como suelen verse en el típico cine mainstream, sin importar los temas abordados.

Todo funciona correctamente: los momentos de humor ayudan a alivianar la carga de dolor que subyace a todo aquel juicio a las Juntas, y del que intenta dar cuenta la película; la emoción se logra, como era de esperarse, en los testimonios de las víctimas -sin causar estragos ni conmociones- y, sin dudas, en el brillante alegato final del fiscal Strassera -clímax de la película-; la tensión vinculada a las amenazas recibidas, a los escasos plazos de los que dispone la investigación, a la incertidumbre por la postura que asumirán los jueces, está presente; las actuaciones -sin grandes destaques, salvo la de Peter Lanzani como el joven fiscal Moreno Ocampo- cumplen su cometido sin traspiés; la música acompaña y refuerza ciertos climas y momentos, sin sobresalir… y así podríamos continuar con los planos, los movimientos de cámara, las transiciones, el ritmo elegido...

Quizá uno de los aspectos más destacables del filme sea el de no concentrar todo el peso dramático del relato sobre los hombros de Strassera/Darín. La figura de Moreno Ocampo, y su representación por parte de Peter Lanzani, desempeñan un papel fundamental para ello y generan el contrapeso necesario para que la balanza no pierda el equilibrio. La pareja como tal, también funciona de buena manera. Del mismo modo, la participación del novel equipo de investigadores que hubo que reunir a falta de gente experiente dispuesta -por distintos motivos- a arriesgarse en esta causa, también completan y sostienen la escena de forma atractiva y verosímil. Más allá del protagonismo evidente de la figura del fiscal -y de la, en sí misma, figura de Ricardo Darín-, el cuadro se torna coral, y ello le otorga otra carnadura, otra dimensión humana al planteo.

Es casi innegable que Mitre y su equipo optaron por un diseño “amigable” que pudiera garantizar la llegada del producto a grandes masas de espectadores, en el que todo fluyera sin impresionar ni provocar demasiado, sin inquietar. Son decisiones válidas, claro está, que persiguen un fin preciso. Las formas hacen accesible el contenido; incluso los aspectos jurídicos se logran desarrollar con claridad, sin apelar a tecnicismos que pudieran opacar la comprensión de lo necesario y medular. Todo ello resulta destacable dentro de ciertas pretensiones: ir al grano, alcanzar públicos diversos y en importantes cantidades, mostrarse sensible frente a causas nobles y colectivas, hacerlo sin golpes bajos ni sensiblería; tampoco transformarse en un simple panfleto, aun siendo básico en el planteo...

Rescatar hechos históricos significativos, contribuir en la construcción de la memoria colectiva, honrar a las víctimas de lo atroz, reivindicar la justicia y los derechos humanos, siempre es importante. Que todo ello pueda convertirse en sinónimo de gran arte, ya es harina de otro costal.

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