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LOS DARDENNE LO HICIERON NUEVAMENTE

 Publicado: 02/08/2017

La chica sin nombre: la culpa de lo humano


Por Andrés Vartabedian


“Es verdad, de alguna manera hacemos siempre la misma película. Y aunque hagamos siempre la misma película, tenemos que tratar de que siempre haya algo diferente”, comentaba Jean-Pierre Dardenne en cierta oportunidad. Y lo hay. Siempre lo hay. Porque, como lo humano, permanece similar a sí mismo siendo distinto cada vez. No por ello pierde valor, complejidad ni riqueza.

Lo que para algunos podría considerarse negativamente, y así lo intentan hacer ver calificando su filmografía como “la misma película”, otros lo saludamos con beneplácito y regocijo. Lejos de repetirse, se sostienen. Por encima de la reiteración se encuentra la coherencia: en las formas, sin dudas; pero mejor aún: en los principios. En su ética militante a prueba de “éxitos” y “fracasos”. Y lo mejor: a prueba de “éxitos” y “éxitos”. A prueba de premios y reconocimientos internacionales y, fundamentalmente, a prueba del lugar que -pocos dudarán- se han ganado ya en la corta pero maravillosa historia del arte por excelencia del siglo XX... y lo que llevamos del XXI.

Y escriben, producen y dirigen sus películas. Y filman en la misma región, la misma ciudad, desde hace 30 años. Y trabajan con cámara en mano. Y utilizan la luz ambiente y el sonido directo. Y sostienen el plano-secuencia como recurso de estilo, tanto en 16 mm como en el digital. Y mezclan actores profesionales con quienes no lo son. Y convocan a cierto grupo de técnicos una y otra vez. Y filman todas las escenas en orden cronológico. Y mantienen las locaciones de principio a fin del rodaje. Y ensayan y ensayan hasta el hartazgo con sus protagonistas... Y se presentan fieles a su método una y otra vez. Y ese es su mayor efecto especial.

¿Es todo ello, sólo ello, lo que los destaca en el panorama mundial y lo que los hará recordados para la historia del cine? Indudablemente no. Ello no es suficiente. No podría serlo. No debería. Quizá únicamente en pequeña proporción. Serían muchos otros los que seguirían sus pasos a pie juntillas intentando la trascendencia como mecanismo formal. Es todo ello puesto en función de, puesto en acción, al servicio de.

¿De qué? Básicamente: al servicio de revolcarnos en lo humano; de revolcarnos en nuestra humanidad, con nuestra humanidad. De vernos diferentes, complejos... mezquinos, miserables, tristes, apagados... Pero también solidarios, tiernos, comprometidos, enamorados, dichosos... Repulsivos y empáticos... La  esperanza bañada en lodo.

De algo de todo esto hemos dado cuenta ya en nuestro artículo referido a su gran filme previo, Dos días, una noche (2014).

En esta ocasión, La chica sin nombre nos presenta nuevamente a una solvente actriz protagónica: Adèle Haenel; la actriz profesional, reconocida, entre varios que no son ni lo uno ni lo otro. Ella caracterizará a la doctora en medicina Jenny Davin; tan austera, sobria y cálidamente como los Dardenne desarrollan su labor cinematográfica; efectiva y sin alardes. Ella será una vez más una soledad puesta en una situación difícil, de improviso, que deberá resolver que hace con eso que la involucra y que la aparta de su trajinar habitual y cotidiano. Esto también provocará movimientos a su alrededor que la harán conocer a otros al tiempo de conocerse. Los resultados -gratos e ingratos- serán nuevos descubrimientos a su vez.

Cual recorte de un pedazo de vida, en el tono naturalista en el que nos tienen acostumbrados, deudor de su pasado documentalista -al que agradecen-, aparecemos instalados en su consultorio desde el primer momento -centro neurálgico de los sucesos a desarrollarse-. En plena tarea clínica, la veremos exigente y segura, confiada en sí misma, junto al joven residente que realiza su práctica, próximo a finalizar sus estudios. Allí mismo, en pocos minutos dos sucesos simultáneos modificarán rápidamente su situación vital. Por decisión y por imposición de las circunstancias.

En medio de una discusión sobre el ejercicio de la medicina con el estudiante universitario sobrevendrá el sonido del timbre. Ella decidirá que ninguno responda a su llamado. Ya ha pasado más de una hora desde la finalización de su horario de trabajo, por un lado; por otro, ello sería una interrupción al ejercicio de su rol de severa tutora durante un momento de tensión. Ante la situación apremiante vivida por un paciente minutos antes, y la duda y parálisis de su colaborador, ella prioriza el llamado de atención. Además, simplemente, pretende tener razón.

Al día siguiente, ante la visita de dos inspectores a su consultorio, descubrirá que quien tocó a su puerta la noche anterior era una joven. También, que la joven fue hallada muerta a poca distancia del lugar, con signos de violencia. Al parecer, su puerta abierta hubiera significado la vida.

La culpa se instalará inmediatamente y comenzará a convivir con la Dra. Davin. Saber qué sucedió pasará a transformarse en su obsesión. De todos modos, algo contará más aún: conocer su nombre; el de la chica. Fue encontrada sin “papeles”; al parecer, una inmigrante ilegal. La cámara de su consultorio registró el momento de su pasaje por allí, su detención y el timbrazo. Que, al ser sólo uno, no transmitía premura, al decir de la médica. Luego de ver su rostro, su idea se modificará por completo. La joven denotaba prisa y desesperación. Quizá también desesperanza.

Abandonará el nuevo puesto alcanzado en una prestigiosa clínica antes de asumirlo. Se mudará a su consultorio. No dejará de atender una sola vez cualquier llamado a su puerta. Tampoco su celular, cuyo sonido se nos instala como símil del incontestado timbre. Cada golpe, cada llamada, adquirirán la carga de una convocatoria postrera. La fotografía de la chica sin nombre se transformará casi en el fondo de pantalla de su teléfono celular. Teléfono con el que comenzará su pesquisa detectivesca por la zona en busca de algún dato. La tumba debe tener un nombre. Una familia debe poder ser alertada de lo sucedido. La identidad debe ser recuperada. En esa búsqueda, incluso ella misma arriesgará su seguridad.

De todos modos, aquí la investigación de tipo policíaco importa menos que el conocimiento del contexto, de los seres humanos que lo integran, de las motivaciones de su accionar, de lo frágiles que son; de lo frágiles que somos. De nuestros vínculos y su potencial, para bien y para mal. Las pistas para ella tampoco serán las clásicas; serán los cuerpos y sus señales, las emociones y su somatización en el envase.

Y otra vez nos encontraremos recorriendo la pequeña ciudad industrial -o ex industrial- de Seraing en la región de Lieja, sus suburbios y dificultades, su desocupación e inmigración, sus tristezas y algunas sonrisas. La Dra. Davin es también médica de familia y sale a realizar sus rondas, en las que -al igual que en el consultorio del que se hace cargo siguiendo los pasos de su viejo maestro en la medicina- abarca seres humanos sin obra social, obreros y desocupados, belgas pobres y extranjeros indocumentados. Allí la gente se conoce y ello puede colaborar en su búsqueda. Además, se ha ganado el respeto y cariño de varios de estos seres a fuerza de comprensión y atención solidaria. El nombre se impondrá como condición para el descanso, el suyo y el de la chica.

Quizá con situaciones que asoman más forzadas en su creación que en anteriores oportunidades, con cierto subrayado innecesario de algunas líneas de tipo casi editorial o con actuaciones menos convincentes en parte del elenco elegido, de todos modos son ellos. De todos modos, destacan por solidez y convicción. Y las virtudes de sus planteos se sobreponen a cualquier óbice.

La concentración en su personaje, presente en casi cada escena y cada plano de su filme, la concentración en la situación abordada, la concentración espacio-temporal; su cámara de notoria presencia, que encima pero no invade; la pausa, los silencios, el tiempo para la reflexión... la de sus personajes, la nuestra, sus espectadores... Todo ello se impone una vez más, al igual que su carácter profunda, convincente y tercamente humanista.

Si además de los valores apuntados, alguien hallara alguna semejanza entre parte de lo relatado y acontecimientos reales de sufrimiento -individual, colectivo- y suspensión del duelo por ignorancia de paradero, o si se vislumbrara el punto de partida de su argumento como metáfora de otras muertes inmigrantes ante la clausura de puertas europeas, es que nos habremos dejado llevar por nuestra imaginación racionalizada. Lo que nunca está de más.

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