Compartir
Duelo
La luz incidente: el difícil equilibrio entre los muertos y los vivos
Por Andrés Vartabedian
“Anoche soñé con tu hermano”, comenta la madre a su hija, y relata parte de ese sueño, que asoma doloroso. Su postura casi de diván ya nos habla de intimidad, de interiores.
No es el único muerto. Con él, en el auto golpeado de frente por un camión, se encontraba también el esposo de Luisa (Érica Rivas), la hija que escucha. Las gemelas, de poco más de un año, han perdido a su padre. Ya no hay hombres en la familia. Solo madre y abuelas.
Luisa no parece estar en condiciones de asumir cómo seguir a partir de ese momento. Sus hijas la desvelan. Ella no duerme. Algo, o todo, pesa mucho. Los movimientos se hacen lentos y dubitativos. Y el silencio invade el hogar, la pantalla; la invade, nos invade. Lo escuchamos. Un silencio que no es calma.
Pero otros se casan y es “deber” cumplir con las amistades. “Evidentemente, ninguno de los dos quisiera estar acá. Creo que no vamos a tener otra opción que acompañarnos”, la descubre Ernesto (Marcelo Subiotto). Desde ese momento, será difícil mantenerlo al margen, conservar la distancia. No ya en la reunión festiva, en su vida. Si ella lo intenta, él parece sordo, como intuyendo la vulnerabilidad que luego comprobará.
Luisa permanecerá enclaustrada, encerrada entre marcos de puertas y ventanas, quebrada -dividida en la pantalla por vidrios y espejos-, dilatando obligaciones, intentando escabullirse, esconderse. “Dígales que no estoy”, le repite a su empleada doméstica, con la que mantiene cierta complicidad. Mary (Rosana Vezzoni), con la que se conocen desde hace años, también intenta ayudarla. Pero ella sigue planchando camisas de hombre a las cuatro de la mañana.
Se refugia en sus niñas. Intenta transmitirles la paz que no posee, prolongar cada momento, cada acción junto a ellas. La imagen se repleta de luz. Se extasía. Las gemelas llevan la luz adonde vayan. Parece no bastar. Ella apenas la refleja.
Sin embargo, una mujer sola... Años '60 en Argentina... No debería... Tiene dos hijas... Mantener la casa... El estudio en el que trabajaba su esposo ya no otorgará beneficios. La desestabilización no es únicamente sentimental. Madre y suegra acuerdan motivar su reincorporación al mundo del contacto con lo masculino. Luisa ha mencionado a Ernesto. Si este tuviera apellido...
“Las cosas se dan como se dan”, enfatiza la madre (Susana Pampín). Pero los tiempos para Luisa no se miden en los mismos términos que para aquellas. De todos modos, lo intentará. Por otra parte, Ernesto no ceja en su esfuerzo por conquistarla y, además de muy decidido, parece reunir otras condiciones importantes a tener en cuenta, y asoma sincero.
Sobrevuela la duda: ¿será simplemente una pose? ¿Oculta algo más que su deseo de formar una familia? Su presencia comienza a adquirir un halo perturbador, se carga de misterio.
Quizá sea únicamente una falsa percepción, motivada por nuestra empatía con Luisa. Para ella lo es en su dolor aún no resuelto. Al menos, por momentos. Cierta ansiedad lo torna invasivo. Hay un estallido latente. Sin embargo, se demora. Lo contenido permanece como tal. La develación espera.
“Un padre, un apellido, una familia”, insiste Ernesto -luz incidente-, pretendiendo ser algo más que un nuevo hombre en la vida de Luisa y las niñas. Luisa se molesta. Duda. El vínculo continuará su evolución.
Mientras tanto, la cámara acompaña el proceso. Se desplaza lo justo y necesario, al igual que Luisa, lenta como el duelo. Contempla sin interferir. Es una cámara que escucha, que sostiene la intimidad, nunca interrumpe. Registra desde cierta distancia, observa desde la puerta. Ante todo, el duelo debe ser respetado. No será sencillo abandonarlo. Nunca lo es. Alguna vez se eterniza, se fija como una mancha en la piel a la que el tiempo simplemente decolora; nunca borra.
El blanco y negro cumple perfectamente su función dramática, y la fotografía de Guillermo Nieto es uno de los destaques de La luz incidente que, no por casualidad, hace uso desde su título de un término vinculado a ese particular mundo de la imagen; pero también nos sitúa indubitablemente en la época en la que se ubica el relato -la década de los sesenta se piensa en blanco y negro todavía-, a la vez que comporta el homenaje necesario a aquel cine argentino. El de Leopoldo Torre Nilsson, por ejemplo, quien llegó a decir: “En blanco y negro me importaban los rostros; el color, en cambio, hace vivir más el ambiente”. Ariel Rotter respeta la máxima.
Pero el homenaje no está solo en los rostros y en el cuidado y fotográfico blanco y negro; también está en la pintura de una burguesía recluida en sus apartamentos, pendiente de sus obsesiones, en cierta “rareza” del ambiente, y en la “línea intimista” -al decir de Georges Sadoul- de algunos de sus filmes. Homenaje que no es únicamente admiración y reconocimiento, sino también asunción de una tradición.
También el elenco respeta y homenajea a los grandes actores que habitaban aquel cine. Todos, cada uno desde su rol, componen un cuadro cargado de matices, pletórico de garbo y solvencia, repleto de virtud. Personal y sutil, así es La luz incidente de Rotter. Incluso al momento de reflejar los avatares más mundanos. Su cadencia también es mérito.
Si la luz incidente es aquella que llega, directa o indirectamente, al objeto fotografiado, ya sea a través de fuentes de luz propia o por efecto del rebote en otras superficies, La luz incidente es objeto que, luego de recibirla, resignifica su poder lumínico y lo amplifica en el reflejo. En el caso de Luisa, ello tal vez no esté tan claro.