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DE FORTALEZAS Y DEBILIDADES
“Somos una familia”: ladrones de certezas
Por Andrés Vartabedian
Cuando alguien te ama, te abraza fuerte, fuerte, fuerte; no te golpea.
Cual sentencia orientadora del filme, y de esa pequeña vida que tiene entre los brazos, esto es, más o menos, lo que Nobuyo (Sakura Andô) le dice, casi al oído, a Yuri (Miyu Sasaki), la frágil y encantadora niña que la familia de aquella ha prácticamente adoptado luego de hallarla a las puertas de su casa, en gélido invierno, tiritando de frío y desamparo, y a la que descubrieron, posteriormente, con golpes y quemaduras, temerosa de un nuevo desquite.
En dicha adopción no habrá legalidad, como no la hay en muchos de los aspectos de la vida de esta familia un tanto singular -es que los lazos parecen trascender lo estrictamente biológico y sanguíneo-. Timadores, ladrones de tiendas, birladores, defraudadores del fisco… Básicamente, esos son algunos de los nombres que les caben a todos y cada uno de los miembros de este grupo, en mayor o menor medida. Además de dichas tareas, poseen trabajos ocasionales, inestables, mal remunerados, alguno que asoma “reñido con las buenas costumbres” (otras “buenas costumbres”). Viven en una casa precaria, pequeña -en la que seres y objetos aparecen hacinados-, en un barrio pobre de la ciudad de Tokyo, aquí lejos del despilfarro de neón habitual.
Ellos son cinco: una joven ingresando a sus veinte; su “hermana”, de unos treinta; la pareja de esta última, un hombre por encima de los cuarenta; un niño-adolescente, “hijo” de estos; y una anciana, bastante mayor, dueña de la vivienda y sostén principal de la familia. A ellos se sumará, rápidamente, Yuri, la niña maltratada a la que deciden mantener junto a ellos al percibir la violencia existente entre sus padres, la que visualizan al momento de intentar “devolverla” a su “hogar”.
A pesar de las dificultades con las que deben afrontar el diario vivir, hay cierta serenidad en ese grupo humano, cierto estar plantados firmes en sus convicciones, cierto desapego a las códigos más comunes, más habituales, de su entorno. Hasta cierta paz en su forma de asumir la cotidianidad. Cierta paz difícil de entender, en un primer momento, al pensarlos sujetos a tanta pobreza y abandono. El delito, la falta de escolarización de los niños y la holgazanería no son, precisamente, algo que podamos denominar “valores”.
Sin embargo, la debilidad está en nosotros, en nosotros al pensarlos. Ellos se tienen entre sí. Esas soledades se acompañan. Se siente tibio entre ellos. Ellos se eligieron. Aunque no sean una familia tradicional, se sienten como tal y viven como una; no tradicional, no les interesa. Su estar en el mundo se ubica por encima de sangres y ADN. Sus historias los han marcado y han optado por disfrazarlas, intentar olvidarlas; aunque solo sea ocultarlas. En esa sociedad donde se impone el control, una sociedad atomizada y alienada, la libertad parece estar en ubicarse fuera de la ley, en vivir al día, en elegir los vínculos. Lo normativo es un engaño, lo asumido “lógico”, “normal”; como parece evidenciar la pretendida familia de Yuri -a la que llamarán Lin y cortarán el cabello luego de que aparezca en las noticias; a falta de padres denunciantes, los servicios sociales se encargarán de dar a conocer su desaparición-.
Con su característico naturalismo, Hirokazu Koreeda los acompañará y observará sin juzgarlos. De nuestros prejuicios él no puede hacerse cargo; sabe que los acometeremos de todos modos, por lo que los utiliza a su favor; para engañar y despistar, quizá, pero también para cuestionar. Nuestras certezas habituales, esas que nos han legado y a las que hemos pasado poco por el tamiz de la duda, nos pasarán factura y se verán sometidas a sacudón. Sin transformar su historia en un panegírico de ese modo de vida, nos enseñará de complejidades y matices, y nos mostrará que hay otra forma posible del análisis; que la mirada se enternece cuando puede calzarse zapatos ajenos.
Esos “perdedores” serán capaces de la solidaridad y el amor sin pecar de santidad. A pesar de no ser partícipes de la fiesta y percibir a la distancia los fuegos artificiales, podrán reírse y darse la mano, podrán vivir sueños de hogar, compartirán el pan y el dinero obtenido -el bien y el mal habido-, intentarán quemar el pasado para ahuyentar las penas y serán capaces de acariciar las heridas para aplacar el dolor. Podrán transformar la tina de baño en cuna. Y no por ello dejarán de cometer errores. Y no por ello serán menos escrutados por los más jóvenes, que crecen y cuestionan; que reflexionan si ese es el rumbo correcto, que no comparten todos los caminos. Eso sí: lo harán siempre en libertad, desde la libertad. Siempre.
Y Koreeda se detendrá en detalles, nos permitirá el silencio, acercará su cámara al compás de nuestro acercamiento hacia ellos, la ubicará a su altura -la de cada uno-, hará rasgar lo dulce y melancólico en la guitarra, compartirá el sucederse de las estaciones, nos someterá a su amable crueldad. El invierno tal vez volverá.
Y cuando suceda “lo que debe suceder”, y lo normativo comience a poner las cosas en su lugar, nos ubicará solos frente a ellos y nos interpelará. A la cara, a los ojos. Las preguntas pasarán a nosotros. Y dudaremos: de nuestras convicciones, de nuestras dudas, de nuestros juicios y prejuicios; de nuestro andar.
Tal vez no hayamos encontrado aún las respuestas. ¿Qué sería de nosotros si eligiéramos a nuestros padres? Una casa sin familia no es hogar.