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HÉROES, QUE NO DIOSES
Sully: los hombres que hacen bien su trabajo
Por Andrés Vartabedian
Tal vez muchos lo hayan olvidado ya -la relevancia de las noticias muchas veces se diluye en la misma vorágine que las acompaña-: El jueves 15 de enero de 2009 un avión que transportaba 155 personas, y que perdiera sus dos motores apenas iniciado el vuelo, amerizó en el río Hudson, en pleno Manhattan, Nueva York. Todas resultaron a salvo, sin heridas de entidad.
Hay quienes lo han definido como el acuatizaje más exitoso en la historia de la aviación. El vuelo 1549 de US Airways llevaba destino Charlotte, en Carolina del Norte, para luego dirigirse a Seattle, en el estado de Washington. Había despegado del Aeropuerto LaGuardia en Nueva York hacía instantes cuando una bandada de aves -barnaclas canadienses, dirían las investigaciones posteriores- golpeó contra el fuselaje y los motores del Airbus A320, averiándolos definitivamente.
Ante la situación límite, y evaluando en segundos la improbabilidad de lograr volver a LaGuardia o, como alternativa -otra de las opciones manejada con la torre de control-, dirigir el vehículo, ya casi transformado en armatoste, al Aeropuerto de Teterboro en Nueva Jersey, su piloto decidió que lo mejor era amarar en el río Hudson; el que, en el momento del día en el que se produjo ‑15:30 hs. aproximadamente- y por la fecha del año en la que se encontraban ‑invierno boreal-, contaba con una temperatura de seis o siete grados bajo cero.
Cuentan los pasajeros que el impacto, incluso, no fue demasiado brusco. En pocos minutos guardia costera, bomberos, policías, buzos, se movilizaron y todos pudieron ser rescatados. Setenta y ocho fueron los que demandaron atención en hospitales locales por heridas leves -lo más importante fue la fractura de una pierna de una de las tripulantes- y por efectos de la hipotermia. El piloto a cargo del vuelo era el capitán Chesley Sullenberger, conocido como “Sully”; su copiloto, el primer oficial Jeffrey Skiles.
En ellos, y sobre todo en Sully, desde lo particularmente humano, y en las investigaciones posteriores que rodearon al accidente se concentra el último filme de Clint Eastwood, Sully: hazaña en el Hudson -como figura en la cartelera local-. Y, en este caso, el término “concentrar” es el estrictamente apropiado. En solo noventa y seis minutos -su película de menor duración-, Eastwood nos hace “revivir” todos los avatares y sinsabores padecidos por pasajeros y tripulación a bordo del vuelo 1549 de US Airways, recreando los doscientos ocho segundos de duración de la odisea desde la misma partida del Airbus hasta su amerizaje forzoso; total o parcialmente, real o fantásticamente ‑producto de los sueños recurrentes de Sully sobre lo que podría haber ocurrido-, real o supuestamente ‑de acuerdo a cómo avanzaba la investigación y las diversas hipótesis generadas en torno a las posibilidades que aquel habría tenido de tomar otras decisiones-.
En todo caso, nos vamos sumergiendo lentamente, fragmentariamente -la recreación es hábilmente fragmentaria-, humanamente, en esos casi tres minutos y medio que, para los 155 individuos embarcados en ese vuelo, pudieron haber sido los últimos. Con breves y pequeñas pinceladas sobre algunos de los pasajeros y de los tripulantes allí reunidos, tanto en los momentos previos a la partida como ya sobre la aeronave, vamos asumiendo la fallida tragedia en toda su dimensión humana, racional y emocional. Eastwood maneja con tanta contundencia esos trazos ‑sin por ello perder nunca la sutileza- que logramos visualizar los vínculos quebrados que no fueron, los sueños rotos que no fueron, el futuro extirpado que no fue; comprendemos el miedo, el desasosiego, el profundo dolor, la esperanza, la fe... Comprendemos que el número 155 se compone de uno más uno más uno más uno más uno... Que todos cuentan. Un dato no menor al momento de calibrar la proeza.
A pesar de conocer de antemano el desenlace de la historia, Eastwood también nos hace copartícipes de la tensión vivida aquella tarde de enero de 2009. El manejo del nervio más básico y trepidante no es algo que le sea desconocido al Maestro octogenario; fiel, por otra parte, al cine que lo vio nacer y desarrollarse, primero como actor y luego como director. “Prepárense para el impacto” es la frase que resume lo que vendrá. El coro de azafatas repitiendo al unísono: “Prepárense, prepárense, prepárense. Cabezas abajo, manténgase agachados” resuena una y otra vez cual oración común que intenta exorcizar el impacto y la muerte. En la cabina de control, la computadora también reitera incansable y futilmente la precariedad de la situación.
A estas virtudes, las acompaña -y colabora enormemente en su destaque- el enorme y minucioso trabajo de producción que Sully tiene a sus espaldas: desde la utilización del mismo modelo de aeronave accidentado, las aguas del mismo Hudson para su rodaje, la presencia del propio Chelsey Sullenberger acompañando la realización, la interacción de este con quien lo encarnaría tan vividamente: Tom Hanks. También hay decisiones de guión en la verosimilitud lograda en algunas escenas, como el no ensayo al momento de la evacuación de la utilización de las balsas inflables que poseía el avión.
Sin embargo, hay algo más trascendente detrás de toda la parafernalia montada: el factor humano. El factor Sullenberger, con su experiencia de décadas de vuelos ‑tanto militares como civiles-, su conocimiento en materia de seguridad aérea ‑se especializaba en ello por entonces-, su sobriedad, su dedicación, su profesionalidad... la serenidad mostrada al momento de tomar la decisión definitiva y, sobre todo, de ejecutarla.
Esa serenidad, construida a base de años dedicados a su profesión, y desde la convicción más plena en que esa, y no otra, era la mejor opción de acuerdo a las circunstancias de destrucción de motores, altitud, velocidad, proximidad a zonas pobladas, distancia respecto a los aeropuertos más cercanos, etcétera, es la que pondrán a prueba los miembros de la Junta Nacional de Seguridad del Transporte cuando inicien su investigación sobre el vuelo 1549 de US Airways, los factores que llevaron al arriesgado camino elegido y la responsabilidad de los hombres a cargo del amerizaje.
Allí comenzarán las dudas, los cuestionamientos, las interpelaciones -externas que devendrán en internas-, y las simulaciones, primero meramente virtuales, computarizadas; luego, con pilotos reales en cabinas de mando artificiales en las que se intentan las distintas posibilidades alternativas a la asumida. Allí es que Sully verá alterada su tranquilidad convencida, su nunca impostada paz interior ‑los breves pero intensos, exquisitamente concebidos, diálogos telefónicos con su esposa se transformarán en los únicos momentos de intimidad que tendrá en esos días colmados de admiradores, investigadores y periodistas.
Es que un “héroe” por esos días, al comienzo del año posterior a una de las mayores crisis económicas vividas por Estados Unidos, no deja de ser un respiro de esperanza para la gente de a pie sobre la que se acumulan únicamente malas noticias y, para los medios, un gran negocio sobre el que insistir e insistir. Eso, por un lado. Por el otro, probar error humano garantizaría que las aseguradoras no tuvieran que desembolsar importantes sumas de dinero y que la empresa de aviación no se viera demandada grandemente.
Pero allí se sostiene Sully, convencido de haber hecho lo correcto, que no era más que cumplir con su trabajo de la mejor forma posible. El hombre que no pudo relajar su tensión hasta que confirmó que todos y cada uno de los pasajeros a su cargo estaban a salvo, insiste en que las decenas de simulaciones que prueban aterrizajes exitosos en aeropuertos cercanos deben estar obviando algo importante. Claro, una vez más: el factor humano; la reacción frente a la situación límite; el tiempo que esa reacción demanda; la falta de entrenamiento para situaciones similares; la inadvertencia de que algo así sucedería.
De todos modos, su templanza y serenidad se sostienen. Eastwood las acompaña desde la melodiosa, tenue, finísima banda sonora, conformada mayoritariamente por unas pocas notas en el piano que funcionan como leitmotiv que acompaña al personaje y su intimidad, golpeadas tan sutil y firmemente como el carácter del que está hecho Sully. Cuando el silencio es necesario, también se impone ensordecedor, y la reflexión se abre paso en la sala. La soledad de la aeronave en el río asoma como metáfora de su situación en Nueva York mientras aguarda el desarrollo y desenlace de las pesquisas. Sully no logra comprender que en el bar en el que se detiene a beber, escapándole a las pesadillas, un trago lleve su nombre; tampoco que la televisión lo refiera a toda hora, o que el neón de la ciudad acompañe su imagen permanentemente. La palabra “héroe” se ha transformado en su sinónimo.
Él solo hizo su trabajo. Eastwood lo sabe y lo aprueba. Este también sabe cómo hacer bien el suyo. Esta variante tampoco puede ser simulada.