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EL TRABAJO FORZOSO EN EL MUNDO
En la telaraña
Por Luis C. Turiansky
La técnica más común del trabajo forzoso consiste hoy en proponer a los necesitados contratos ficticios en regiones apartadas o, mejor aún, directamente en el extranjero. El trato es generalmente verbal, casi nunca por escrito, y omite los detalles. Al llegar, se insta a los novicios a entregar los documentos, con lo cual quedan a merced de los empleadores. Como en ningún momento se dan a conocer las condiciones, es el día de pago en que estos desgraciados se enteran del monto de su sueldo. Viene entonces la maniobra más diabólica del sistema: del sueldo nominal, una suma ya de por sí ridícula, el agente reduce supuestos gastos, que incluyen la comida miserable, el alojamiento en barracones, ropa, implementos de trabajo, y todo lo que se le ocurra, de modo que el trabajador se queda prácticamente sin nada e incluso debiendo los gastos del viaje, deuda que jamás podrá saldar y que servirá de pretexto para retenerlo como prisionero.
Es el estilo de los “braceros” de otrora, o los “mensús” de los yerbatales de la cuenca del Paraná, que inmortalizó, entre otros, nuestro Horacio Quiroga, pero en las condiciones del siglo XXI y la economía global.
Hay, desde luego, variantes más brutales, que recurren a amenazas y castigos físicos y son empleadas por mafias criminales en el terreno de la prostitución y las drogas, para la explotación del trabajo de inmigrados indocumentados, pero el ejemplo del comienzo es, en mi opinión, más elocuente, ya que pretende ser una actividad legal, en muchos casos bajo el sello de grandes empresas de renombre, por ejemplo en la industria extractiva o la pesca intensiva.
LA OIT Y EL TRABAJO FORZOSO
En 1930, ya en vísperas de la ofensiva fascista en Europa, la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo adoptó el Convenio Nº 29 relativo al Trabajo Forzoso u Obligatorio (ratificado por el Uruguay solo en 1995). El documento está destinado a que los Estados supriman gradualmente toda forma de trabajo obligatorio a través de su legislación, con algunas excepciones relacionadas con motivos penales, militares o de utilidad pública.
La Unión Soviética, así como posteriormente los otros países socialistas, establecían en sus leyes el principio de obligatoriedad del trabajo en beneficio de la sociedad e incluso habían instituido el parasitismo entre los delitos pasibles de sanción penal, motivo por el cual se negaron a ratificar este convenio y ello tuvo lugar tras el subsiguiente cambio de régimen.[1]
Estas discrepancias ideológicas se acentuaron en los años de la guerra fría. En 1957, un segundo documento dedicado a la temática, el Convenio Nº 105 sobre la Abolición del Trabajo Forzoso, fue aún más directo al aludir, aun sin nombrar su origen, a algunas situaciones negativas específicamente relacionadas con los países socialistas.[2]
De cualquier modo, es evidente que el mundo ha cambiado mucho desde la época en que vieron la luz ambas normas internacionales. Naturalmente, si el problema del trabajo forzoso hubiera desaparecido, ello sería motivo de alegría y con gusto se enviarían los documentos en cuestión al cajón de la historia. Desgraciadamente no es así, como hemos visto. Para responder a este desafío, en febrero de 2013 se reunió en Ginebra una Reunión Tripartita de Expertos sobre el Trabajo Forzoso y Trata de Personas con fines de Explotación Laboral. Un año después, la Conferencia Internacional del Trabajo de 2014 aprobó un Protocolo relativo al Convenio Nº 29 de 1930 y una Recomendación sobre el Trabajo Forzoso (medidas complementarias), que lleva el número 203. Ambos instrumentos entraron en vigor en noviembre de 2016.
¿Qué aportaron de nuevo? En primer lugar, el Protocolo complementa las disposiciones del Convenio con una serie de medidas vinculantes para los Estados que los hayan ratificado; en cambio la Recomendación, como su nombre lo indica, solo sugiere otras medidas complementarias, sin obligar a su cumplimiento. Se presentan así una serie de medidas necesarias para combatir el trabajo forzoso, a través de la prevención, la educación, la protección de las víctimas y el régimen de compensación de daños y perjuicios, seguramente lo que más temen los empleadores involucrados.
De una manera general, el objetivo planteado fue el de poner al día las normas establecidas al respecto. Sin embargo, su lectura es en cierto modo decepcionante, ya que el resultado no corresponde a los años de estudio y deliberaciones tripartitas que precedieron a su adopción. Probablemente la resistencia de los empleadores ha jugado un papel decisivo en esto. También llama la atención el escaso número de ratificaciones alcanzado (17 en la última consulta efectuada en la página web de la OIT, el 18.7.2017; Uruguay tampoco figura en la lista). Una prueba más de las limitaciones de la diplomacia tripartita.
LA EXTENSIÓN DE LA PLAGA
El tema merecería no obstante que se le preste más atención. No solo por el número de víctimas que produce, también por su costado ético y por su relación con otros fenómenos sociales, en particular en lo que se refiere a la crisis migratoria.
Los datos de la OIT hablan de 21 millones de víctimas, de las cuales más de la mitad son de sexo femenino, adultas y menores. Pero las cifras que manejan las organizaciones no gubernamentales son muy superiores: casi 30 millones según la organización australiana de lucha contra la esclavitud Walk Free, 45 millones según otras fuentes, que incluyen también la dependencia del núcleo familiar y los matrimonios forzados, moneda corriente en el medio rural de muchos países menos adelantados.
El Índice Mundial de la Esclavitud de la organización Walk Free presenta un cuadro muy completo de la situación actual (el último informe corresponde a 2016). Resulta impactante saber que muchos nacen heredando la condición de esclavos, particularmente en partes de África occidental y el sur de Asia. Entre los países más afectados por el flagelo del trabajo forzoso están la India, Mauritania, Pakistán, Haití, pero incluso un país europeo, Moldavia.
El motor del fenómeno es el lucro, que las condiciones de la globalización con preeminencia de las concepciones neoliberales, al reducirse la capacidad de regulación y control de los Estados, conducen a una extrema gravedad. Cuando la OIT denuncia que estas prácticas ilegales en el sector privado producen globalmente ganancias estimadas en 150 mil millones de dólares anuales, no podemos asombrarnos ante el nivel alcanzado por la explotación del trabajo esclavo. Conocido es el caso de algunas minas de piedras preciosas en África, donde los trabajadores no reciben sueldo alguno sino que deben negociar con los agentes una comisión por las piedras encontradas. Deben en cambio sufragar los gastos de hospedaje y alimentación.[3]
De allí salen gran parte de los fugitivos que se dirigen luego en embarcaciones endebles a través del Mediterráneo, en busca de condiciones de vida humanas, pereciendo muchos de ellos por el camino. Porque no solo se huye de las guerras, también las alevosas formas de explotación donde no existe la esperanza empujan a las familias a lanzarse a la mar con sus hijos, sin que la perspectiva de una muerte probable los detenga.
¿CARIDAD O SOLIDARIDAD?
Las escenas que la tecnología moderna de la información nos hace llegar a diario sobre el drama de los refugiados nos conmueven y sublevan a justo título. La primera reacción, casi instintiva, es la de compartir el dolor de esa gente. Por otro lado, sin embargo, el flujo incontenible de inmigrantes, en el que predominan los que buscan mejorar su situación económica, produce repulsa y miedo en los países receptores. Ayudar sí, pero lejos de nuestras fronteras, parece ser el lema de las clases medias, horrorizadas al contemplar la pobreza que alguna vez también existió en sus países, pero que ellos no conocieron. “Los países marítimos durante siglos aprovecharon las ventajas de tener costas y ahora no tienen suerte”, llegó a decir Milan Chovanec, actual ministro del interior de la República Checa, país sin mar, partidario también de armar a la población contra la amenaza del terrorismo musulmán; lo dijo al rechazar la idea de repartirse entre todos a los cientos de miles de refugiados llegados a los campos de internación en España, Italia y Grecia.
La diferencia entre la caridad y la solidaridad consiste en que no basta con entregar unos pesos con tal de no ver más al mendigo, real o simulador, que nos muestra sus llagas postrado en la vereda, sino que lo que cuenta es el compromiso consciente de luchar juntos por la erradicación de la miseria y la explotación que se las han infligido. No quiere decir esto que ambos valores se contradigan, nada de eso, la caridad es un sentimiento natural en el ser humano, mientras que la solidaridad exige una actitud mental.
Puede alegarse que la solidaridad solo es posible con quien lucha, y es verdad. Los refugiados no luchan, solo son exponentes de los resultados más odiosos de un mundo injusto. Y cuando luchan, lo más probable es que lo hagan como terroristas. Pero es nuestro deber luchar con nuestro propio bagaje de conocimientos y experiencia por erradicar la injusticia del mundo. Eso es la mayor solidaridad que podemos entregar a las víctimas. Pero el óbolo humanitario tampoco se excluye.