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EN EL LENGUAJE, ES EN VANO BUSCAR LA COMPLETUD.

 Publicado: 05/10/2022

La infelicidad del lenguaje


Por Santiago Cardozo


“[…] la angustia nos introduce, con el acento de la máxima comunicabilidad, a una función que es, para nuestro campo, radical – la función de la falta”.

Jacques Lacan – El seminario. Libro 10: La angustia

El imperativo de la felicidad (el lenguaje nos hace infelices, porque no hay en él plenitud) produce montos de angustia por doquier, sin descanso: alcanza con levantar una piedra para encontrarse un puñado de lágrimas disponibles que se incrustarán bajo los párpados. Así, al menor movimiento, comienzan a desparramarse por todo el torrente sanguíneo. Luego, solo queda intentar deshacerse de lo que se nos ha metido a nuestro pesar. 

Cualquiera que, por la situación que fuera, quedara situado en el mitológico y, en cierto modo, al menos para nosotros, horroroso lugar de Funes (el memorioso), no soportaría dos segundos la apabullante plétora de la realidad, ante la cual la lengua se nos aparece como un conjunto de palabras completamente deficitario, pobre, incapaz de aprehender la infinidad de matices que componen el abanico inconmensurable de los objetos que pueblan el mundo (su casi intolerable precisión, que Funes no soporta porque, al tiempo que pertenece, con todo derecho, a la mitología, es un tipo común y corriente como nosotros, paradoja especialmente difícil de digerir y, por ello, asunto crucial del cuento de Borges). Así, ha de decirse lo siguiente, teniendo presente esta doble condición problemática, irresueltamente incómoda para nuestra forma de la interpretación: Funes no es (y en cierto modo y lugar es) un sujeto, porque no tiene lenguaje; lo suyo es una acumulación de palabras, aun cuando haya gramática; una acumulación que no llega a ser una racionalidad, el complejo juego de las determinaciones simbólicas o las abstracciones lingüísticas que componen, en efecto, el lenguaje. En este sentido, Funes es un personaje “monstruoso”, mitológico, que nos empuja al abismo de los límites mismos de nuestro pensamiento, de lo que nos es posible pensar, de la manera en que tratamos con las paradojas, con las contradicciones flagrantes que, sin embargo, además de perturbarnos, producen la verdad del sujeto; es, si se quiere, el perímetro infranqueable de nuestra ontología, a la que “accedemos” a través de la invisible y siempre limitada vuelta de tuerca de Borges: el hecho de que solo podemos ver a Funes y tener hipótesis sobre lo que es por intermedio de la mirada del narrador, semejante nosotros, es decir, un narrador del que podemos decir que, como nosotros, es un sujeto en la medida en que es un ser hablante. 

Funes ve un objeto (el famoso perro) y dice, desde luego, “perro” (su “monstruosidad” no llega hasta el punto de que, en una de esas, hubiera dicho, en lugar de “perro”, “lanzallamas” o “heladera”). Pero apenas el perro se mueve un milímetro en cualquier dirección o transcurre un milisegundo, el objeto-perro ya es otra cosa y, por lo tanto, requiere otro nombre. Y, desde luego, así sucesivamente para cualquier objeto del mundo, concreto o abstracto. De esto que Funes no pueda abstraer, vale decir, emplear la palabra “perro” para cualquier caso: perros distintos o el mismo perro movido en el espacio o inmóvil, pero sujeto al paso del tiempo (repárese en que esta formulación, es decir, el modo en que lo estoy planteando, ya es el lugar desde el que estamos pensando a Funes y, a la vez, el límite para comprenderlo, para ser capaces de inteligir su extraña realidad). Funes no puede, entonces, pensar y, por ello, no es memorioso, en la medida en que la memoria vive de los recortes y de los olvidos, de la posibilidad de que haya lenguaje. No obstante, habría que modular más esta cuestión, verdaderamente decisiva en el cuento de Borges.

De este modo (cruel), puestos nosotros en la posición de Funes, podríamos imaginarnos (téngase en cuenta la vuelta de tuerca referida) la angustia que nos sobrevendría al darnos cuenta de la imposibilidad de que el lenguaje pueda decir el mundo: este siempre se nos escapa, elude la determinación simbólica que supone toda palabra (siempre que, insisto, tuviéramos un resabio mínimo de lenguaje, allí donde el propio Funes parece situarse, porque, a fin de cuentas, lo verdaderamente impensable es esa doble condición paradójica del personaje, quien, a la vez, es y no es como nosotros). Esa angustia advenida es la consecuencia directa de estar ante el más radical sinsentido de la realidad, cuya captura nos desborda ampliamente y nos coloca en el borde mismo del desfiladero por el cual cae o podría caer, desplomada completamente, nuestra condición de sujetos. Pero es preciso dejar en claro lo siguiente: Funes no se angustia; Funes parece estar en lo real; somos nosotros los que, imaginándonos en la posición de Funes, podemos tomar una intuitiva conciencia de esta forma de la angustia y, a partir de ello, entender que somos sujetos por su ocurrencia. 

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¿Qué ocurre cuando alguien habla y, mientras lo escuchamos, quedamos capturados/fascinados por la propia mecánica corporal del hablar, haciendo a un lado lo que dice y la forma del decir? En otras palabras, ¿qué sucede cuando, sustraídos al orden mismo de la significación (la producción de sentido: estas palabras dicen esto y esto otro y aquello de más allá, o tal vez dicen, en realidad, esta cosa que no veíamos a primera vista), nos sumimos hipnotizados en el automatismo físico-fisiológico del hablar, observando con todo detenimiento y toda ausencia de conciencia el modo en que se abre la boca, se mueven los labios, aparecen y desaparecen los dientes y la lengua, el movimiento de los pómulos, la formación de las arrugas que rodean la boca y la nariz y/o escuchando el ruido que sale de esa cavidad, sus timbres, sus escansiones y síncopas?

En rigor, no pasa nada; todo comienza a pasar cuando, ya vueltos a la vida significativa, tenemos el recuerdo o la conciencia de lo ocurrido y somos capaces de advertir o, al menos, intuir, que todo nuestro edifico simbólico (eso que llamamos lenguaje y que, corrientemente, entendemos como una herramienta de comunicación, desgraciada metáfora que se encuentra tan alejada de lo que es el lenguaje) se apoya en un sinsentido radical, que detrás, debajo o encima de lo que decimos y escuchamos no hay sino la nada más apabullante, el peligro de que toda nuestra realidad se desmorone por el efecto de un ligero soplido, de un pequeño golpe de oreja o de un susto con un descolorido lirio en la mano.

Podríamos llamar angustia a la relación siempre tensa entre el orden significante (nuestra realidad tal como la conocemos, el hecho de que, cuando alguien habla, oímos palabras, a las que dotamos imaginariamente de tales y cuales significados) y ese “otro lado”, inubicable, en el que domina el sinsentido, “otro lado” amenazante, capaz de poner en crisis nuestra vida cotidiana.

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Angustia: figura de una relación problemática con el Otro (el lenguaje, la historia, la cultura, la sociedad).

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