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CON EL PROFESOR SIDI OMAR
Los Estudios Poscoloniales como horizonte político y pedagógico hacia una cultura de la paz
Entrevista por Gustavo Faget
─ ¿Cuál es tu formación académica y cómo se desarrolla tu actividad como docente?
─ Tengo Máster y doctorado europeo en Estudios de Paz y Conflictos de la Universitat Jaume I de Castellón, en España. Después de cuatro años de trabajo como miembro del cuerpo diplomático de la República Saharaui y del Frente POLISARIO empecé a pensar en realizar estudios de posgrado sobre la negociación y la resolución de conflictos. Al buscar programas relacionados con estos temas encontré la maestría en Estudios de Paz y Conflictos de la Universidad de Castellón, que me pareció muy interesante por la transversalidad de su currículo y el carácter multicultural del profesorado y el estudiantado. Me matriculé en este programa de Máster en 2000 y después los de doctorado en la misma universidad. En 2006 acabé mi investigación doctoral con la presentación de una tesis sobre los Estudios Poscoloniales que luego se publicó por la Universitat Jaume I de Castellón en 2008. Como docente, en la actualidad soy investigador en el Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz (IUDESP) y de la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz de la misma Universidad, en cuyo marco vengo desarrollando mi actividad investigadora y docente como profesor invitado en el Master Universitario de Estudios Internacionales de Paz, Conflictos y Desarrollo. Soy también profesor invitado en la Universitat Oberta de Catalunya, en España. Las asignaturas que imparto, en español y en inglés, abarcan la filosofía para la paz, la interculturalidad, el diálogo intercultural desde una perspectiva poscolonial, introducción a los estudios de paz y desarrollo, las metodologías de investigación y la violencia política relacionada con el salafismo violento.
─ ¿Cuál es la propuesta académica de la cátedra UNESCO para la Cultura de la Paz?
─ La propuesta académica de la Cátedra UNESCO de Filosofía para la Paz, en la que venimos trabajando un grupo multidisciplinar de investigadores e investigadoras en la Universidad de Castellón, se sitúa en el marco general de la investigación de/para la paz (Peace Research) como disciplina múltiple que se basa en el valor de la “paz” como su categoría principal de análisis. Sin duda, el gran reto al que se enfrenta la investigación para la paz en la actualidad es el hecho de que la cultura de la violencia ha impregnado todas las esferas de la actividad humana: la política, la religión, el arte, el deporte, la economía, la ideología, la ciencia y hasta la educación. No es de extrañar por lo tanto que la violencia en todas sus formas siga recibiendo casi toda la atención de los medios de comunicación audiovisuales y ocupando las portadas de los grandes periódicos internacionales, mientras que la paz se presenta como si fuera un acontecimiento “excepcional” en el curso de una situación global y normalizada de violencia. Es decir, el gran reto que afrontamos hoy en día como investigadores para la paz es el de visibilizarla en todas sus formas para que se normalice como una realidad empírica digna de valorar y fortalecer y para que los muchos momentos y experiencias de paz que tenemos sean la base sólida de nuestras conductas y forma de ser. En este marco, desde una perspectiva filosófica basada en la multiculturalidad y la interdisciplinaridad, la propuesta de la Filosofía para la Paz, promovida particularmente por el Profesor Vicent Martínez Guzmán, hace hincapié en que los seres humanos tienen competencias para hacer muchas cosas que incluyen no solo diferentes formas de violencia sino también la paz y las relaciones pacíficas. Pretende así introducir un giro paradigmático en la forma en que hemos sido socializados para ver la violencia en nuestra vida. Filosóficamente, la Filosofía para la Paz centra sus esfuerzos analíticos en la reconstrucción normativa de las competencias humanas para vivir en paz y transformar los conflictos por vías pacíficas, es decir hacer las paces. Epistemológicamente, sus análisis se fundamentan en la paz (y no en su ausencia), que se convierte en una categoría de análisis en sí misma para ser estudiada y abordada desde perspectivas interdisciplinarias e interculturales. En este contexto, por ejemplo, se resalta la noción de la “paz imperfecta” propuesta por el historiador e investigador de paz Francisco Adolfo Muñoz, de la Universidad de Granada, en España, que se refiere a los procesos constantes e inacabados en los cuales los seres humanos construyen sus relaciones por medios pacíficos. El valor de esta herramienta teórica radica en que rompe con aquellas concepciones totalizantes en que la paz aparece como algo perfecto, acabado o inalcanzable y utópico. También va más allá tanto del utopismo maximalista como del conformismo conservador acerca de la paz, superando así la visión simplista y dicotómica de la condición humana como algo o de paz o de violencia absoluta. Esta propuesta, por ende, nos permite reconocer fenomenológicamente los muchos momentos de las paces imperfectas (experiencias, valores, actitudes, etc.) en nuestras propias experiencias y, de esta manera, crea esperanza basada en hechos empíricamente fundamentados, no en meras ideas exageradas o utopías. En concreto, la noción de la “paz imperfecta” nos invita a todos a considerar la paz como un proceso en el cual los seres humanos continuamente reconstruyen y utilizan sus competencias para vivir en paz y transformar los conflictos por medios pacíficos. En definitiva, lo que pretende la Filosofía para la Paz es reconstruir el marco conceptual que posibilita la reconstrucción normativa de las intuiciones subyacentes a las experiencias y a los conocimientos cotidianos que sirven como horizonte normativo de cómo los individuos deben hacer las cosas de manera diferente para transformar los conflictos por vías pacíficas.
─ ¿Puedes desarrollar tu idea sobre la hibridez cultural como oportunidad para desarrollar una cultura de la paz?
─ El enfoque de la hibridez que proponemos se basa en la necesidad de repensar críticamente las nociones hegemónicas de cultura e identidad que a menudo se fundamentan en dos tipos de esencialismo. Por un lado, el esencialismo biológico que explica la identidad como algo arraigado en las diferencias biológicas y, por otro lado el esencialismo cultural que ve la identidad como algo fijo en las diferencias históricas y culturales, todas esas diferencias asumidas como algo natural e inmutable. En particular, al asumir la identidad como algo dado y basado esencialmente en ontologías fijas, el pensamiento esencialista tiende a promover formas de identidad que son sectarias, intolerantes, dominadoras y a veces “suicidas” como defiende el escritor libanés‑francés Amin Maalouf. Además, aparte de su aspecto enriquecedor, la multiculturalidad que caracteriza nuestro mundo también provoca tensiones, antagonismos y conflictos entre diferentes grupos y colectivos. Por ejemplo, hoy en día somos testigos de lo que se podría llamar una “oleada identitaria” entre un número creciente de grupos sociales que se ven intentando afirmar sus identidades culturales o religiosas “primordiales” a veces con violencia o proteger sus modos idiosincrásicos de vida contra la percibida amenaza de la homogeneización de los diversos procesos globalizadores.
Todo esto nos urge a emprender una reconsideración crítica de las nociones de cultura e identidad para desarrollar marcos conceptuales y herramientas pedagógicas alternativas que nos permitan una mejor comprensión de nuestras propias identidades y las diversas maneras en las que podemos relacionarnos con los demás en un mundo que cada vez se vuelve más globalizado. En este marco, basándonos en la raíz etimológica de la palabra “cultura” que se deriva del verbo colere en latín (que en castellano significa “cultivar”, entre otros significados), proponemos entender la cultura como algo que cultivan (o construyen) los seres humanos y, por ende, es inseparable de las acciones humanas e implica responsabilidad. Por lo tanto, ya no tiene sentido hablar de la cultura como si fuese una entidad autónoma que existe más allá del control de los seres humanos, porque en realidad todos somos partícipes en las diferentes maneras en que cultivamos colectivamente nuestras relaciones unos con otros y con la naturaleza. Puesto que la cultura representa el marco de referencia para la construcción identitaria, podemos concluir que todas las identidades, tanto individuales como colectivas, son construcciones socioculturales, teórica y prácticamente, y que son inherentemente fluidas y maleables y arraigadas social e históricamente, y por lo tanto no son dadas ni en la naturaleza, ni en la anatomía o cualquier otra esencia antropológica.
Con respecto a la idea de la hibridez, cabe señalar que la práctica cultural de hibridez e hibridización ha sido durante mucho tiempo parte de la discusión continua e interdisciplinaria sobre la identidad en todas sus formas. En los Estudios Poscoloniales, Culturales y Literarios, la hibridez (hybridity en inglés), el sincretismo, la criollización, el mestizaje, el métissage y bricolage (en francés) son todas condiciones y matices que se usan para referirse a los fenómenos de mezcla, combinación y fusión en formas no solo culturales sino también “raciales”, lingüísticas, religiosas y estructurales. Es la hibridez, sin embargo, la que ha sido apropiada para usarse, de manera más amplia, en varios discursos culturales a la hora de hablar de la cultura como algo permeable que se produce continuamente a raíz de los encuentros culturales. La introducción de la hibridez en el debate cultural también señala una sensibilidad creciente hacia la realidad compleja de nuestro tiempo. Dado el acelerado proceso de globalización y sus consecuencias, el discurso de la hibridez indica la necesidad de reconocer la naturaleza híbrida de nuestras identidades y culturas y, por consiguiente, desarrollar herramientas analíticas que nos permitan negociar y concebir nuestras experiencias históricas y presentes de maneras constructivas y no conflictivas. Es en este contexto en el que hemos propuesto una reformulación del concepto de hibridez en su forma cultural, que hemos retomado principalmente de los trabajos de Frantz Fanon, Edward Said, Hombi Bhabha y Gayatri Spivak. En esencia, nuestra propuesta pretende transformar la hibridez, como una normalidad cotidiana, en una intervención crítica en el análisis cultural así como en una herramienta pedagógica que pueda ser un medio eficaz para superar los discursos esencialistas sobre cultura e identidad y permitir una mejor comprensión de los procesos de construcción de la identidad en un mundo que cada vez se vuelve más interrelacionado y globalizado. Obviamente, nuestro enfoque de la hibridez no supone negar o abolir las diferencias personales porque reconoce que cada persona representa un proyecto particular de construcción subjetiva, aunque pueda participar de un patrimonio cultural o simbólico común. Tampoco se trata de concebir la identidad simplemente como un producto de la combinación, acumulación, fusión o síntesis de varios componentes. Más bien, desde la hibridez, la identidad se concibe como un campo de energía en que se encuentran y se transforman de manera constante diferentes fuerzas y procesos.
En conclusión, nuestra reformulación de la hibridez se basa en tres niveles interrelacionados de interpretación. Primero, la hibridez se ve como un fenómeno empírico común de todas las culturas debido a varias razones históricas, sociales y culturales. Segundo, se percibe como una categoría analítica y un enfoque crítico que reconoce y asume la hibridez como un elemento constitutivo de toda cultura e identidad. Tercero, se introduce como una herramienta pedagógica que pretende cuestionar e ir más allá de los discursos esencialistas hegemónicos sobre la cultura e identidad, y valorizar los elementos híbridos inherentes a la formación y transformación cultural e identitaria. En sus dos últimos significados, la hibridez implica un nuevo tipo de política cultural que enfatiza la naturaleza híbrida de las identidades y culturas y pone de relieve las barreras cognitivas que sostienen los discursos esencialistas sobre cultura e identidad. Además, reconoce que la importancia crítica y pedagógica de la hibridez significa implicarse en una política educativa con especial énfasis en la educación informal y formal y su papel en la realización del cambio de mentalidad necesario para crear nuevos modos de comunicación intercultural constructiva en un mundo que cada vez se vuelve más integrado y globalizado.
─ ¿Cuáles son las principales características de la Crítica Poscolonial?
─ La crítica poscolonial forma parte de los Estudios Poscoloniales, que es el nombre genérico de un conjunto de marcos conceptuales y enfoques de crítica y análisis cultural que surgieron en los años setenta. Los Estudios Poscoloniales generalmente se centran en abordar las formas culturales que median, resisten y reflexionan sobre las relaciones de dominación entre y dentro de las naciones y culturas que, estando arraigadas en la historia del colonialismo europeo moderno, persisten en la presente era neo/poscolonial. La crítica poscolonial, por tanto, se basa particularmente en la indagación de la íntima relación entre la cultura y la política, destacando las interrelaciones entre ciertas formas culturales y prácticas políticas e históricas. Basándose en el supuesto de que el poder occidental siempre ha sido un indicio de la hegemonía de la epistemología occidental, la labor crítica se centra en gran parte en los sistemas del conocimiento occidental y los intereses ideológicos que conllevan su producción y recepción. A este empeño también está unido el intento de reafirmar el valor epistemológico de la amplia gama de saberes de los pueblos “descolonizados” que han sido deslegitimados, denigrados y silenciados por los sistemas canónicos coloniales. Un ejemplo principal de la crítica poscolonial es el libro Orientalismo, de Edward Said, publicado en 1978, que se considera el principal catalizador y punto de referencia para los Estudios Poscoloniales. Empleando las ideas del post‑estructuralismo francés, en particular las de Foucault, Said analiza una serie de representaciones europeas del siglo XIX de las culturas orientales y pone de manifiesto las formas del lenguaje y conocimiento que se relacionaban profundamente con la historia del colonialismo europeo. Según Said, el orientalismo es una institución colectiva que se relaciona con el Oriente, que se creó aproximadamente a principios del siglo XVIII, y que ahora ejerce el poder de hacer declaraciones sobre Oriente, adoptar posturas con respecto a él, describirlo, enseñarlo, colonizarlo y decidir sobre él. El orientalismo en este sentido no era solo una materia de estudio acerca del Oriente sino también un discurso que, a través de la complicidad de los sistemas de conocimiento con el poder político, era instrumental en el control colonial y la subyugación de Oriente por parte de Occidente. En otras palabras, el orientalismo era una forma de violencia epistémica y cultural, que se refiere a aquellos aspectos de la cultura que sirven para justificar o legitimar la violencia en su forma directa o estructural. Es en este contexto que podemos apreciar el imperativo ético del proyecto poscolonial que consiste en un compromiso constante con la deconstrucción de las categorías culturales e ideologías que legitiman y hacen posible la formación de relaciones de poder desiguales y violentas entre las naciones y culturas. En definitiva, el enfoque poscolonial en su conjunto representa una praxis básicamente crítica, intervencionista y subversiva, que está comprometida no solo con el análisis crítico del mundo neo/poscolonial sino también con la transformación política, social y cultural de la realidad de los marginados y las marginadas o “los condenados de la tierra” como propone Frantz Fanon en su libro Les damnés de la terre.
─ ¿Cómo entiendes la relación educación-currículo-teoría poscolonial?
─ Es innegable que la educación, como proceso instructivo y formativo, es un instrumento crucial de la formación y nutrición de los comportamientos, la transmisión de los valores sociales y la transformación social y política. Sin embargo, tenemos que ser conscientes de los fines sociales (el uso social de la educación) que la empresa educativa puede servir en nuestra sociedad. En general, la educación escolar convencional suele ser una herramienta primordial para instruir, socializar y preparar a las generaciones jóvenes para responder, de modo leal y eficaz, a los imperativos del orden social, económico y político hegemónico en una sociedad determinada. Por esta razón es fundamental introducir modelos alternativos de educación con el fin de sentar las bases de un ejercicio educativo transformador orientado hacia el cambio social positivo. Es en este contexto que el enfoque poscolonial podría contribuir a repensar y restructurar el modelo hegemónico de educación, no solo en lo que se refiere a los programas escolares o currículos, sino también al propio ejercicio educativo y su papel en la sociedad.
A pesar de los encuentros y desencuentros coloniales y de la masiva propagación y uso de los medios de comunicación asociados con los múltiples procesos globalizadores que vive nuestro mundo, seguimos sin conocernos unos a otros suficiente y autorreflexivamente debido a varias razones históricas, culturales, educativas e ideológicas. Como consecuencia de ello, seguimos percibiendo a los demás generalmente a través de prismas distorsionados por la ignorancia y el desconocimiento que están en el origen de todo tipo de prejuicios, malentendidos y fantasías. Obviamente, la ignorancia a la que nos referimos no es simplemente la falta accidental de conocimiento. Es la ignorancia que se difunde a través de la normalización social y cultural de ciertos conocimientos y desconocimientos que, con el paso del tiempo, se convierten en un “sentido común” dando lugar a lo que llamaría un “analfabetismo intercultural” generalizado. Seamos o no conscientes de ello, este analfabetismo intercultural tiene importantes consecuencias en el ámbito social y cultural, porque influye considerablemente en la conciencia que tenemos del mundo y de nosotros mismos y en cómo nos relacionamos con los demás. En este sentido, los libros de texto, por ejemplo, tienen una enorme influencia en la normalización de ciertos conocimientos y valores. Debido a la hegemonía epistemológica occidental, algunas ideas, relatos y discursos respecto a la historia y el legado coloniales han sido interiorizados a lo largo del tiempo e incluso normalizados a través de mitos, simbolismos, políticas, comportamientos e instituciones. Esta situación que se puede apreciar en los sistemas educativos de muchas partes del mundo “descolonizado” llevaría solo a la perpetuación de las situaciones de hegemonía y desequilibrio heredados de la época colonial. Además, las situaciones coloniales han manipulado la relación de los pueblos “descolonizados” con su propia historia y su memoria colectiva a través de varias formas de violencia epistémica o simbólica. Esta violencia se manifiesta, por ejemplo, en el “exterminio epistemológico” de los saberes y relatos de diversos pueblos mediante la imposición de discursos “universalistas” que les niegan su derecho a sus propios sistemas de saber, es decir, su derecho a nombrar el mundo con sus propias palabras. Desde el enfoque poscolonial, por lo tanto, se pone especial énfasis en la necesidad de replantear los textos escolares para que puedan ofrecer a los alumnos y estudiantes múltiples lecturas que reflejen la pluralidad, la diversidad y la interdependencia de nuestro mundo y abrir espacios para que se manifiesten otros relatos y experiencias, sobre todo desde los llamados países del Sur. Evidentemente, la necesidad de recuperar la voz de los pueblos y comunidades silenciados no debería suponer ninguna apelación al etnocentrismo. Más bien, teniendo en cuenta el entrelazamiento de historias y sistemas de conocimiento que caracteriza nuestro mundo debido en gran parte a la experiencia colonial, lo que se necesita es una crítica e interpelación epistemológica constante encaminada a la problematización y la transformación de los sistemas hegemónicos y al diálogo transcultural entre distintos saberes y racionalidades. Puesto que los sistemas de saber occidentales han jugado un papel instrumental en la empresa colonial, una tarea fundamental del ejercicio educativo desde una perspectiva poscolonial implicaría también una “descolonización mental” en los dos lados del mundo poscolonial. En conclusión, la puesta en práctica de un ejercicio educativo desde la perspectiva poscolonial requiere sin duda que este enfoque se incorpore en la formulación de las políticas educativas, la planificación, los contenidos y procedimientos pedagógicos y en la propia práctica docente a todos los niveles de la educación formal e informal.
─ ¿Cuáles son los principales problemas geopolíticos y humanitarios de la coyuntura mundial actual desde la perspectiva poscolonial?
─ Es bien sabido que hoy en día vivimos en tiempos turbulentos marcados por los conflictos armados, las guerras civiles, el terrorismo y el crimen organizado, el extremismo religioso, la extrema pobreza y desigualdad, las crisis medioambientales, el etnocentrismo, el racismo y la xenofobia, etc. La difusión masiva y en tiempo real de estas situaciones conflictivas y a veces violentas a través de los medios de comunicación y las redes sociales ha llevado a acentuar la creciente sensación de incertidumbre e inseguridad a escala mundial. Todas estas situaciones de violencia y la creciente “securitización” del mundo suponen grandes desafíos complejos y multidimensionales para muchas sociedades en todo el mundo. Evidentemente, el mundo ha cambiado mucho desde la época oficial del colonialismo, pero esto no quiere decir que nuestro mundo haya superado el legado colonial y sus múltiples consecuencias. Ciertamente nadie puede negar el hecho de que seguimos enfrentados a varios de los problemas derivados de la hegemonía epistémica occidental y sus manifestaciones en lo que se refiere al predominio político, económico, cultural y militar de Occidente en relación con otras regiones. La “colonialidad” del poder/saber, a la que se refiere el sociólogo y teórico político peruano Aníbal Quijano, sigue siendo un tema relevante en lo que se refiere a los principales problemas geopolíticos a los que se enfrenta nuestro mundo. Hablamos evidentemente de la persistencia a nivel mundial de un patrón de dominación que se ha impuesto como paradigma universal de la historia, el conocimiento, la política, la estética y hasta la forma de existencia y que se fundamenta en unos supuestos etnocéntricos de superioridad moral respecto a “otros” pueblos y comunidades y su lugar en el mundo. Por lo tanto, el problema fundamental, a mi juicio, no radica solo en poder determinar los grandes problemas geopolíticos y humanitarios de nuestro tiempo, sino también en preguntarse cómo se pueden abordar en el marco de las relaciones de poder existentes en nuestro mundo. En otras palabras, el desequilibrio institucionalizado que caracteriza la situación global en lo que se refiere al acceso al poder político, económico y cultural no deja mucho espacio para que los pueblos “subalternos” tengan oportunidad de expresarse sobre los problemas que les afectan y sobre cómo deberían ser abordados y en beneficio de quién.
─ ¿Qué le puede aportar la teoría poscolonial al debate universalismo‑relativismo en torno a la promoción y defensa de los derechos humanos?
─ El desequilibrio institucionalizado que impera en nuestro mundo sigue dificultando los debates políticos, económicos y culturales a nivel global, como es el caso del debate acerca de los derechos humanos. Sin duda, la proclamación de un conjunto de derechos humanos universales que reconocen la dignidad inherente y los derechos iguales e inalienables de todos los seres humanos sin distinción alguna ha sido un hito significativo en la lucha por la libertad, la justicia y la paz en el mundo. No obstante, a pesar del amplio consenso sobre la universalidad de los derechos humanos y la necesidad de su promoción y protección universal, el debate sobre la justificación y aplicación de estos derechos continúa sin cesar. El problema se ve exacerbado por los puntos de vista de quienes se adhieren a alguna versión del relativismo cultural y que además tienden a evocar la posición hegemónica de Occidente en el mundo y sus consecuencias con respecto a este tema. Hay también quienes afirman que el discurso de los derechos humanos se utiliza a menudo como un instrumento político para justificar la intervención en los asuntos internos de otros países, sobre todo los llamados países del Sur. De todos modos, el debate en torno a los derechos humanos sigue y ha llegado a tal punto que este concepto por lo general se percibe como uno de los “conceptos esencialmente controvertidos”. Ciertamente hay suficientes argumentos filosóficos, éticos y jurídicos que abogan por la universalidad de los derechos humanos, y existe también un consenso internacional sobre ellos, que ha servido de base para su aceptación, promoción y protección a nivel mundial. Sin embargo, el principal reto, a mi juicio, es cómo convencer a aquellos que por diversas razones cuestionan o se oponen a las normas internacionales de derechos humanos vigentes porque las perciben como algo exclusivo, etnocéntrico o incompatible con todos o partes de sus propios sistemas de valor. Considerando el entrelazamiento de historias y sistemas de conocimiento, al que hemos hecho referencia antes, un camino a seguir desde el punto de vista del proyecto poscolonial para abordar este debate consiste en emprender un diálogo transcultural para alcanzar consensos en torno a unos “mínimos éticos” respecto a la protección universal de los derechos humanos, teniendo en cuenta la pluralidad de los máximos morales de las diferentes culturas, siempre y cuando no violen criterios éticos mínimos. Está claro por lo tanto que asegurar la aceptación universal y la protección de los derechos humanos como un imperativo ético y práctico requiere un diálogo transcultural abierto, deliberativo y participativo, teniendo en cuenta los desafíos que conlleva ese diálogo sobre todo en lo referente al desequilibrio institucionalizado a nivel global al que hemos hecho referencia antes.
─ ¿Cómo complementas tu trabajo académico con tu función como diplomático saharaui?
─ Evidentemente, trabajar como diplomático para un movimiento de liberación y una nación en lucha por la recuperación de su soberanía frente a una ocupación extranjera es en sí mismo una tarea muy exigente que implica mucha dedicación. Sin embargo, siempre intento reservar parte de mi tiempo para la actividad académica que me ha servido mucho en mi función diplomática de modo que me permite compaginar las teorías y los análisis que hacemos desde el ámbito académico con nuestras prácticas sobre el terreno. Sin duda, una cosa es investigar, analizar y enseñar acerca de los conflictos en las aulas universitarias y otra cosa totalmente diferente es cuando uno mismo vive en un conflicto y es parte de una comunidad que sufre los diferentes impactos de ese conflicto. En mi caso, tengo la suerte de poder ver y valorar mi investigación académica acerca de los conflictos a la luz de experiencias y realidades conflictivas concretas. Esta experiencia también me ha permitido compartir con los estudiantes casos concretos relacionados con una serie de situaciones conflictivas y procesos de resolución de conflictos. Ésta es la razón por la que siempre llamo la atención de los estudiantes al hecho de que es esencial e incluso gratificante, intelectualmente, participar en debates académicos sobre cuestiones relevantes a la paz y la violencia en nuestro mundo. Sin embargo, a menos que estos debates se relacionen con realidades sociales concretas y experiencias personales, carecerían de sustancia y el potencial para producir conocimientos significativos y útiles socio-políticamente. Es en este sentido que me considero partidario de la “erudición activista” o activist scholarship, como se conoce en inglés. Este enfoque académico pretende superar las dificultades metodológicas y prácticas asociadas con la producción de conocimiento en “torres de marfil” alejadas de las preocupaciones humanas y, por consiguiente, abrir la universidad al mundo. Ciertamente la erudición activista se sigue considerando una idea “inusual” en algunos círculos académicos debido al ideal hegemónico de conocimiento basado en la observación objetiva y desapegada asociado con la epistemología moderna en general. Basándose en el supuesto de que la actividad académica es incompatible con el activismo político, este planteamiento predominante se ve reforzado en el mundo académico por el imperativo de que los académicos siempre deben abstenerse de poner su actividad académica al servicio de las luchas por el cambio social. Según este argumento, compaginar la actividad académica con el activismo político no solo priva el trabajo académico de complejidad y compromete su rigor metodológico, sino que también pone en riesgo la carrera profesional de los académicos. Esta es la razón por la cual la idea convencional del académico supone que es simplemente alguien cuya implicación en los asuntos públicos debe estar siempre circunscrita por las reglas de la objetividad y neutralidad “científica”. No obstante, personalmente creo que la erudición activista tiene un gran potencial como forma de la crítica social que trata de examinar los medios por los que el poder hegemónico, incluso en el mundo académico, refuerza los patrones existentes en la vida social y así pone límites al cambio social potencialmente positivo. La implicación de los académicos en los asuntos públicos, por lo tanto, debe basarse en una profunda conciencia de sus posicionamientos y del hecho de que la complejidad de su propia posición en el mundo es la que configura sus actividades y prácticas. De hecho, es esta “mundanidad” la que les da el sentido de ser responsables y receptivos ante las principales preocupaciones humanas de su tiempo. Es decir, la participación en la erudición activista es la expresión de la capacidad crítica del académico y del intelectual en general como testigo y potencialmente como agente crucial del cambio social. Evidentemente, este enfoque rechaza la noción de la objetividad del conocimiento destacando que tanto el sujeto como el objeto del conocimiento están implicados en determinados procesos históricos y sociales. La finalidad de la práctica y del conocimiento académicos, por lo tanto, no debería ser la de explicar la realidad de modo “objetivo”, sino la de intervenir en ella y transformarla de modo que conduzca a la emancipación humana. Sin embargo, tomar partido a favor del “subalterno” o la “oprimida” no debe de ninguna manera hacer que el académico abandone su propio sentido crítico. Por esta razón, es importante subrayar que la erudición activista es esencialmente un proyecto de crítica social, no solo de defensa de los condenados de la tierra o de los “Nadies”, según el poeta uruguayo Eduardo Galeano. En conclusión, podemos decir que la erudición activista representa un activismo social responsable y receptivo socialmente que pretende generar nuevas formas de conocimiento que sean relevantes socialmente, manteniendo a la vez la acción y sus posibilidades en el centro de la propia actividad académica en su conjunto.