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HUELLAS DEL 2017

 Publicado: 07/01/2018

Paterson: de la vida como poesía cotidiana


Por Andrés Vartabedian


Paterson vive en Paterson.

Más allá de un simple juego de palabras, que apelaría a confirmar que nuestro protagonista es, en esencia, quien dice ser, que es un sujeto auténtico, y hasta fiel a sí mismo, la expresión habla de literalidad: nuestro protagonista, Paterson, vive en la ciudad de Paterson, la tercera ciudad en población (unos 150.000 habitantes) del estado de New Jersey en Estados Unidos.

Por cierto... lo anterior también es verdad.

Y Paterson es Adam Driver -recordable y entrañable interpretación- que, como no podía ser de otra manera, es driver en Paterson, o sea, es conductor, chofer. Por tanto, Paterson conduce un autobús en Paterson. Driver is a driver.

Y ese el único ingreso en su hogar, conformado por él y su pareja, una “excéntrica” joven que tiñe todo en su casa de blanco y negro, desde los cupcakes que prepara, hasta paredes y aberturas, las propias cortinas y los muebles, y hasta su propia ropa, claro está. En general, lo que varía son las formas geométricas que utiliza como motivos. Y realmente es muy creativa. Lo es. Más allá de cierto tedio que puede producirnos tanta reiteración bicolor. Se llama Laura (una gran Golshifteh Farahani). Y ama profundamente a Paterson. Su sueño es convertirse en la reina del cupcake en la ciudad, quizá hasta abriendo su propio negocio. Ese es uno de sus sueños. Hay otro: el de transformarse en una estrella de la música Country. Para ello, debe adquirir una guitarra en primer lugar, y aprender a tocarla, para seguir. Nada mejor que una oferta encontrada en YouTube: una guitarra con tutoriales orientadores para iniciar su ejecución. Ella -la guitarra- será también blanca y negra. La inversión que supondrá para la humilde economía del hogar no podrá opacar su decisión, menos aún su deseo.

De todo ello hablan cuando Paterson vuelve del trabajo -en la mañana sólo hay mimos en la cama, el relato entredormido de algún sueño por parte de Laura (del otro tipo de sueños) y besos amorosos de despedida-. Pero ella no se limita a pensar, y comentar, sus proyectos. También los genera para el propio Paterson, quien la escucha, esboza alguna sonrisa, intenta alguna pequeña discrepancia o duda, y vuelve a escuchar y asentir. Laura confía en que él será reconocido como un gran poeta algún día. Para ello, sin embargo, lo primero es dar a conocer su poesía. Previamente aún, hacer copias de las mismas. Él las guarda celosamente en su “cuaderno secreto”, el mismo en el que las va escribiendo día a día. Hace tiempo posterga la tarea del fotocopiado. Ella insiste. Él promete que lo hará.

Así se suceden los días uno tras otro -nosotros compartiremos una semana con ellos, de lunes a lunes-: Paterson se anticipa al despertador, se acurruca junto a Laura unos minutos más, la besa, escucha su relato, la vuelve a besar, desayuna y se dirige a los grandes garajes donde duermen aún los autobuses que colaboraran en el despertar de la ciudad. El encargado, indio él, lo “sorprenderá” escribiendo poesía antes de la partida, le hará saber que es hora, le preguntará cómo está y le relatará a su vez alguno de sus “padecimientos” cotidianos. Paterson siempre está “bien”. Así se iniciará la jornada. Recorrerá las calles, hará su pausa para almorzar -almuerzo que depara habitualmente alguna otra “sorpresa” preparada por Laura-, y volverá a escribir poesía en su lugar favorito, el parque con cataratas de Paterson. Volverá a su vehículo de transporte público, culminará su turno, y retornará caminando a casa. Al llegar, acomodará el poste de madera que sostiene su buzón, tal vez intente redondear su poema del día, cenará con Laura -que, una vez más, imagina nuevos horizontes entre negros y blancos- e irá a por una cerveza al bar de siempre, a la vez que da el último paseo a su perro Marvin, un integrante más de la familia, el mismo que desencadenará la mayor “tragedia” a la que asistiremos en Paterson.

De su rutina, y desde su rutina, Paterson alimentará su poesía, la que puede estar inspirada, incluso, de los objetos más elementales: una caja de fósforos, por ejemplo. Y mientras la exquisita dirección de Jim Jarmusch reitera los planos como se reitera la vida vivida a diario -circunstancialmente modificados por pequeños matices en la cotidianidad-, y la ciudad se refleja y se proyecta en el parabrisas del ómnibus que conduce nuestro héroe de civil, Paterson disfruta de las conversaciones de ocasión entre sus pasajeros, sin reparar en si pertenecen a niños, jóvenes o adultos. Disfrutará si son más, o menos simples, más, o menos inocentes, más, o menos estereotipadas, más, o menos profundas en intento, más, o menos engañosas. Y en todos los casos, las respetará. Las respetará, y atesorará, como se respeta lo auténtico, lo que se sostiene a puro convencimiento, a pura honestidad, tanto intelectual cuanto sentimental.

Mientras tanto, lo acompañaremos. Acompañaremos su andar cansino, su sonrisa llana y sincera, su conducir entre nubes, su amor incondicional por Laura; su amor, al parecer, también incondicional por Marvin; su voz lírica que dice en off su decirse en la escritura -a lo que Jarmusch acompaña de hipnótica sonoridad y sobreimpresos en pantalla-; su capacidad de detenerse a escuchar la poesía de una niña, su heroica firmeza para soportar que, desde el absoluto prejuicio, la misma se sorprenda de que un conductor de autobuses conozca y guste de la poesía de Emily Dickinson. Acompañaremos su reparadora jarra de cerveza, su perderse en la turbiedad de su espuma, su vano y genuino intento de solucionar entuertos, tan mundanos y engañosos que ningún otro lo intentaría; el propio esperar de Marvin a la puerta del local, los sueños con mellizos de Laura, y los que corresponden a los logros por venir (del otro tipo de sueños).

Y de tanto acompañar, repararemos que aquí no hay buenos ni malos. Hay únicamente  gente común viviendo la vida que puede, de la mejor manera que puede, dando de sí lo mejor hasta alcanzar el nuevo día. Y mientras tanto, hay poesía. Y como la buena poesía, se ha construído desde el amor. El simple amor de los simples días.

Y de tanto acompañar, y de tanto pensar en lo negro por venir, en el siguiente sinsabor que debe acontecer en la siguiente estación de este camino, también entenderemos que los únicos malos están ubicados cómodamente en las butacas.

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