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ALFABETIZAR: ESTA ES, DE NUEVO (COMO SIEMPRE, EN REALIDAD, HA SIDO), LA CUESTIÓN.
Todas las lenguas la lengua: la herida de la alfabetización (I)
Por Santiago Cardozo
La lengua, un francés maltrecho, con mezcla de dialecto, era inseparable de voces fuertes y vigorosas, de cuerpos enfundados en blusones y monos de trabajo, de casas de un planta y con un jardincillo, del ladrido de los perros por la tarde y del silencio que precede a las peleas, de la misma forma que las reglas de la gramática y el francés correcto iban unidas al tono neutro y a las manos blancas de la maestra de escuela. Una lengua sin cumplidos ni halagos, donde estaban la lluvia que calaba, las playas de guijarros grises al pie de la pared vertical del acantilado, los orines vaciados en el estiércol y el vino de los que trabajaban duro, era el vehículo de creencias y prescripciones. (Annie Ernaux, Los años)
Todos, desde temprana edad, hemos aprendido varias lenguas (o una lengua múltiplemente estratificada), empezando por esa torpe y balbuceante con la que el infante procura conseguir los objetos que satisfacen sus necesidades más inmediatas. Con ella pronuncia las palabras básicas que le permiten comunicar que se cagó hasta el cuello o que tiene hambre y, más tarde, impertinente, interrumpe una conversación entre adultos con el declarado propósito de ir al baño, interrupción que recibe como respuesta un “No seas impertinente”, hecho que clava al demandante en la posición infantil más radical. Luego, cuando empieza la escolarización, es introducido “por la fuerza” en la lengua que se escribe o se habla como si se escribiera, que le traerá no pocos martirios, aunque al inicio las palabras y la sintaxis que aprende sean más bien sencillas, con limitadas posibilidades de abstracción más allá de la propia abstracción que supone la lengua en cualquiera de sus rincones, de sus aristas.
Lo cierto es que estas lenguas se van mezclando con la que se aprende jugando con los amigos, llena de malas palabras, de insultos obscenos que se repiten todos los días, de las turbulencias de la experiencia cotidiana. Si uno llega a ser medio avispado, es capaz de asimilar las palabras del entorno familiar de un modo tempranamente crítico, muchas de las cuales ocurren en el almacén, en el ómnibus o en los almuerzos familiares de los domingos, en las discusiones que se amplifican por el efecto de la carne asada regada con vino ingerido al rayo del sol. Se va formando, entonces, un sustrato, que jamás abandonará el modo en que se percibe o se interpreta una oración, cuyo palimpsesto gramatical define el tono mismo de la escucha del otro, las muescas por las que penetra el deseo y se hace lugar el inconsciente.
Y decíamos de memoria las reglas gramaticales del francés correcto. En cuanto regresábamos a casa, volvíamos sin darnos cuenta a la lengua primera que no obligaba a pensar en las palabras, solo en lo que había que decir o no decir, lo que nos salía del cuerpo e iba unida al par de cachetes, al olor de la lejía en las blusas, a las patatas hervidas durante todo el invierno, al ruido de la orina en el cubo y los ronquidos de los padres. (Annie Ernaux, Los años).
En seguida, la escuela demanda todo tipo de experiencias de lenguaje: narraciones sobre las vacaciones o descripciones de las mascotas, retratos familiares o instrucciones para armar un aparato cualquiera; informes de observaciones experimentales en la clase de Biología o argumentaciones de por qué habría que utilizar o no la túnica. La maestra se toma su tiempo para enseñar lo que es una oración y, al final de una secuencia (que puede durar años), introduce el concepto de complementos verbales (por ejemplo, “Compré un perro”, “Comí una pizza riquísima”, “Dejé las llaves en la mesa”), momento en el cual la conjugación verbal pasa a ser un vetusto recuerdo incorporado al nomenclátor cotidiano del aula, aunque pueda seguir generando diversos efectos, incluso en la mitología social que intenta pensar lo que sucede en la escuela en términos de enseñanza de la lengua.
Pero esta lengua, especialmente cuidada y vigilada por terceros, por toda la grilla de aprendizajes esperados de acuerdo con lo que estipula el currículo escolar, y que se cotiza sin competencia (o bajo el signo saturnino de las competencias) en el mercado escolar, cede su lugar cuando toca hablar con los amigos sentados en la vereda o camino a un baldío a jugar un partido de fútbol. Entonces, la lengua es otra: ahora sabe, huele, incluso tiene la particular textura de la vida cotidiana, de sus sufrimientos y alegrías, de las indolentes penitencias que, sin discontinuidad, nos han propinado nuestros padres; una lengua en la que las palabras, cuando son pronunciadas, dejan un eco más perdurable en la memoria.
Pero el problema persiste y, sobre todo, insiste en existir como problema: no sabemos muy bien qué significa hablar, qué supone e implica decir. Una maestra define una tarea, para cuya realización esgrime en blanco sobre negro la consigna correspondiente. Esa lengua, esas palabras escritas sobre la pizarra tantas veces vilipendiada por los tecnócratas que viven de enunciar una y otra vez que la enseñanza está en crisis, que sus modelos están obsoletos, caducos, configuran una enunciación letrada que, esencialmente, litiga con la voz de los alumnos, siempre hecha de la experiencia cotidiana, de las amarguras, las alegrías y las tristezas, de los sufrimientos y las venturas que han atravesado. La situación de litigio, inherente a la relación educativa que aquella consigna está materializando, abre el juego de las lenguas en diversas direcciones, muchas de ellas de efectos imprevisibles, no calculables (aunque las grillas de evaluación procuren captar la dirección del movimiento del litigio), efectos, incluso, indeseables, pero que, en los hechos, ocurren.
No se trata, sin embargo, de la imposición de un monolingüismo escolar reacio a la aceptación de esas otras lenguas barriales, comunitarias, locales, incluso territoriales, las lenguas del oikos, digamos, de la pragmática vital más profundamente incrustada en los intercambios cotidianos, cuya enorme expresividad puede tomarse como signo de la distancia que mantienen, por definición, con la escritura, distancia que se nos vuelve inteligible, sin embargo, solo por la existencia de la escritura, lugar de la teoría sobre la oralidad.
Así, la maestra pide a sus alumnos apenas entrados en la escuela que formulen un enunciado descriptivo del estado del tiempo, un enunciado que ella anotará en el pizarrón y que debe responder la pregunta “¿Cómo está el día hoy?” Los alumnos dicen a coro: “Nublado”. Entonces, la maestra pide una reformulación: “Con un pensamiento completo”, demanda. Los alumnos, ahora, corrigen: “El día está nublado”. ¿Qué sucedió en esta escena mínima?
La escritura se abre paso en la oralidad de los alumnos, en esa oralidad con la que cargan, como pragmática vital, desde el oikos que la escuela pone en suspenso a partir de la producción de otro tiempo y otro lugar. Lo que la maestra pide bajo la figura del “pensamiento completo” (figura tan cara a una extinta tradición de enseñanza de la lengua en la que la gramática pagaba el precio de su dependencia de la lógica) no es abandonar un ilusorio y presupuesto “pensamiento incompleto”, de menor jerarquía, un pensamiento “desvalido”, “minusválido” o juzgable como inmaduro, “menor de edad”, pre-letrado; lo que la maestra hace es introducir un principio político en la oikonomia cotidiana de la casa, del barrio, de la comunidad de todos los días; un principio de negatividad que abre la vida doméstica a la ajenidad radical de la lengua escrita.
Ahí están, entonces, la escuela y sus lenguas, el infinito juego centrífugo y centrípeto entre las experiencias que define a cada dominio y sus gramáticas, sus ritmos, sus letanías. De este modo, pienso, se forma o se produce, o puede formarse o producirse, un sujeto en el zócalo mismo de la relación tensa entre las lenguas, en el zócalo mismo de las resistencias y la violencia de la letra que, finalmente, el orden letrado escolar quiere inscribir en el cuerpo de sus alumnos, verdadero punto subversivo de la alfabetización.