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MÁS ALLÁ DE LA CRÓNICA ROJA

 Publicado: 04/01/2017

Violencia en el deporte


Por Víctor Abal y Gabriel Quirici


“Delincuentes vestidos de hinchas”, “los inadaptados de siempre”… Cuando hay violencia en el fútbol resulta común encontrar en la agenda informativa y de las redes sociales un conjunto de señalamientos que parecen ubicar sus causas “fuera” de la cultura del deporte. A lo que se suma una deformación interpretativa en que prima “la camiseta” (son los de Peñarol, el gobierno es pro‑Nacional) con versiones conspiratorias de corto alcance explicativo.

LA CULTURA DEL AGUANTE

Más allá de la política, de los dirigentes y de los medios hay una cuestión de responsabilidad colectiva en la forma de cómo somos hinchas, y no importa el cuadro o el evento. Parece que uno estuviera liberado de ciertas contenciones y alertas sociales para la comprensión de “el otro” por el solo hecho de estar mirando un partido de un equipo que le gusta. Cualquiera puede correr al alambrado y gritarle lo que se le venga en gana al línea, putear a un jugador que anda pifiando y recordarle cuánto se le paga, meterse con la familia, la raza o el origen social “inferior” (villero, cheto) de los rivales, agrandarse porque son menos, idolatrar “trapos” y cantos, festejar muertos, agarrarse las partes bajas, alentar amenazando a propios y extraños. Todo legitimado porque el hincha le hace “el aguante” al equipo.

A niveles masivos estos comportamientos colectivos dan lugar a desvíos delirantes y generan subgrupos de sensibilidad totalitaria cuando no ven más que “la vida por sus colores”. Anulan a “el otro” y se sienten con la impunidad suficiente como para escudarse en camisetas y banderas populares para llevar esa cultura a niveles de violencia tolerada y masificada que hasta hace bien poco fue aceptada por buena parte de los colectivos sociales que rondan los espectáculos deportivos. Jefes de barras convertidos en interlocutores oficiosos de dirigentes y autoridades. Con partes del botín asociado al submundo de los “negocios” en las hinchadas. Con la peor aprobación social: la de convertirlos en “referentes” rentados, cuando no en estrellas populares (el film “Manyas” pagó un millón de pesos a dos ex‑pesados de Peñarol para que salieran en el “documental”). Y acompañados en sus cantos y en su forma de entonar frases de violencia tribal: “Nacional-Nacional”, “esto es Peñarol” y el clásico “gallina”.

Todos los que alguna vez cantaron y celebraron a partir de la desvalorización de “el otro” tenemos parte de responsabilidad. Si cantaste “cómo me voy a olvidar cuando matamos a una gallina” saltando en un casamiento, no te hagas el distraído: revisá y hace una autocrítica constructiva para ser mejores en la parte que nos toca del espectáculo. Si por seguir la corriente, sentirte más macho (o más hembra) o más vivo/a rimaste “vamo a matar un manya, vamo a quemar el cerro” o más bolso… ¿a qué “cultura nacional” le estás rindiendo honor?

No se trata de diluir responsabilidades con esto ni de señalar un solo tipo de violencia. Hay gente en el básquet que se comporta así, cuadros chicos que hacen lo mismo contra otros más tranquilos, mensajes mediáticos de fanatismo guerrero que poco ayudan. Es un combo grande que ha despuntado en la forma del fútbol masivo, pero que está latente en muchos de nosotros. Incluso cuando se dice que el público de la selección es más correcto, habría que censurar el espontáneo “A estos p... les tenemos que ganar”, o las supuestas demostraciones de superioridad genético‑deportiva de algunos hablando de los rivales con diminutivo (ecuatorianitos, venezolanitos… o la reciente chilenofobia). Elementos profundamente contrarios, vale subrayarlo, a la filosofía deportiva que lidera el Maestro Tabárez.

Hace tiempo que se viene estudiando el fenómeno de las barras como un tema social más. Parece buen momento, ahora que el accionar del Ministerio del Interior, de los dirigentes y de la justicia para encaminarse a su control en esa esfera, ponerse a pensar qué otros cambios culturales son necesarios para dejar atrás definitivamente la cultura del aguante.

LA MASIFICACIÓN DEL DEPORTE COMO CAMPO DE BATALLA

El deporte masivo y profesional tiene algunos componentes complejos que transforman el carácter agonístico de su juego en conductas sociales que terminan por postergarlo o deformarlo. Cuando lo mediático y lo económico son más importantes que el deporte, se tiende a sobrestimar lo extradeportivo de forma tal que factores secundarios como el marketing, los sponsors, los estadios, las estadísticas, los decanatos y la bandera más grande se convierten en señas de identidad más relevantes que el juego del equipo. Cuando la hinchada es hincha de sí misma, estamos casi perdidos.

Ni el estadio, ni la camiseta, ni los hinchas, ni la historia ganan partidos. Si no, no se jugarían. El entorno influye, los desempeños de árbitros y jugadores están condicionados en parte por esos contextos, sí, pero si fueran determinantes, los partidos se simularían con los valores estadísticos del FIFA 2017 de EA Sports y no habría deporte. Esta lógica última es mucho menos vende humo y publicitaria, pero da con la esencia de lo que vamos a ver, y es una de las grandes enseñanzas del Maestro Tabarez: “hablar es gratis, los partidos se juegan en la cancha. La historia de un partido no está escrita hasta que se juega”. Y no quiere decir que pueda pasar cualquier cosa, ni que se deje todo al azar. Todo lo contrario: supone una sabiduría profunda respecto del hecho deportivo del que Tabárez ha dado sobradas muestras de conocer y estudiar de forma profesional y humanista sin perder de vista el carácter competitivo del fenómeno.

Si se realizara un trabajo cultural profundo, centrado pedagógicamente en la difusión de estos ideales deportivos en contraposición con la cultura del aguante, es posible imaginar otras formas de ser hinchas que, lejos de perder la identificación y el amor por el juego y los colores, los comprendan y signifiquen de forma tolerante y con mayor capacidad para vivir la derrota.

FINALES DE LOS OCHENTA: HABÍA UNA VEZ….

El 6 de enero de 1987 se señala como la fecha que diera lugar a la primera intervención institucional (AUF, Peñarol y Ministerio del Interior) en la separación de las parcialidades de Nacional y Peñarol en un clásico, concurriendo cada parcialidad a una de las cabeceras (Amsterdam y Colombes). Fue en definitiva la primera de las respuestas institucionales provisorias que quedaron firmes en el tiempo y que pasaron a constituir un escenario simbólico de separación cada vez más definitivo. Más acá en el tiempo encontramos la supresión de los taludes; la separación de la Tribuna Olímpica; jugar sin público, etc. Todas soluciones simples, llanas y provisorias que pasaron a conformar nuestra cotidianeidad en que la distancia respecto de el otro se normaliza.

Hacia finales de los ochenta, el “sentimiento” de hincha comienza a transmutarse en “sentido” de pertenencia producto de aquella “separación de hinchadas” que propició la complejización de los pequeños “nucleamientos” que cumplían algunos propósitos esenciales: el “aliento” a través del “cántico”; la riña cuerpo a cuerpo y el robo de banderas como “trofeo” simbólico. En un contexto de reciente recuperación democrática local, la convulsión y el vacío internacional producto del desconcierto ocasionado por la caída del (¿mal llamado?) “socialismo real”, el sentido de pertenencia dio lugar al inicio de la “profesionalización” de aquellos grupos, cada vez mejor organizados y con mayor capacidad de incidencia sobre dirigentes y jugadores que valoran, legitiman y apoyan sus acciones de “aguante” y de “aliento”. Hablar de “apriete” como método único de hacerse de recursos económicos y simbólicos es, al menos, exagerado.

El capitalismo “triunfante” se proyecta en la nueva Democracia como un espacio público de resolución de controversias sobre la producción y distribución de bienes y servicios a través de diálogo. El conflicto capital‑trabajo es parte de un “error” histórico que trajo dolor y desconcierto. Las identidades colectivas se debilitan dando paso a un “optimismo cultural” hegemónico, sicótico y antidepresivo como en un “Requiem for a dream”. La profundización de la desregulación pautada por los gobiernos autoritarios que antecedieron a la reapertura democrática, la marginalidad y la exclusión se transforman en el rasgo dominante de la violencia. Efectivamente, vivir en condiciones de exclusión es en sí mismo violento.

El “Ellos” y el “Nosotros” crece sostenidamente dando lugar a una versión hipertrofiada de la triunfante Democracia dialógica que nos proponen desde algún salón de té en la campiña francesa, probablemente sobre la tumba de millares. El fútbol local pasa a ser decididamente el alimento del alma para cada vez más personas que encuentran en él una válvula de escape fortaleciendo los sentimientos de pertenencia como el “lugar del aliento y el aguante”. Claro, todo esto acompañando de un fracaso absoluto a nivel deportivo internacional de los clubes, hoy a casi treinta años de la última Copa Libertadores, por ejemplo. ¿Cómo no respaldar a estos “incondicionales”?, podría preguntarse algún dirigente.

LOS NOVENTA: LA VIDA POR LOS COLORES Y TU MAMÁ TAMBIÉN

Los noventa, reconstrucción subjetiva mediante, podrían llamarse la época de la “virilidad”. Nuestro” fútbol, decididamente, pasó a ser un terreno de “violencia testicular”. No se trataba de fútbol sino de “hombría” cuando se ganaba o lo opuesto cuando se perdía. Además, el “aguante” se envolvía y se envuelve aún en un perfume a “macho melancólico”. Hay que aguantar aunque duela, como en el tango: “manya mujer mía”; “bolso p…” y la famosa canción de la cama y el colchón son muestras del “falocentrismo heterosexual” que transversaliza nuestra sociedad. Este fenómeno también forma parte de nuestra cotidianeidad circundante en los escenarios deportivos y trasciende a todas las clases sociales.

El sentimiento de pertenencia crece y la complejización de las organizaciones vinculadas al aliento y aguante, también. Es evidente que estos grupos necesitan para el desarrollo de sus actividades “reclutar” hinchas y para ello precisan convencer con incentivos (económicos, entradas, acceso al consumo de drogas, etc.) pero también, en ese sentido de pertenencia, ser reclutado representa un “reconocimiento”. Con el correr de los años, cada vez más hinchas tienen “relaciones de cercanía” con el “aliento” conformando un contingente cada vez mayor de “potenciales” integrantes de núcleos organizados.

En Nacional, por ejemplo, además de “La banda del Parque” surge a finales de los noventa el “Movimiento Grupos Barras y Banderas”. El grupo consigue conformar una lista para las elecciones en el año 2001 y alcanza un lugar en la directiva. Más adelante en el tiempo y de la mano de las redes sociales, surgen otros grupos como “Foro Bolso” y el “Colectivo 411” (uno de sus miembros activos formó parte de una lista en las últimas elecciones integrando la actual directiva del club). Todos estos nuevos espacios de participación cuentan con niveles mínimos de organización y jerarquías con personas que destinan tiempo e ideas a mejorar los niveles de “aliento” y “recibimiento”, encontrando en los colores del club un lugar de pertenencia y ‑lo más peligroso‑ un “propósito”.

El sentimiento de pertenencia se autoafirma en el reflejo del “otro” como el distinto al que hay que eliminar, humillar, demostrarle que no es como uno y de ser posible que directamente no es. Cada grupo se autodefine en la pretensión “totalizadora” y “totalitaria” de los “sentimientos”. Para “sentir” hay que ser hincha del equipo y la expresión de sentimiento del “otro” equipo se vive como una ofensa o una amenaza y, por tanto, merece ser repudiada con la mayor severidad.

Cuando los valores de la hinchada se convierten en ejes centrales de los “proyectos de vida” de sus integrantes, el fanatismo y la sensibilidad totalitaria afloran de forma diversa. La pintada o el grito de “no existís” recuerda el “viva la muerte” fascista, que lleva al extremo la idea de anular justamente aquello que precisa para identificarse.

SIGLO XXI: ¿CAMBIO EN EL EQUIPO?

A mediados de la década del 2000, los vientos de cambio se traducen en la combinación de un veloz acceso a los bienes de consumo y una sostenida, pero más lenta, inclusión social. Cada año, los clubes de fútbol lanzan una batería de productos en indumentaria deportiva. Cada año los “bravos muchachitos” (parafraseando una canción del Indio Solari), jóvenes “reclutas” de las organizaciones cuentan con nuevos uniformes. De hecho, la “banda del Parque” tiene su propia marca de indumentaria.

La cultura de la violencia en el fútbol no solo encontró un canal de expresión en la agresión a la hinchada rival: también se instala en el enfrentamiento con la policía como escenario privilegiado. La policía, ese “vigilante” y “amigo” de la hinchada “opositora” merece, por tanto, un lugar de “odio”. Este escenario refuerza y sintetiza una diversidad conjugable de aspectos que van desde la vulneración y atropello de la policía sobre la juventud; la estigmatización policial de la pobreza y la exclusión; el cuestionamiento a la autoridad como proceso en la conformación de la identidad adulta, etc.

En los últimos años fuimos testigos de una sucesión de hechos de violencia en el deporte que llevaría largo rato enumerar; regueros de tinta en la “crónica roja” dan cuenta de enfrentamientos con la policía y entre hinchas, dentro y fuera de los escenarios deportivos. En muchos de estos episodios se ubican como protagonistas personas que se han vinculado al fenómeno de las barras desde un lugar más periférico a partir de esas “relaciones de cercanía” que se construyen con la participación en grupos que congregan la admiración al “aguante” y el “aliento”.

Ciertamente, los participantes activos de estos nucleamientos lejos están del imaginario social del “barra”. Muchos de ellos, de clase y perfil cultural medio, con trabajo, familia y sin antecedentes penales, le han dado al equipo de sus amores un lugar de “privilegio extremo” en sus vidas.

¿Y LA JUSTICIA, ENTONCES?

Para comprender como operó y opera la justicia en su modo de entender y resolver, no podemos dejar de lado el impacto que los medios de comunicación tienen sobre la respuesta penal. La seguridad pública, como insumo noticioso, ha construido un consenso arrollador en torno al fútbol como lugar privilegiado de la violencia y la delincuencia. La imagen como factor de poder induce y direcciona la opinión “teleciudadana” que multiplica estas opiniones que son “apropiadas” en las redes sociales resignificando estos contenidos que conforman la “opinión pública”.

La justicia, en tanto, se hace eco de esta suerte de murmullo arrollador que se expresa en el concepto jurídico de “alarma social o pública”. De definición elástica y de aplicación arbitraria, como un temporal se lleva a su paso toda posibilidad de respuestas más complejas e integrales, cediéndole el lugar a respuestas de carácter punitivo. En efecto, prevalece como forma simple de una solución sin dilaciones que nuestro imaginario social de seguridad y justicia arraiga en: El castigo como ejemplo y solución.

La violencia en el fútbol tuvo uno de sus últimos capítulos en el clásico que no pudiera jugarse en el pasado mes de noviembre de 2016. No fue la excepción de la desproporcionada “solución” penal y en la mala fortuna cayeron unos pibes que cometieron la estupidez de beberse unas latas de refresco que fueran sustraídas, por otros sujetos, mediante rapiña o hurto a los trabajadores que las vendían en el escenario deportivo. La razón de fondo, para operar como se operó, no estuvo en el consumo de las latas sino en la exposición pública que le dieran los propios involucrados a través de las redes sociales y la repercusión pública que tuviera el hecho como trasfondo de impunidad. Segundo factor que compone nuestro imaginario colectivo de seguridad y justicia. "toda queda impune” Entran por una puerta y salen por la otra”; “acá pasa cualquier cosa y no pasa nada”; etc.

La “opinión pública”, sobre los asuntos que afectan la órbita de la seguridad y la justicia, que en el caso del fútbol se multiplican (pongamos por dos o por tres) posee una intensidad mediática tan apabullante que cualquier tipo de reclamo u opinión, sin importar de donde provenga y el tono que tenga, es justo y legítimo. Tan es así que pudimos ser testigos de la valoración del hecho de “la selfie de las cocacolas” en la fan page de la Guardia Republicana, que además de darnos el reporte diario del estado de salud del “Duque”, también descargaron contra los “pibes de la foto” luego de su procesamiento con prisión por la justicia: “El refresco gratis más caro que pudieron tomar en sus vidas. PROCESADOS CON PRISIÓN POR RECEPTACIÓN. La viveza de sonreír a la cámara, mostrando las carencias de urbanidad más básicas, tuvieron sus costos. Habrá que ver si siguen sonriendo ahora”. Más allá de la valoración que le podamos dar al hecho de que la Guardia Republicana tenga una fan page, se ubica la “legitimidad impune” que entiende esta unidad policial especializada de colgar la foto y mandar una opinión al ruedo virtual. Es probable (¿?) que la solidaridad con el “Duque” por parte de cientos los motivara a dar un paso más. Cientos de hombres y mujeres clamando por la salud del perro como en un coro al son de “¡Sheriff! ¡Sheriff! ¡ladrá, ladrá y morde! / No permitas que pise mierda en mi jardín” (Sheriff, Los Redondos)…. Total, la “gente honesta y de bien” lo entenderá.

El ruido mediático fue tan grande, los “memes” de garrafas, los # fueron tantos, la “trend topic” fue tal, que hasta el propio Presidente de la República tuvo la oportunidad de dejar a un lado su perfil de “firme serenidad” para dar lugar al hincha del “gaucho del pantanoso” que lleva dentro y anunciar que si hay que “sacar del forro a alguno, se hará”. Fue aplaudido por muchos que lo valoraron como un “cristiano de carne y hueso” que se vio indignado como cualquier “hijo de vecina”. No es para cualquiera poder “sacar de las casillas” a un estadista que en un momento álgido de la relación con Argentina supiera conversar con la Sra. Rice y luego, años después, contarlo con la paciencia y sabiduría de un abuelo a sus nietitos alrededor de un fuego, como si se oyera llover.

Pocas voces criticaron la postura y las soluciones propuestas para el futbol de estos últimos días y menos, es justo señalarlo, se escucharon alternativas. Desde los ámbitos parlamentarios (comisiones, bancadas partidarias, etc.) las opiniones parecen confluir como las aguas de lluvia hacia la misma bocacalle. Todo parece sintetizar el ideal de un imaginario colectivo con centro en un “deseado” sentido común punitivo. Naturalmente, este tipo de repuestas dan lugar a un “ensanchamiento” del Estado policial, fortaleciendo las “separaciones preventivas” y arraigando cada vez más los “sentimientos de pertenencia a los colores”. Como contrapartida, la convivencia democrática en los escenarios deportivos continuará su largo exilio…. Total, la “gente honesta y de bien” lo entenderá.

ALGUNAS IDEAS, POR LA (PRO)POSITIVA

La cultura–fútbol uruguaya es mucho más que sus expresiones violentas y negativas. La fidelidad masiva con un proceso que trasmite compromiso y trabajo (además de resultados) da cuenta de un potencial social positivo que debe rescatarse y pasar a ocupar primeros planos de nuestra agenda. Compartimos, como cierre, un conjunto de ideas que pueden servir de indicios para transitar hacia un nuevo camino que deje atrás la cultura del aguante.

1) Promover el aliento sin el descrédito de propios y extraños. La autorregulación de un grupo de hinchas es posible, y saber que hay cosas que no se tienen que exteriorizar debe ser un componente esencial de la concurrencia a los espectáculos deportivos. No se trata de ir al fútbol como a la ópera, pero sí de poner límites a los comportamientos agresivos. La intención de que se vean los partidos sentado no es una mera cuestión arquitectónica, sino un aliciente para encuadrar los colectivos sociales positivamente.

2) Dar difusión a las obras sociales del fútbol y sus seguidores es otro camino a reforzar. El trabajo de las peñas y las asociaciones de hinchas que no se convierten en voceros del aguante sino que intentan canalizar los sentidos de pertenencia en labores educativas y de ayuda social merece ser potenciado mediática y culturalmente. Estos grupos, en la medida en que trascienden los propósitos de ir a la cancha y entienden que el hincha tiene responsabilidades para con la sociedad, son un aliado fundamental para intentar cambiar los ejes culturales negativos del problema de la violencia.

3) Evitar las corrientes sensacionalistas que hacen de las teorías conspiratorias el centro de las explicaciones y la motivación de las acciones. Si todos están contra nosotros, nuestra victoria será épica y valdrá cualquier forma de lograrla; al tiempo que la derrota nunca será comprendida como un fenómeno propio del juego y tendrá como explicación última el mal que los enemigos nos hacen. Esto corre para las manías persecutorias de muchos periodistas respecto de la FIFA y Uruguay, la campaña de “penal para Nacional” o la versión tricolor de que “todo el periodismo es manya”.

4)  Profundizar y dar espacio a pedagogías del deporte que enseñen los elementos sustanciales de la alta competencia y sus características en parte impredecibles como agonísticas. Evitar dramatismos y fanatismos, apuntar a entender cómo se juega, cuánto pesan las condiciones emocionales, psicológicas y técnicas en cada uno de los actores y de esta forma re‑humanizar la mirada sobre el juego. Más allá de idolatrías, odios o decepciones, vale recordar que no se trata de muñequitos de playstation, que no hay sueldo ni práctica profesional que pueda decir si el penal que va a patear será el gol en cada contexto nuevo que le toque. Para esta pedagogía, es muy útil remitirse a la obra de formación humanista de Tabárez, que ha dado lugar a sobradas muestras de encare transformador más allá de la línea de cal.

5) Tomar elementos deportivo-culturales sanos de otras prácticas como ejemplo: el tercer tiempo del Rugby, el respeto por los jueces y el rival en el tenis. No sería descabellado pensar en una campaña liderada por el “Chino” y el “Tony”, que en su vida pública y privada demuestran cómo la rivalidad deportiva de dos ídolos contemporáneos puede ser la base para la construcción de relaciones personales sanas, de afecto y amistad.

6)  Exigir, desde una postura de compromiso y control social, la comunicación formada y formativa de parte de periodistas y dirigentes. Su tarea es fundamental en la cultura‑fútbol, y por eso mismo el sentido de responsabilidad con el que la practiquen debe ser socialmente respaldado cuando evidencian estudio (y no nos referimos a tener título) y actitudes crítico‑constructivas que apuntan a entender el juego, y a valorar a los actores desde coordenadas humanistas que eviten el sensacionalismo cómplice con la cultura del aguante.

7) Entender que la respuesta punitiva como eje preventivo refuerza el relato de la desconfianza y la separación. Sin embargo, hemos dado sobradas muestras como sociedad de emprender caminos de encuentro en momentos críticos (la salida a la crisis del 2002, por ejemplo). El fútbol como seña de identidad colectiva debe encontrar los caminos para la construcción de espacios integradores en que quepan la responsabilidad y el compromiso recíproco de todos los actores que participan en el futbol local, y el Estado debe desempeñar un rol de liderazgo en la articulación de los esfuerzos de cooperación.

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