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EL HILO CONDUCTOR DE LAS POLÍTICAS ABYECTAS

 Publicado: 02/08/2017

Carl Schmitt y el reciclaje de los juristas nazis


Por Fernando Britos V.


  1. ALMA DE RATA

Como señalábamos en un artículo anterior, Carl Schmitt fue uno de los principales críticos alemanes del ordenamiento de Europa que resultó de la Primera Guerra Mundial. Su idea de lo político como determinación de amigo y enemigo con fines de unidad nacional, su concepción de la guerra como culminación de la política, su antisemitismo arraigado en la exigencia de homogeneidad racial se apoyaban en los antiguos enemigos de la Ilustración, que abominaban de la Revolución Francesa y rechazaban la democracia liberal burguesa, la laicidad y la secularización de la sociedad en nombre de un catolicismo fundamentalista y archireaccionario.

Sus resentimientos antiburgueses ‑expresados desde una posición absolutista y contrarrevolucionaria‑ le llevaron a manifestarse contra la seguridad apolítica de una forma de vida cómodamente asentada en una combinación de propiedad privada y garantías jurídicas. Su antipositivismo es conocido.

El antianarquismo, antimarxismo y antibolchevismo de Schmitt fue proverbial y constante, desde su juventud hasta su muerte. Sus ideas coincidían con el nacionalsocialismo y aunque despreciaba a Hitler jugó un papel clave en la legitimación del régimen, entre 1933 y 1936, y participó hasta 1945 de actividades políticas, de justificación y adoctrinamiento desde su cátedra. Diseñó un programa político y científico de superautoritarismo contrarrevolucionario, que revalida la soberanía y la convierte en lo puramente político (más allá del Estado de derecho) que se apoya en la declaración del enemigo (preferentemente el enemigo absoluto) para galvanizar la homogeneidad política y existencial y desde luego religiosa. Esta problemática es la característica de toda la obra del hombrecito de Plettenburg, desde la época del Kaiser hasta la Teología Política II en la República Federal Alemana (RFA).[1]

Toda su obra está apoyada en un desencanto metafísico que era la otra cara de una escatología negativa y una filosofía teológica de la historia. Su concepción absoluta del Estado como katechon (pronúnciese katejón), el mecanismo de contención frente al socialismo que identificaba con el Anticristo, y su concepto de lo político, no forman parte de un sistema y no fueron los que le llevaron automáticamente a afiliarse al NSDAP[2] pero son la clave para entender las afinidades estructurales de muchos intelectuales alemanes con la ideología y la praxis del nazismo. Benno Teschke dice que de este modo Schmitt y otros intelectuales alemanes de ultraderecha “estaban predestinados a unirse al nazismo”.[3]

Respecto a la concepción schmittiana de soberanía, que Teschke califica como “desocializada”, agrega: “también sigue curiosamente despolitizada: el autor intenta identificar un punto arquimediano no sólo fuera de la sociedad, sino igualmente fuera de la política ‑superaislado de cualquier contestación sociopolítica‑ para neutralizar por completo la política interior: ultrasoberanía. Esta perspectiva extrapolítica se escoge deliberadamente ‑y en esto convergen la teología política y el hiperautoritarismo‑ para determinar con exactitud esa ubicación quimérica que reestabiliza los procesos sociales, ex nihilo, pero con una fuerza abrumadora: la apoteosis del Estado”.[4]

Cuando el derrumbe del Tercer Reich, Schmitt eludió hábilmente sus responsabilidades, consiguió escapar a los juicios de Nuremberg y aunque perdió su biblioteca y no recuperó su cátedra se libró de la prisión o la horca y se transformó en el gurú privado de los neoconservadores, los agresivos promotores de la revolución conservadora y de los combatientes de la Guerra Fría.

Antes de abordar a sus discípulos, herederos e imitadores, alemanes y extranjeros, hagamos un par de señalamientos sobre los conceptos de Schmitt que nos ayudarán a comprender por qué algunos de sus trabajos han resultado atrayentes para algunos de los llamados escritores posmodernistas y posmarxistas, aun los que se consideran de izquierda.

La interpretación que Schmitt hace del periodo clásico de la civilización interestatal europea (desde principios de la Edad Moderna hasta 1914), el Ius publicum europaeum, se abstrae de los valores e intereses que operaban y se contraponían. América, por ejemplo, aparece como un vacío desubjetivado, como una ficción histórica pero además ‑dice Teschke‑ pone de manifiesto la analogía entre el genocidio de los pueblos indígenas americanos y el genocidio de los judíos europeos y la revolución espacial de Hitler.

Cuando toca la guerra como tema, Schmitt hace manipulaciones y amontona falsedades similares a sus consideraciones sobre dicha civilización interestatal europea. Por ejemplo, la guerra entre monarquías en Europa (desde mediados del siglo XV hasta el XVIII aproximadamente) la presenta como un duelo entre caballeros, civilizado y acotado, limitado en el tiempo y humanizado en sus prácticas. La verdad es que todo el periodo fue un estado de guerras permanentes que devoró a las familias reinantes, agotadas y destruidas por los enormes recursos que consumían, por la imposición de impuestos agobiantes, por el descontrol y la desintegración de las comunidades y sobre todo por los terribles sufrimientos que la guerra representaba para la población (muerte y robos, saqueos y requisas, violaciones, trabajos forzados, toma de rehenes, ruina de las cosechas, etc.).[5]

Schmitt había tomado de Clausewitz[6] los conceptos de “guerra limitada” y “guerra total”, muy burdos para dar cuenta de la verdadera naturaleza de la guerra a comienzos de la Edad Moderna. Las guerras anteriores a las revoluciones burguesas (tanto la Revolución Inglesa como la Francesa) no fueron en modo alguno limitadas. Las alusiones de Schmitt no aluden a la frecuencia, la duración, la magnitud y la intensidad de las guerras prerrevolucionarias.

Al final de la llamada Guerra de los Siete Años ‑una serie de guerras internacionales que tuvieron lugar entre 1756 y 1763 que incluso afectaron las provincias del que sería a poco el Virreinato del Río de la Plata‑ Prusia, que fue uno de los beligerantes, había perdido las dos terceras partes de sus ejércitos (180.000 bajas), que equivalían a la novena parte de su población.

La guerra nunca estuvo humanizada. No existía una distinción clara entre combatientes y no combatientes. La logística de los ejércitos era totalmente inadecuada: los generales de la nobleza viajaban con sus vajillas, mobiliario y guardarropa pero los soldados debían confiscar su comida y abrigo de la población o pasar hambre a la intemperie.[7]

En la aparente erudición de Schmitt lo social no aparece. Los acontecimientos históricos mundiales, la Revolución Inglesa, los orígenes del capitalismo y la Revolución Industrial, la Revolución Francesa, Napoleón, el colonialismo y el imperialismo del siglo XIX, la Revolución Rusa, son tratados con asombrosa superficialidad o simplemente ignorados.

En suma, el pensamiento político y la narrativa histórica de Schmitt son empíricamente insostenibles, teóricamente erróneos y llenos de contradicciones, omisiones y mistificaciones. El jurista alemán dio prioridad y valor a lo político y lo geopolítico (su concepción de Grossraum) al margen y en contra de lo social. Cuando fue interrogado en Nuremberg negó cualquier afinidad entre su Grossraum y el Lebensraum de los nazis, a pesar de sus grandes similitudes. También negó sus contactos con los capitostes nazis a pesar de haber sido un protegido de Herman Goering y destacó las sospechas que Himmler y sus colegas y rivales de las SS, Reinhard Höhn y Werner Best, proyectaron sobre él.[8]

Schmitt se burló de los intelectuales alemanes que se sometieron al proceso de desnazificación en las zonas estadounidense, británica y francesa de la Alemania ocupada. Él, como Heidegger, se negó a someterse a ese proceso que, desde el punto de vista político, implicaba un retorno al liberalismo que tanto detestaba en el marco del reordenamiento ideológico que impusieron los Estados Unidos en Europa y que encabezó el astuto político católico Konrad Adenauer (1876‑1967).[9]

Desde su casa de Plettenberg, donde montó una especie de seminario privado permanente, y en sus visitas a la España franquista y el contacto permanente con sus discípulos y ex colegas nazis, Schmitt se dedicó a reafirmar la naturaleza estrictamente jurídica de sus obras. Además, intentó reciclar un argumento que él mismo había utilizado para combatir las condiciones que el Tratado de Versalles había impuesto a Alemania al final de la Primera Guerra Mundial para descalificar la justicia política de los Juicios de Nuremberg promovidos por los aliados en 1945 (nullum crimen, nulla poena sine lege).

De hecho llevó a cabo una redefinición táctica de su producción intelectual. Refritó y reescribió la totalidad de sus obras. Entre ellas se destaca su Teoría del Partisano (mejor traducida como Teoría del Guerrillero), subtitulada "Observaciones al Concepto de lo Político". Se trata de un texto originalmente producido en 1932, antes del gobierno hitleriano, y refritado en 1962 para sendas conferencias en Pamplona y Zaragoza, que fue muy frecuentado durante la Guerra Fría y en ciertos círculos de izquierda y de derecha[10].

Schmitt viajaba bastante y participaba en exclusivos “seminarios sobre organización”, que celebraba en Ebrach (un pueblito de Baviera) nada menos que Forsthoff, que los denominaba “contrauniversidades”. En España encontró un segundo hogar intelectual; los corifeos del franquismo lo consideraban “venerado maestro”.

  1. CÓMPLICES, CONFIDENTES Y DISCÍPULOS RECICLADOS

La pléyade de adeptos de Carl Schmitt se extendía por Europa pero su principal concentración se encontraba en Alemania, España, Francia e Italia. Después, algunos de los primeros discípulos lo introdujeron en los países anglosajones. A América Latina Schmitt llegó a través de sus exégetas franquistas, monárquicos y especialmente los ultramontanos y fundamentalistas católicos. Ya lo veremos.

Schmitt dedicó su Theorie des Partisanen precisamente a Ernst Forsthoff (por su sexagésimo cumpleaños, el 13 de setiembre de 1962). El entonces cumpleañero fue el más allegado de sus discípulos y su confidente permanente. A su muerte se encontraron más de trescientas extensas cartas, producto de la correspondencia entre ambos colegas. El corresponsal de Schmitt fue un abogado constitucionalista y administrativista nazi que hizo carrera como catedrático, durante el Tercer Reich, en las universidades de Frankfurt, Hamburgo, Koenigsberg y Viena. En esta última y en el año 1942 tuvo algún problemita con la Gestapo (seguramente no por razones políticas) y se trasladó a Heidelberg, donde siguió en la docencia hasta 1945.

En 1933 había producido su artículo clásico, “Der totale Staat”, que promovía el Führerprinzip (el poder exclusivo e ilimitado de Hitler). El gobierno de la zona de ocupación estadounidense le prohibió enseñar hasta que, en 1952, retomó su cátedra en Frankfurt. Después de la guerra se presentó como un acérrimo derechista que rechazaba los derechos constitucionales (positivismo legal) y apoyaba el Rechstaatopuesto al Sozialstaat propuesto por los socialdemócratas.

Los discípulos más connotados de Schmitt fueron invariablemente juristas que hicieron carrera bajo el régimen nacionalsocialista y que no solamente eludieron su responsabilidad en los crímenes del mismo sino que ocuparon un sitial destacado en la RFA, fueron aclamados como grandes profesores y homenajeados con publicaciones especiales con motivo de su jubilación. Eran individuos nacidos en los primeros años del siglo XX. A continuación citamos algunos de los discípulos nazis reciclados:

Theodor Maunz (1901-1993) perteneció a una secta católica nazi y después de la guerra se transformó en exégeta de la Ley Fundamental de Bonn (la Constitución neoliberal de la RFA). Fue mentor del recientemente fallecido Roman Herzog (1934‑2017), abogado y político democristiano que llegó a ser Presidente de Alemania entre 1994 y 1999.

Karl Larenz (1903‑1993), otro profesor nazi que ingresó a la Universidad de Kiel en 1933, cuando ocupó la vacante del expulsado Gerhart Husserl (profesor de derecho, hijo del filósofo judeoalemán Edmund Husserl) y considerado par de Schmitt como jurista comprometido con la legitimación del régimen hitleriano.

Franz Wieacker (1908‑1994), otro nazi, especialista en historia del derecho romano, que hizo carrera no casualmente en la Universidad de Kiel.

Karl Michaelis (1900‑2001), profesor nazi que se desempeñó como Decano en la Universidad de Leipzig entre 1942 y 1944.

Wolfgang Siebert (1905‑1959) fue miembro destacado de las Juventudes Hitlerianas. Ocupó la cátedra de derecho laboral en Gotinga desde 1950 y en Heidelberg desde 1957. Uno de sus admiradores españoles escribió de Siebert que había “superado magistralmente, fruto de inigualable habilidad, los efectos de la derrota del nacionalsocialismo”.

Otros nazis reciclados en la RFA como grandes profesores de Derecho fueron Ulrich Scheuner (en Bonn), Georg Dahn (en Kiel), Friedrich Schaffstein y E.R. Huber (en Gotinga) y Herbert Krüger (en Hamburgo).

El legado de Schmitt, recayó en los neoschmittianos alemanes, influidos por su orientación filosófica e ideológica, aunque no hubiesen sido sus discípulos. Además, estos individuos no necesariamente habían tenido responsabilidades en el aparato del nazismo, en la enseñanza o en el gobierno. La mayoría no fueron afiliados al NSDAP o a las Juventudes Hitlerianas aunque, invariablemente, pertenecieron a los sectores derechistas y neoconservadores alemanes. Por otra parte provenían de una serie de disciplinas más allá del Derecho y la mayoría había nacido en el periodo de entreguerras. Una relación mínima debe incluir a los siguientes:

Ernst-Wolfgang Böckenförde (nacido en 1930) se doctoró en 1956 y es considerado una de los más destacados profesores de Derecho de Alemania. Integró el Tribunal Constitucional de la RFA y es autor de más de 20 libros y 80 artículos sobre teoría constitucional, filosofía política conservadora y teología católica. Sus ideas fueron criticadas por Jürgen Habermas.

Johannes Winckelmann (1900‑1985) fue el editor de Max Weber.

Reinhart Koselleck (1923‑2006), historiador también influenciado por Gadamer.

Roman Schnur (1927‑1996), profesor de Derecho Público.

George Schwab (nacido en Letonia en 1931) politólogo estadounidense especialista en Política Internacional e integrante de un “think tank” conservador.

Odo Marquardt (1928‑2015) Filósofo del llamado conservadurismo simple, minimalista escéptico, promotor de la tradición y las costumbres.

Wilhelm Grewe (1911‑2000) Chovinista alemán; diplomático de la Guerra Fría (este sí había hecho gran carrera durante el Tercer Reich).

Algunos juristas y profesores alemanes tuvieron posiciones ambiguas antes que el régimen de la República de Weimar se hundiera, en 1933, como Carl August Emge (1886‑1970), que se plegó al nazismo pero mantenía “discrepancias” porque era nitzcheano y Erik Wolf (1902‑1977), nazi pero teólogo de la iglesia evangélica alemana. Hubo otros que no se comprometieron demasiado pero contribuyeron con algunas loas al Führer o al orden jurídico nazi, como fue el caso de Karl Engisch (1899‑1990) o Hans Welzel (1904‑1977). Unos pocos se mantuvieron al margen de la política o cambiaron de tema pero fueron despedidos de sus cátedras, como el socialdemócrata Gustav Radbruch (1878‑1949) (que sin embargo siguió escribiendo y publicando en Alemania) y Ulrich Klug (1913‑1993), que después de la guerra se incorporó al Freie Demokratische Partei (un partido liberal clásico). Desde luego los profesores judíos y los más comprometidos con la izquierda fueron expulsados y debieron exiliarse.

Juan Antonio García Amado, en su blog “Dura Lex”, se pregunta por qué la mayoría de los juristas alemanes adhirieron al nazismo. “Echaron sus cuentas y pensaron que se subían al carro de la Historia. Su conciencia la entregaron porque era venal y miserable. Eran malas personas, eran mezquinos y canallas. También cobardes”. Después de 1945 ni uno asumió gallardamente culpas o errores, ninguno se disculpó. Todos fingieron que no sabían lo que hacían o acusaron a los ausentes. Empezando por el positivismo jurídico en general y por Kelsen en particular. Explicaron que habían acatado los mandatos de Hitler porque, debido a Kelsen, ellos habían sido positivistas convencidos y que por eso no osaron desobedecer las leyes inicuas.

No solamente Schmitt había proclamado que el constitucionalismo liberal era un invento de los judíos para destruir al pueblo alemán. La mayoría afirmó que el crimen no necesitaba tipificación legal para recibir el castigo pues la esencia de lo criminal consistía en ser enemigo del Estado y comportarse de modo contrario a la comunidad racial alemana. Argumentos endebles porque esos académicos no se habían limitado a obedecer, sino que apoyaron y fundamentaron los crímenes con entusiasmo.

El jurista alemán Bernd Rüthers[11] (nacido en 1930), fue el primero que demostró sistemáticamente cual había sido la catadura moral y académica de esos profesores. No eran inocentes, no eran ingenuos, no eran simplemente ambiciosos, no actuaban seducidos por una personalidad carismática. Eran inmorales y perversos, sabían que legitimando el régimen y produciendo o promoviendo las leyes fundamentales del nazismo abrían camino a los crímenes más horrendos.

Los nazis no desarrollaron un gran trabajo legislativo, sino que se limitaron a imponer unas pocas leyes importantes, manteniendo en todo lo demás la legislación existente. Las leyes que menciona Rüthers son, entre otras, la Ley de Habilitación (1933)[12], la Ley para la Restauración del Funcionariado Público Profesional de 7 de abril de 1933 y las Leyes Raciales de Nuremberg de setiembre de 1935.

Después de la caída del Tercer Reich la mayoría de los juristas mantuvo o recuperó sus cátedras universitarias, retornaron a sus juzgados los jueces, volvieron a la administración pública en la RFA, se reciclaron y juraron que ahora estaban donde siempre habían estado, en la defensa de la libertad, la igualdad y los derechos de la ciudadanía, contra el comunismo y el marxismo y en pro de la democracia. Escribieron, después de 1945, algunas de las grandes obras del pensamiento jurídico del siglo XX; pero con su vida produjeron también lo que se ha calificado como “uno de los capítulos más oscuros de la historia universal de la infamia”.

Muchos llegaron a ocupar las más altas magistraturas de la RFA y de la Alemania posterior a 1989.  Se parapetaron en la lealtad de sus discípulos y en la complicidad gremial, impidieron la circulación de sus textos de la época nazi, mandaron callar a los que sabían quiénes habían sido y qué habían hecho. Hasta fines de la década de 1960, en la RFA, no se publicó ni una línea que recordara su oscuro pasado reciente.

Las mejores pruebas de la villanía de los juristas nazis ‑dice García Amado‑ las aportaron estos personajes reciclados cuando apareció la Ley Fundamental de Bonn (la Constitución de la RFA, en 1949) y la alabaron con idéntico celo con el que habían producido las leyes liberticidas y racistas del Tercer Reich. Después de la guerra expresaron su inquebrantable fe en los derechos humanos y en la dignidad de todos los seres, se convirtieron en exégetas privilegiados de las nuevas normas democráticas liberales y acogieron apresuradamente la nueva Jurisprudencia de Valores.[13]

Además, Schmitt generó “diálogos ocultos” con personajes que, en algunos casos, eran o habían sido opositores suyos. Es el caso de Hans Morgenthau (1904‑1980), politólogo estadounidense de origen judeo-alemán, amigo de Kelsen y opositor de Schmitt hasta que abandonó Alemania en 1937. Morgenthau, un personaje relevante, complejo y polémico con su “teoría realista de las relaciones internacionales”, presenta, en su política de poder, netas influencias schmittianas.

Otro personaje influyente fue Leo Strauss (1899‑1973), considerado “el padre de los neoconservadores estadounidenses”, enemigo jurado de la modernidad, que creía en la eficacia de la manipulación política y el uso de la mentira porque había hecho suya la noción del combate total de amigo contra enemigo, y en el derecho natural del fuerte de dominar al débil. Strauss fue mentor de Samuel Huntington, Francis Fukuyama y Paul Wolfowitz, entre otros.

Los discípulos y biógrafos de Carl Schmitt han tratado de disimular la responsabilidad del hombrecito de Plettenberg en las barbaridades y crímenes del nazismo y de la Guerra Fría, transformándolo de activo promotor en una víctima pasiva de fuerzas situadas fuera de su control. “Yo no he decidido nada ‑le dijo Schmitt a Kempner‑ era Hitler quien decidía”.

Cuando en un próximo artículo abordemos su “teoría del guerrillero” veremos claramente la responsabilidad ideológica de Schmitt en los crímenes cometidos por el imperialismo y el colonialismo, desde 1945, en Indochina, en Argelia y en América Latina. Está claro que referirse a las consecuencias políticas de las teorías de Schmitt no puede pasar por la negación de su responsabilidad (la línea escogida por él para su defensa y continuada por sus discípulos e interlocutores para despegarse de los crímenes del nazismo) y tampoco por la indignación moralista.

Como dice Benno Teschke, muchos remiten púdicamente esa indignación al pasado nazi de Schmitt y sus discípulos, convenientemente ocultado como vimos. Sucede que muchos de los epígonos alemanes que blanquearon su pasado desde 1945, en la RFA, siguieron siendo nazis y derechistas (como Heidegger, que nunca se arrepintió) o como varios ilustres profesores que, habiéndose transformado en paladines de la democracia liberal y del neoconservadurismo, en su ámbito íntimo seguían siendo fanáticos hitlerianos. Así ha sucedido con esa generación: fallecidos a fines del siglo pasado y comienzos del presente, se descubrieron entonces sus diarios íntimos y su correspondencia reservada, rebosantes de desembozado racismo, anticomunismo y añoranzas por el poder que tuvieron durante el Tercer Reich.

La Doctrina de la Seguridad Nacional que asoló América Latina en las décadas de 1960 a 1980 del siglo pasado, así como la “guerra global contra el terror” que se desató después de los atentados de setiembre de 2001, durante el gobierno de George W. Bush en los EE.UU., responde a un esquema político claramente schmittiano: fortalecimiento del Poder Ejecutivo en desmedro y por encima del parlamento o mediante la disolución de este como en las dictaduras promovidas por los Estados Unidos; limitación de las libertades civiles básicas (censura y manipulación de la información, detenciones de opositores, llegando a la tortura sistemática, las desapariciones y los asesinatos); intervenciones bélicas bajo la forma de guerras o ataques preventivos (incluso bajo la forma de estados de guerra interna); comisión de crímenes de guerra y la negativa a aplicar la Convención de Ginebra (en cuanto al tratamiento de los prisioneros y de la población civil).

En el próximo capítulo seguiremos la pista del fundamentalismo schmittiano y sus predicadores  antes, durante y después de la dictadura cívico‑militar en el Uruguay (1973‑1985).

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