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PLATILLOS CHINOS O SIMPLIFICACIONES

 Publicado: 07/02/2018

El indispensable malabarismo de la política económica


Por José Luis Piccardo y Nicolas Grab


Desde hace 13 años el salario real aumenta en Uruguay todos los años, acumulando un crecimiento del 55% por término medio y más del 100% en los salarios más bajos. Deberíamos mantener esta tendencia. Habría que seguir conteniendo la inflación que podría frustrarla, manteniendo bajo el dólar para proteger el valor adquisitivo de los salarios y las pasividades. Por otro lado debemos cuidar que los sectores exportadores tengan condiciones de competitividad que les permitan intensificar su actividad y generar empleo. Esto requiere que el dólar suba respecto del peso.

Entonces… ¿contenemos el dólar para valorizar los salarios y jubilaciones, o procuramos que suba para dar competitividad a las exportaciones?

(En este mismo momento, las movilizaciones de productores agropecuarios reclaman que el dólar equivalga a más pesos para hacer más rentables sus productos. Pero a la vez son muchos los productores agropecuarios que están endeudados en dólares, y para ellos una suba del dólar podría ser desastrosa. ¿Corresponde entonces atender lo que piden unos aunque provoque la ruina de otros?)

Hay un reclamo general de reducir el costo del Estado y atenuar la presión impositiva. Pero es necesario respaldar emprendimientos privados de diverso tipo y empresas estatales que puedan suplir la ausencia del sector privado, así como compensar con subsidios a quienes se ven perjudicados por diferentes causas.

Entonces, ¿nos dedicamos a reducir el aparato estatal y su costo, o anteponemos su función social y su papel económico?

* * *

Podría continuarse indefinidamente este contrapunto de reclamos e intereses contrapuestos que tironean en direcciones contrarias.

Que esto sea así no supone ninguna peculiaridad, nada propio del país ni de la coyuntura. Toda gestión de gobierno, en cualquier tiempo y lugar, se desenvuelve con este tipo de alternativas y dilemas. Procura determinados objetivos, pero para alcanzarlos tiene que administrar opciones sopesando los factores, evaluando los efectos y calibrando las medidas. Ninguna de éstas, prácticamente nunca, tiene consecuencias únicas ni sólo positivas.

El presidente del Banco Central ha utilizado con seriedad, aunque el recurso oratorio resulte risueño, la imagen del malabarista que mantiene los platillos chinos girando a la vez, evitando que se caigan, para graficar las ponderaciones y equilibrios que hay que contemplar. Objetivos tales como asegurar un crecimiento sustentable, mejorar las condiciones de vida, priorizar a los más débiles y distribuir con justicia los beneficios y los costos, no se alcanzan poniendo simplemente el timón en una dirección determinada. Seguir esa dirección (o cualquiera otra) requiere un malabarismo permanente.

Y aún debe añadirse que los ejemplos citados al comienzo son planteos simplificados, porque en realidad las variables y los factores son múltiples y los dilemas son mucho más complejos.

Hay obligaciones que esto nos impone a todos, porque desconocer las realidades no es un derecho humano sino una actitud irracional e indefendible.

En los partidos políticos (dependiendo de sus sectores), en el sindicalismo (variando el énfasis según las dirigencias), en las cámaras empresariales (también con diferencias entre ellas) se ha fundamentado con variedad de argumentos acerca de lo fácil que sería tener un país mucho más desarrollado y con niveles significativamente más elevados de crecimiento y justicia social.

Es natural y normal que las personas y sus organizaciones propugnen medidas que contemplen sus necesidades e intereses. Que un sindicato busque aumentar sus salarios, o una cámara empresarial gestione desgravaciones en su actividad, o cualquier colectivo abogue por medidas de su interés, es lógico. Es lo que corresponde a su naturaleza: existen para realizar esa militancia. Pero en la defensa de sus argumentos no es razonable que presenten las medidas que les convienen desligándolas de todo contexto y como si sus beneficios no tuvieran ningún costo ni inconveniente.

En el caso particular de una política de izquierda que adopta como objetivos promover la justicia social, una mayor equidad en la distribución y la defensa de los más débiles, es indispensable cuidar que las medidas de beneficio inmediato no comprometan ni pongan en riesgo la situación futura, o tengan efectos secundarios o indirectos que a la larga resulten perjudiciales.

Y hay límites. Por ejemplo: en la búsqueda de una distribución más equitativa del ingreso se puede gravar más el capital. Sí; pero eso tiene consecuencias y costos que imponen un tope, aunque se discuta dónde se sitúa. El criterio no puede ser que cuanto más se grave el capital, mejor será. (Y, de hecho, ¿dónde se ha alcanzado mejor equilibrio entre el régimen impositivo y los estímulos a la inversión? En América Latina, a juzgar por toda clase de indicadores ‑PIB per cápita, ingresos reales de la población, equidad, etcétera‑, Uruguay es el país al que le van saliendo mejor las cosas.)

Macanas, dirán algunos. Si los principios están claros, basta con aplicarlos para resolver cualquier dilema sin complicar las cosas de ese modo. Muchos pretenden que no hay que andar con tantas contemplaciones para dar satisfacción a sus demandas particulares. O, incluso, que por esa vía se abdica de los principios o se disimula su abandono.

Esa actitud, que simplifica la gestión pública y allana el camino a quienes buscan soluciones fáciles, en realidad confunde y no ayuda a resolver los verdaderos problemas.

En el mundo real no abunda lo bueno, bonito y barato.

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