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CAPITALISMO TARDÍO Y EDUCACIÓN
El avance autoritario y el lugar de la pedagogía
Por José Stagnaro
Aunque no totalizan el panorama educativo, bien pueden describirse dos discursos antagónicos sobre educación: por un lado uno -dominante, administrativo y antipedagógico- que tiende a centralizar el control institucional y acotar en cuanto sea posible todo auténtico acto educativo. La Ley de Urgente Consideración (LUC) va en ese sentido. Por otro, el que intenta democratizar las prácticas e instituciones defendiendo la autonomía y la efectiva aparición de actos educativos sustantivos, aquellos que se desenvuelven en medio de un fuerte compromiso con las personas y, por tanto, son siempre emancipadores.
Una característica intelectual que se ha hecho habitual en el discurso dominante sobre educación, a partir de los años 90, es el de recostarse a la economía y la sociología y sobre todo a ciertos instrumentos ideológicos implícitos de carácter empresarial y administrativo de la desigualdad que tales técnicas desarrollan. En una doble estrategia, evita, por un lado, el debate pedagógico al que subsume en el rigor de esas disciplinas, y por el otro, justifica su intervención autoritaria con la supuesta atención de la desigualdad social cuando, en realidad, solo propone estrategias adaptativas para algunos sectores acotados que, precisamente, define a partir de esos estudios.
El interés que guía sus propuestas -como por ejemplo, las sociólogicas de Renato Opertti y Fernando Filgueira de Eduy 21- es el de preparar mano de obra tecnológicamente útil, pero inexorablemente atada a obsolescencia programada, dada la aceleración que experimenta el mercado laboral del capitalismo tardío. Al gobierno de los empresarios les preocupa la selección de personal, dicho esto con todas las letras, ya que el carácter restringido a lo laboral inevitablemente excluye inmensos contingentes de su proyecto pseudoeducativo. Para cumplir ese propósito necesitan remover las posturas largamente sustentadas por las y los educadores uruguayos que ponen en el centro a la persona, sus conflictos y sus formas de sufrir opresión de clase, raza o género. Según creen, esas cuestiones no pueden entrar a la institución y mucho menos que los educadores las enfoquen prioritariamente. Su forma de presionar es -como siempre- de arriba hacia abajo; fortaleciendo las instancias de control político de cuánto se hace en cada rincón del sistema.
Con la LUC estamos en un proceso ya largo, que viene desde la reforma encabezada por Julio María Sanguinetti en 1972, la liderada por Germán Rama en los 90, y que llega hasta nuestros días: todas estas reformas recortan democracia y concentran poder institucional en beneficio de los sectores empresariales y patriarcales. También sabemos -y acaso esto es sinónimo de las fortalezas de sus antagonistas- que necesitan hacerlo porque los educadores uruguayos tenemos esa larga historia que mencioné y que se traduce en cuestiones bien preocupantes para los lazos solidarios entre las distintas formas de ejercer poder: fidelidad democrática, autonomía pedagógica y capacidad de aunar fuerzas entre educadores y educandos en pos de una educación popular.
Cuando yo terminaba la carrera de Magisterio en la segunda mitad de los años 80, ya restablecida la democracia, nuestros grandes educadores y sus libros continuaban desalojados por nuevos y desconocidos colonizadores de la formación docente; autores bastante menores si los comparamos con los nuestros, en su mayoría españoles, que venían en ancas de grandes tiradas editoriales de exportación para decirnos simplezas como, por ejemplo, que los educandos son seres bio-psico-sociales y, por lo tanto, los maestros deberíamos servirnos de los aportes de tal multiplicidad disciplinaria si queríamos educar. El problema era que nunca decían o dicen (pongamos ahora tiempo presente) cómo efectivamente se realiza eso.
Podemos imaginar una escena algo graciosa: “¡A ver niños! Esta primer semana de clases será de profundo diagnóstico científico, necesitaré informes médicos y psicológicos de cada uno; mientras tanto, vayan respondiendo un sencillo formulario para poder establecer el rango de expectativas y carencias que los determinan socialmente. No se preocupen, son preguntas sencillas no invasivas, cosas como si tienen uno o dos televisores, cuántas computadoras, el nivel educativo de sus padres, etcétera. Ya me ocuparé yo de armar el currículo específico (el general ya lo recibí) para que todos ustedes aprendan algo”.
Unos años más tarde, ya avanzada la propuesta de Rama, gracias a tanta ciencia social nos dimos cuenta que desde hacía muchos años estábamos trabajando en una escuela de “contexto crítico” y no lo sabíamos. Y claro, por eso era que todas las estadísticas daban siempre mal y cada vez era más difícil enseñar: no nos habíamos preparado para esa tarea, los niños bio-pisco-sociales que aparecían en los libros eran normales, y estos, no lo eran...
Nos hicieron olvidar lo que decían aquellos maestros nuestros y su vocación de actuar en contextos de mayor pobreza, no concebidos “críticos”, sino más bien “desafiantes” para más y mejor educación en medio de una segura transformación social. Llegados los 90 y en baja tales expectativas utópicas, el registro empírico se impone al deseo: si finalmente no había forma de concebir una sociedad más justa, algo útil deberíamos hacer con esos niños.
Los números tendían -y tienden- a ubicar a la mitad de los niños uruguayos en la pobreza; algo debe hacerse a partir de esa evidencia. El problema es que para un educador estimar la pobreza es algo muy diferente a lo que hace un economista o un sociólogo. Usar sus datos para mejorar la educación es algo así como aprender a nadar por correspondencia, y de eso los primeros en darnos cuenta fuimos los docentes... Lástima que a esa altura ya nadie nos escuchaba.
Michel Foucault en “Las palabras y las cosas” nos habla sobre el borramiento del sujeto cuando se lo inscribe en la multiplicidad de las disciplinas: no existe el hombre ya fragmentado por las cuadrículas que lo estudian. Pero, ¿qué hace el educador? El niño que tenemos delante requiere que lo comprendamos y lo eduquemos. Obstinadamente -contra todo estructuralismo-, está parado ahí mirándonos, nos interpela -diría Althusser- pero además está esperando que nosotros lo interpelemos. Se muestra siempre expectante ante la posibilidad de que pueda efectivamente él existir para nosotros o por el contrario, tenga que alejarse definitivamente porque de alguna manera -increíblemente lúcida e instantánea- se dará cuenta que estamos mirando a través de sus ojos en busca de un fantasma que no existe con forma de niño-otro, de educando bio-pisco-social... de alguien, en definitiva, que no es él pero -y aquí nos corresponde reflexionar a fondo- también nos salve de ver de frente y a diario, sin la mediación de relato o pantalla, la opresión, la miseria y la violencia.
No digo que las ciencias sociales -en general y no solo las que ostentan claros propósitos ideológicos dominantes- sean completamente inútiles al pedagogo, pero tal como se insiste en utilizarlas aportan muy poco, no solo al pedagogo, sino al ciudadano mínimamente comprometido con la polis. Tanto los educadores como los ciudadanos quisiéramos actuar con los pobres, con los oprimidos, con sujetos, y no volverlos mero objeto de lo que haremos, por tanto, sin ellos.
Claro que este niño existe, que hay un sujeto, que tiene una historia y, sobre todo, que tiene algo para decirnos. La institución, en general, prefiere no escuchar, produciendo y reproduciendo violencia; restos degradados de incomunicación normalizada. Y claro que ese niño tiene enormes carencias, pero nadie es carencia; ser es ya no-carencia, subjetividad en conflicto y en construcción, pero vida al fin, capaz de enseñarnos mucho más de lo que habitualmente esperamos aprender. Todos los niños son educables y sabemos, a pesar de tantos fracasos, de tanto “contexto crítico”, de tanto libro mal leído (por malo el libro, digo) y de tanta institución opresiva, que algo de magia se produce, si el término puede referir a eso inefable, lleno de misterio que tiene la verdadera comunicación humana. Tal vez sea una suerte, suplementaria o acaso necesaria y terapéutica, que los educadores nos volvemos amigos del arte y nos reconocemos en las sabias palabras de Lorca: “sólo el misterio nos hace vivir”. Porque educar es andar a tientas en medio de misterios compartidos.
A fin de cuentas, si a ese niño le borramos el misterio e intentamos abordarlo con información meramente estandarizada ya no podremos educarlo. La verdadera educación no necesita de los individuos-individualizados propios de la sociología y la economía funcionales al capital; necesita sujetos plenamente reconocidos y auto-reconocidos en subjetividades colectivas, en procesos de emancipación de sus condiciones opresivas, auto-conscientes del valor intransferible y no cuantificable de sus propias vidas. Y luego, necesitamos creer de nuevo, todos, que el mundo puede ser mejor y más justo para que educar tenga sentido.
Los educadores no tenemos otra posibilidad que agarrarnos con fuerza a lo que hacemos en circunstancias como esas donde aflora lo maravilloso en medio del barro, circunstancias irrepetibles y tal vez esporádicas pero cualitativamente las únicas relevantes. Al tomar consciencia de ellas, nuestra reflexión toma otra perspectiva: el problema resulta a la vez político y pedagógico. La ideología dominante concibe, paradójicamente, una institucionalidad educativa vacía de educadores y bien lejos de los que mayor derecho tendrían de ocuparla en Uruguay: los Agustín Ferreiro, los Jesualdo Sosa, las Reyna Reyes, los Julio Castro, los Miguel Soler... Y para hacerlo quiere convencernos que son otras disciplinas (en definitiva cualquiera menos la pedagogía) las que mejor nos habilitarían para escuchar a ese niño que insistentemente aún nos mira expectante.
Una sola palabra nuestra le bastará: ¡tanta lucidez -repito- tiene este niño! Dará la espalda a toda palabra-cuerpo; a toda palabra-psiquis, a toda palabra-social cada una de ellas teoréticamente adaptada con esmero al lenguaje infantil. Porque nada de eso necesita: por su parte, él no quiere estar en ninguna tabla de datos, en ninguna partición estandarizada; en ninguna evaluación (con razón odia las evaluaciones). El niño sabe que en las listas o en las clasificaciones no está nunca con otros, sino puesto al lado de un extraño: está en alguna parte de otras partes, al decir de Ranciere, nunca siendo verdaderamente él o reconocido en otros.
La tarea es inmensa y en los límites de la institucionalidad, imposible de realizar plenamente. Aún será más difícil si permitimos que esta se degrade como desea este gobierno, en el sentido de volverla más autoritaria y todavía más sometida a constante cuantificación.
El fracaso pedagógico más común es como el tirar al náufrago una cuerda desde un gran buque para, finalmente, darnos cuenta que la cuerda es demasiado fina, que el buque es demasiado grande o va demasiado rápido y nada ya puede evitar lo peor. Pero todo se vuelve incluso más perverso cuando el sistema nos ofrece expertos en estadística para sublimar el error sustituyendo el muerto de carne y hueso por un fantasma, un número rojo en la planilla del fracaso escolar.
Corresponde, en tanto nos sea posible (siempre hay un margen porque ningún sistema totaliza la vida), mejorar la metáfora; corresponde tirarnos al agua. Deberíamos exigir cada vez más que el barco nos tenga en cuenta a todos, enlentezca su acelerada marcha al progreso y preste atención a lo que somos: pobres animales humanos que inexorablemente progresamos... hacia la vejez y la muerte, buscando, a fin de cuentas, estar unido a otros como lo único que verdaderamente importa.
La historia es larga y la LUC no viene a deshacer todo lo bueno que teníamos; viene a profundizar un camino trazado y al que seguramente, nos sea siempre menos costoso adaptarnos como individuos, competidores, exitosos, o “reconocidos”. El problema es que nos debemos a nosotros mismos reconocernos como educadores y la mejor forma de obtener tal reconocimiento supone enfrentar la mirada de ese niño. En la misma medida que lo reconozcamos, que él se reconozca en otros y nosotros mismos lo hagamos en esta tragedia sin dudas compartida, efectivamente avanzaremos en el proceso educativo, poniendo el legado humano de palabras, sonidos, colores, fórmulas matemáticas y conocimiento científico a su servicio y no al revés. Educar es sabernos sujetos del conocimiento y no sujetos sujetados al conocimiento instrumental, empresarial.
¿Somos capaces de mirar de frente la explotación, la humillación o la tragedia de tantos niños, niñas y adolescentes tan lejos de los libros de texto y de las estadísticas? Su mirada es intraducible a la sociología que nos quieren imponer; es concreta, cercana al “apriori antropológico” que describe Arturo Roig, y a veces peor, a la “nuda vida” que describe Agamben.
El poder dominante oprime por arriba. Queda en nosotros liberarnos por abajo. En primer lugar, organizando las luchas por la igualdad, dándoles la oportunidad de que se retroalimenten mutuamente: tan vieja como persistente es la dominación como su resistencia. El mundo es ambas cosas en cada rincón y en cada uno de nosotros. El verdadero lugar de la pedagogía es enseñar y aprender esa verdad y, por lo tanto, siempre es lugar de lucha.