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ENFOQUES ORIGINALES DE LA HISTORIA (V)
Marx y la macrohistoria
Por Fernando Rama
En cuatro artículos precedentes nos hemos dedicado a reflexionar sobre la historia de la humanidad. Nos hemos referido a algunos autores pero principalmente a la obra de Yuval Noah Harari. Este historiador israelí se concentra en los procesos macrohistóricos y después de publicar el libro “De animales a dioses”, que constituyó un éxito mundial, publicó un segundo libro titulado “Homo Deus”, o “Breve historia del mañana”.
Sin la pretención de reseñar este segundo libro nos referiremos a algunas de las ideas en él contenidas, algunas muy interesantes y que merecen compartirse; otras, no tanto. Harari comienza por establecer una posible agenda del siglo XXI. Lo hace a partir de una afirmación interesante según la cual a principios del presente siglo la humanidad como tal ha logrado superar tres preocupaciones que la atormentaron hasta mediados del siglo XX: las hambrunas generalizadas, la guerra y las grandes epidemias que diezmaban a las poblaciones. En cada caso el historiador israelí introduce los matices correspondientes a los efectos de no absolutizar su afirmación. No desconoce la existencia de grandes sectores de la humanidad que conviven con el hambre, ni la crisis de los refugiados. Afirma no obstante que, para la mayoría de los seres humanos que viven en este inicio del siglo XXI, el hambre ha dejado de ser una preocupación cotidiana.
También es evidente que la amenaza de una guerra mundial como las dos grandes catástrofes bélicas que marcaron el siglo pasado no es el miedo predominante en nuestra época, aunque a veces ciertos datos hagan pensar lo contrario. Acierta, a nuestro juicio, cuando relativiza el peligro de los ataques terroristas que son noticia casi cotidiana en nuestros días. Muchas veces lo más dañino es la reacción de las sociedades ante la proliferación de dichos ataques, producto de la debilidad política de quienes los realizan. Es cierto que hay demasiados países poseedores de poder atómico agresivo, pero esencialmente este poder está concentrado en unos pocos, entre los que se destaca el complejo militar-industrial de Estados Unidos.
Otro tanto puede decirse de las epidemias que aún aparecen de vez en cuando, como es el caso del SIDA, el ébola o la peste porcina. Pero lo cierto es que los avances en la investigación biomédica han demostrado ser eficaces: en poco tiempo el VIH dejó de ser una amenaza mortal para transformarse en un germen cuyos efectos pueden combatirse como otras dolencias crónicas, al menos para quienes pueden pagarse los medicamentos y viven en sociedades donde existen sistemas sanitarios más o menos estructurados.
A partir de ahí se plantean como objetivos del siglo XXI la búsqueda del aumento de la expectativa de vida, la búsqueda de la felicidad y la tentación de suponer que el ser humano pueda llegar a ser un dios en la Tierra.
El primer punto de esta apuesta es el que tiene más posibilidades de concretarse. A lo largo del siglo XX la expectativa de vida de los seres humanos se duplicó, de 40 años se pasó a 80. Sería exagerado esperar que durante el siglo XXI se repita el nuevo guarismo. Si bien hay gurúes que pronostican el logro de la eterna juventud, ni siquiera podemos afirmar que en el 2100 los humanos vivirán 160 años. Lo esperable es que para las futuras generaciones vivir hasta los 100 ó 120 años sea algo posible. Esto traerá sin duda complicaciones de todo tipo: los sistemas de seguridad social y la carrera laboral de las personas se problematizarán, instituciones socioculturales como el matrimonio y todo el conjunto de las relaciones sociales se verán seriamente trastocadas de una forma que resulta difícil predecir.
La búsqueda de la felicidad cobrará un nuevo impulso aunque es poco probable que se alcance algo más de lo que se ha logrado hasta el momento. Lo que sí proliferan son los instrumentos disponibles para intentar esa búsqueda. Los miedos, las angustias, la depresión y la alienación pueden ser combatidos con ansiolíticos, antidepresivos y otros logros de la bioquímica cerebral. Pero como estos recursos no alcanzan – la tasa de suicidios a nivel mundial no deja de aumentar -, cada vez más gente recurre a los drogas legales e ilegales. El alcohol en primer lugar. No obstante, esta “solución” genera más problemas que paliativos. Todo parece indicar que por esta vía nos alejamos de la felicidad y para peor ninguna de las políticas ensayadas parece poder augurar el éxito. La represión del tráfico de drogas ha demostrado un estrepitoso fracaso, pero la legalización de todas las sustancias psicoactivas tampoco promete un paraíso. Sin embargo, los laboratorios siempre tendrán la posibilidad de inventar nuevas panaceas de la felicidad prosiguiendo por este callejón sin salida.
Las nuevas técnicas basadas en la manipulación del ADN, la inteligencia artificial, la robótica, la lucha contra el cambio climático, y otras que seguramente irán apareciendo, podrán alimentar la idea de que somos finalmente dioses. Pero esta visión nos aleja de la naturaleza cada vez más y plantea el eterno problema de quienes serán los propietarios de toda esta parafernalia de logros tecnológicos.
Más adelante el libro de Harari se dedica a señalar lo que el autor denomina la revolución humanista. Esta revolución es el resultado de la renuncia de la humanidad a creer que existe un plan cósmico que da sentido a la vida. Según este credo, propio de la modernidad, “los humanos son no sólo el sentido de su propia vida, sino también el sentido del universo entero”. Empleando otra terminología, Harari se refiere a los distintos aspectos de este giro que desecha los valores de la religión y se asienta en lo que solemos llamar Ilustración. Este pacto de la modernidad es lo que ha dominado en los últimos siglos. Pero no se trata de una concepción única y coherente, sino que se divide en tres visiones diferenciadas. Por un lado, siempre según Harari, existe el humanismo ortodoxo que se puede identificar con el liberalismo. “Es la política liberal la que cree que el votante es quien mejor sabe lo que le conviene. El arte liberal afirma que la belleza está en los ojos del espectador. La economía liberal sostiene que el cliente siempre tiene razón. La ética liberal nos aconseja que si nos gusta debemos hacerlo. La educación liberal nos enseña a pensar en nosotros mismos, porque la respuesta la encontraremos en nuestro interior”.
Pero durante los dos siglos pasados el humanismo dio vida al humanismo socialista, que incluye a una plétora de movimientos socialistas y comunistas. También para esta vertiente del humanismo la experiencia humana es el origen último del sentido y la autoridad. Harari se refiere también a un humanismo evolutivo cuyos defensores más famosos fueron los nazis. Si dejamos de lado, por disparatada, esta última afirmación, nos quedan dos fuerzas en pugna: el liberalismo y el socialismo, ambos con diferentes variantes. Desde Adam Smith hacia adelante el liberalismo se ha asociado al capitalismo cuyo credo se basa en dos premisas muy claras: si descubres algo tienes derecho a ser el propietario del descubrimiento y además puedes establecer pactos o contratos con cualquiera para defender tus intereses. El rol del Estado es asegurar que dichos pactos se cumplan.
En cambio, a partir de Karl Marx la idea fundamental ha sido que la posesión de los medios de producción debe ser colectiva, social y no individual. El liberalismo conduce, según el humanismo socialista a una guerra sin cuartel de todos contra todos y provoca una dramática distribución de la riqueza a favor de unos pocos.
Tras la estrepitosa caída del muro de Berlín, símbolo de la implosión de la Unión Soviética, la batalla cultural entre estas dos concepciones – la liberal y la comunista – parece inclinarse a favor del liberalismo, en especial en su nueva versión neoliberal. La cuestión del comunismo ha quedado devaluada al extremo. Los partidos comunistas en todo el mundo o bien han desaparecido o bien han quedado reducidos a una mínima expresión, con una incidencia política y cultural meramente testimonial. Los ideólogos del liberalismo han hecho todo lo posible para inculcar la indebida inferencia según la cual la caída del socialismo realmente existente es una demostración de la falsedad de las ideas marxistas.
Existen, no obstante, argumentos para sostener lo contrario. En primer lugar es necesario tomar nota de lo sucedido a partir de la caída de la Unión Soviética: el incremento de la irracionalidad social del capitalismo, el descaecimiento de la democracia con la consiguiente aparición de los llamados populismos. El síntoma más llamativo es la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, sus desplantes agresivos ante los peligros del calentamiento global, su tendencia a presionar con la superioridad atómica de Estados Unidos y su arrogancia de showman en medio de una dirigencia política que parece no saber qué hacer con él. Las barbaridades iniciadas en la era Bush se han multiplicado y nada bueno auguran. Llama incluso la atención la renuencia, por parte de muchos formadores de opinión pública, a tildar a Trump de fascista. Sin caer en visiones apocalípticas no deja de llamar la atención la insistencia del actual presidente estadounidense en combatir la globalización, un esfuerzo bastante inútil teniendo en cuenta que esa tendencia es tan propia del capitalismo como lo son las actividades de las transnacionales, las estadounidenses en primer lugar.
En segundo lugar lo que Harari no parece tener en cuenta es el imperativo moral de erradicar la explotación del hombre por el hombre, de acabar con la injusticia, de alcanzar la felicidad universal mediante la erradicación total de la guerra y asegurar el pan para todos.
En tercer lugar debe tenerse en cuenta el aprendizaje que representó para la humanidad la primera experiencia de construir una sociedad socialista, el registro de los errores cometidos y las enormes posibilidades de generar una nueva experiencia de realmente ponga la propiedad de los medios de producción en manos de la sociedad y no del Estado. Asimismo la posibilidad de aprovechar los enormes avances tecno-científicos para hacer de una nueva experiencia socialista un éxito.
Alvaro Cunhal es autor de un juicio revelador al señalar: “El siglo XX no fue aquel en el que el comunismo murió, sino aquel en el que el comunismo nació”. Cómo llegar a esta nueva etapa tiene respuestas variadas y nadie tiene la fórmula mágica para transformar este ideario en realidad. La recuperación de una democracia solidaria y realmente participativa parece ser un primer requisito. Votar cada cuatro o cinco años para cambiar un gobierno determinado para obtener otro que quizá haga mejor la cosas no parece ser el camino, como señala con claridad Saramago.
Pero los secretos de los procesos macrohistóricos son difícilmente escrutables. Alguien señaló que la revolución francesa comenzó cuando en el sur de Francia, a principios del siglo XVIII, un campesino se negó a saludar al señor feudal sacándose el sombrero. Si observamos el presente y tratamos de poner atención en esos pequeños gestos que anuncian grandes cambios tal vez podamos encontrar muchas señales para la esperanza.