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EN LA ERA DE LA “POSVERDAD”
Un mundo de mentira
Por Luis C. Turiansky
Que el prefijo post o pos se ha puesto de moda ya nadie lo pone en duda. Se habla de posmodernismo, postindustrial, poscomunista… Existe incluso el término “posneoliberal”, un recién llegado que combina dos prefijos que se contradicen entre sí.
La Sociedad del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa tiene la costumbre de elegir un neologismo destacado cada año. Para 2016 optó por “post-truth”, que se ha traducido al español en su forma sustantiva como “posverdad”, con los adjetivos “posverídico” o “posfáctico”.[1] Se usa para simbolizar la época actual, en la que a la gente presuntamente ya no le interesa la veracidad de la información recibida sino su impacto. Por ejemplo, si alguien lanza por la prensa o las redes sociales una falsa información de que ANCAP piensa subir el precio de los combustibles, probablemente se formarán colas impresionantes frente a las estaciones de servicio. Tras el desmentido oficial, las colas seguirán “por las dudas”. La mentira tiene mayor efecto que la verdad.
JUEGOS PELIGROSOS
Después de haberse ensayado como broma pesada y alcanzado repercusión masiva gracias a la expansión de las “redes sociales”, el método fue también adoptado por comerciantes inescrupulosos y, finalmente, pasó a ser una herramienta de manipulación de la opinión pública con fines políticos. No pocas revoluciones contemporáneas tuvieron como disparador una noticia falsa especialmente escogida para despertar indignación. No quiere decir esto que ello sea posible en cualquier momento, puesto que el ambiente tiene que estar suficientemente caldeado para que el disparador funcione, pero su efecto potencial es algo bien conocido por los especialistas en campañas de desestabilización.
El asunto revela toda su peligrosidad cuando se menciona el caso del Ministro de Defensa pakistaní que amenazó con ataques nucleares a Israel tras leer un artículo de prensa que citaba a su homólogo israelí profiriendo amenazas semejantes contra Pakistán, luego desmentidas.[2] En todo caso, si la difusión de informaciones falsas proviene de un político, como sucedió en la campaña presidencial de Donald Trump en los EE.UU., los medios suelen reaccionar en función de sus preferencias, pero serán más cuidadosos cuando el involucrado llega al poder. Por ejemplo, el redactor responsable del influyente diario norteamericano Wall Street Journal, Gerard Baker, se vio obligado a aclarar recientemente que su redacción se abstendrá de calificar como tales las mentiras de Donald Trump, para no inducir la idea de que se trata de “un juicio moral”.[3]
Lo cierto es que en política siempre existió la propaganda engañosa. Conocido es también el uso de afirmaciones falsas durante la campaña por el “Brexit” en el Reino Unido. Lo nuevo sin embargo es el papel creciente de la comunicación por internet y su alcance masivo y global. En la jerga de las redes, las noticias falsas que no son errores involuntarios de una redacción obnubilada sino mentiras deliberadas suelen designarse con la palabra inglesa “hoax” o sea “fraude”, popularmente “embuste”. El hecho que, al pasar al nivel de Estado, hubo que hacer un rodeo y llamar a la mentira con palabras más finas, puede dar lugar a diversas justificaciones, incluso diplomáticas, pero invocar para ello la existencia de una sensibilidad distinta, propia de la época actual, parece harina de otro costal.
LA HERENCIA POSMODERNISTA
Estamos en 1979. Diez años antes había fracasado en Francia la gran explosión social que se llamó “Mayo del 68”, al tiempo que la intervención soviética en Checoslovaquia marcaba el inicio de la etapa final de la experiencia socialista. Mientras la burguesía afianzaba su poder, una parte de la intelectualidad francesa, que había protagonizado los sucesos de 1968 en París, se sintió de pronto sin asidero ideológico. No es que fuera necesario anunciar el “fin de la historia” (para eso debían pasar todavía unos años más), pero los sistemas ideológicos en general parecían etapa superada. El filósofo Jean François Lyotard, basándose en los avances de la cibernética y las nuevas teorías del caos y la incertidumbre en matemáticas y ciencia, arremete entonces contra las generalizaciones sistémicas, a las que llama “metarrelatos” en alusión a la metafísica aristotélica, sentando las bases de la filosofía “posmoderna”.[4]
Estas ideas encontraron un terreno fértil al otro lado del Atlántico en la tradición pragmatista norteamericana y su célebre postulado: “Solo es verdadero aquello que funciona”. Este encuentro tuvo además lugar en el contexto de la expansión de las empresas transnacionales (ETN) y el apogeo de la escuela neoliberal en la economía. La simbiosis resultante fue una relativización extrema de la verdad o su imposibilidad de formulación en términos reales. Dicho de manera simple, en lugar de buscar lo verídico a partir de hechos comprobados, como enseñaba el racionalismo, las verdades iban a ser múltiples y cualquiera tendría derecho a formular la suya, de suerte que todas pasarían por el filtro de su comprobación práctica hasta encontrar la teoría triunfante. La semejanza con el culto de la libre competencia en el neoliberalismo salta a la vista.
En efecto, esta concepción convenía perfectamente a los intereses destructivos de la incipiente globalización capitalista, con lo cual se confirma una vez más la relación estrecha que guarda la esfera ideológica o “superestructura” con la base económica de la sociedad, según postulaba Karl Marx a mediados del siglo XIX. Si había que derribar las barreras nacionales para permitir la expansión del capitalismo a escala global, resultaba útil señalar que las verdades fenecían, entre ellas el papel histórico de los Estados nacionales y su función reguladora, en una especie de “anarquismo de derecha” que, en los decenios siguientes, tras la desintegración del “socialismo real”, puso en tela de juicio las ideas hasta entonces consideradas verdades inmutables del republicanismo burgués.
En consecuencia, los fundadores de la filosofía posmoderna, muchos de ellos provenientes de la izquierda, pudieron contemplar con asombro cómo su obra se convertía en un instrumento de la ultraderecha.
EL ARMA DE LA DESINFORMACIÓN
Volvamos a la época actual. Luego de desaparecer la Unión Soviética, el proclamado “fin de la historia” duró poco y el mundo volvió a dividirse. Estados Unidos y la OTAN, arrastrando tras de sí a la Unión Europea, se enfrentan hoy a Rusia y China (entiéndase la conjunción “y” en sentido exclusivamente enumerativo, no acumulativo, ya que, pese a los muchos puntos de encuentro, ambas potencias citadas en último lugar no constituyen un bloque único).
En esta “segunda guerra fría”, las actividades de desinformación llegaron al paroxismo. Van de la mano con el uso del pirateo informático llamado “hackeo” (hacking) aplicado a las actividades de espionaje. El auge de estas prácticas diversivas se ve sustentada hoy por dos factores combinados: el rápido desarrollo tecnológico registrado en el campo de la información y las comunicaciones, y la concentración del poder económico y la influencia de los medios de comunicación masiva, ya sea en manos del Estado o de poderosos grupos privados relacionados con intereses políticos, religiosos o económicos, con el agravante de que el consumidor de información suele aceptar sin chistar lo que se le hace llegar a través de los medios.
Si en general disminuye el número de lectores asiduos de la prensa escrita, más aún esto es verdad en lo se refiere a los que están acostumbrados a someter su contenido a un ojo crítico. En internet, la gran mayoría de los usuarios no se preocupan siquiera de comprobar si las fuentes de la información son serias y fidedignas, aun sabiendo que el propio carácter de la red mundial permite la difusión de cualquier afirmación infundada o falaz.
La manipulación de la información es especialmente eficaz en la esfera de lo que se ha dado en llamar “redes sociales”, ya que sus participantes por lo general comparten opiniones similares sobre un buen número de temas y, por consiguiente, están condicionados para confiar en las buenas intenciones de sus compañeros. También la infiltración de espías es en estos medios bastante común.
Por otra parte, conocida es la desvalorización de la información bajo la censura en los regímenes autoritarios o su sucedáneo, el mutismo deliberado de la “gran prensa” sobre determinadas cuestiones. Existe no obstante el otro extremo, el de la libertad sin restricciones, sagrado inviolable de la sociedad estadounidense desde la Primera Enmienda Constitucional, que prohíbe expresamente al Congreso la adopción de leyes restrictivas de la libertad de prensa o de expresión. Es sabido que el autor del anteproyecto, Thomas Jefferson, era consciente de que ciertas restricciones se imponían mediante la siguiente salvedad:
"Las personas no serán privadas o limitadas en su derecho a hablar, escribir o publicar cualquier cosa sino cuando se trate de hechos falsos que afecten seriamente la vida, libertad, propiedad o reputación de otros o afecten la paz de la alianza con otras naciones.”[5]
Esta propuesta sensata fue no obstante desestimada y, salvo un breve período inicial en el que se criminalizaban los actos de difamación contra el Presidente, el Gobierno o el Congreso, el régimen de libertad de prensa ilimitada se impuso y rige hasta hoy. Téngase en cuenta que, como todas las libertades bajo el capitalismo, la libre expresión de las ideas está en los hechos limitada por la solvencia pecuniaria del interesado.
LAS CONTROVERSIAS ACTUALES
Actualmente el bloque occidental y Rusia se acusan mutuamente de orquestar campañas de desinformación, a lo que responden por igual, negando las acusaciones y relacionándolas con el deseo de la parte contraria de desprestigiarlos. Como no vale la pena indagar y reunir pruebas a favor de uno u otro bando a fin de determinar quién tiene razón, aceptemos en principio que el fenómeno está bastante extendido. De cualquier modo, todo el mundo recuerda la intervención en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas del entonces Secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell, en la que probaba la existencia de armas de destrucción masiva en Irak para justificar la intervención militar de 2003, armas que, una vez ocupado el país, nunca se encontraron.
Recientemente ganó notoriedad la acusación del Gobierno de EE.UU. a Rusia, y personalmente al presidente Putin, de interferir en la campaña electoral que llevó a la Presidencia a Donald Trump, mediante el pirateo de las fuentes demócratas con el objeto de denigrar a la candidata Hillary Clinton y facilitar la victoria republicana. Cabe señalar que la acusación no se refiere a las simpatías por uno u otro candidato sino a la organización de intervenciones ilícitas en el ciberespacio privado, lo que las autoridades rusas niegan rotundamente.
Como Donald Trump tenía dudas al respecto, los servicios secretos que a partir del 20 de enero están bajo sus órdenes organizaron una reunión con él (todavía como presidente electo) para presentarle un detallado informe, del que se conoce un resumen hecho público.[6] La envergadura de esta operación no tiene precedentes y demuestra el poder que tienen en EE.UU. los órganos de inteligencia. Lo extraordinario del caso es que en ningún momento se ha puesto en duda la veracidad de las informaciones comprometedoras sonsacadas y difundidas por los piratas, convertidos en una especie de “paparazzi” con fines de desestabilización política. Nos estamos moviendo, en consecuencia, en un terreno intermedio entre la verdad y la mentira, fenómeno característico de la “posverdad”.[7]
EL PAPEL DEL PERIODISMO HOY
Se desprende que muy probablemente vamos a asistir a un recrudecimiento de este tipo de ataques mutuos. La génesis del informe de los servicios secretos norteamericanos encaja perfectamente en la tradición de los “halcones” en política exterior, mientras que el interés de Vladímir Putin por el momento no es el acuerdo con el adversario sino su debilitamiento, en aras de la concepción multipolar del mundo que el presidente ruso profesa.
No nos queda sino acostumbrarnos a leer dos veces antes de creer cualquier información (incluida la que contiene este artículo, desde luego). Nunca estará de más destacar este aspecto decisivo de la cultura del consumidor de informaciones, pero también resalta la responsabilidad actual del periodismo como instrumento independiente, objetivo y leal de la información. La interrogante surge sobre si es posible confiar en la veracidad de la información cuando la propia “realidad” está deformada.
Adam Kirsch, en su comentario literario Lie to Me: Fiction in the Post-Truth Era (“Miénteme: la ficción en la era posverídica”, The New York Times, 15.1.2017), se pregunta si el público mismo no es partícipe de la mentira cuando admite la ficción “basada en hechos reales” y cree en la “telerrealidad” aun sabiendo que está arreglada de antemano, en una reacción semejante a la de Don Quijote entrando en la acción creada por el titiritero Maese Pedro.
Dice Adam Kirsch:
“Las telerrealidades son un ejemplo trivial de esta técnica, pero cuando llega a la política, el mismo procedimiento puede producir resultados nefastos. Los Protocolos de los sabios de Sion salieron a la luz, como Moll Flanders,[8] sin mencionar al autor; también se presentaron como un relato verídico de algo realmente ocurrido, es decir la pretendida reunión durante la cual los judíos establecieron el plan de dominar al mundo y destruir la civilización. Tal vez algunos de sus lectores, cuando el libelo apareció alrededor de 1903, creyeron sinceramente que todo había sucedido tal como se describe. Pero estos Protocolos se vuelven aún más destructivos cuando los adopta gente que sabe que son falsos, porque de este modo la veracidad ya no tiene importancia… El lazo entre los demagogos y su audiencia se cimenta en la regocijante conciencia de compartir una culpa." (Traducción propia)
¿Puede hoy el periodismo independiente y serio resistir el embate de la “posverdad” y la manipulación intencionada de la opinión pública? Algunos estudios señalan la importancia de considerar el “barómetro de confianza” del público en la información como tal. La mentira como método termina abrumando al lector, que no puede orientarse en medio de las campañas contradictorias de bandos en pugna y termina desinteresándose de los medios en general.
En un informe sobre periodismo digital en 2016 del Instituto Reuters de Estudios sobre Periodismo, Ed Williams, Director Ejecutivo de la compañía Edelman para el Reino Unido e Irlanda, en su contribución Why trust matters (“Por qué la confianza importa”), proclama enfáticamente: “Frente a un universo informativo en expansión, todos los días parece que fuera el Día de los Inocentes”.
El papel del periodismo independiente debería consistir en ganarse la confianza perdida del público tras el tsunami de la desinformación. Para ello tiene ante sí la tarea de denunciar las mentiras y defender el derecho del público de todos los países a la información veraz.