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A CINCUENTA AÑOS DE LA AUTOINMOLACIÓN DE JAN PALACH
Enseñanzas de las llamas humanas
Por Luis C. Turiansky
El primer caso parece haber sido el polaco Ryzsard Siwiec, que se inmoló en la tribuna de un estadio en Varsovia en setiembre de 1968, para protestar por la participación de polacos en la invasión a Checoslovaquia. En la propia Checoslovaquia fueron principalmente Jan Palach, Josef Hlavatý y Jan Zajíc, entre enero y febrero de 1969. La juventud de los países socialistas había perdido sus esperanzas y los más desesperados se encendían siguiendo el ejemplo de los monjes budistas de Vietnam del Sur.[1]
El caso del checo Jan Palach, sin ser el primero, es el que alcanzó mayor resonancia. Hoy lo aprovecha incluso la ultraderecha italiana, al organizar en su memoria un concierto rock de inspiración neofascista,[2] en la Verona de Romeo y Julieta. Pero ese estudiante de historia de cuyo nombre abusan no luchaba contra el régimen imperante en su país, al que todavía consideraba representante de los ideales de democracia de 1968. Su gesto estaba dirigido a cuestionar la presencia legalizada de las tropas soviéticas y la falta de acciones de resistencia nacional, que distaba mucho de la actitud del pueblo en agosto de 1968 recibiendo con gritos de cólera a los tanques invasores.
Yo me enteré de su acción increíble estando en Montevideo. En esos días, en enero de 1969, la CNT organizó una manifestación de repudio a la política represiva del gobierno de Jorge Pacheco Areco, que solía apelar a las “medidas prontas de seguridad” para parar las huelgas. En la marcha, un amigo se me acercó para comentar: “Un estudiante en Praga se inmoló en la calle, ¿es posible que se haya llegado a tal extremo?”. Era difícil explicarlo sin conocer los detalles, pero sobre todo fue difícil en ese momento particular de la historia uruguaya. Las prioridades eran otras, y la cultura política también.
La terrible agonía del joven Palach duró tres días. Su entierro dio lugar luego a una multitudinaria manifestación de congoja y protesta. Al darse a conocer su muerte, Josef Hlavatý, un obrero cervecero de Pilsen, decidió seguir sus pasos y se inmoló con kerosene, gritando insultos a los “rusos”. Su origen proletario y tal vez su escasa instrucción no lo predestinaban a convertirse en la “antorcha Nº 2”, como fue oficialmente designado el caso siguiente, el del estudiante Jan Zajíc.[3] Probablemente haya influido también en esta elección el hecho que la acción de Zajíc podía interpretarse como una denuncia del régimen comunista, ya que eligió para inmolarse el día 25 de febrero, aniversario de la instalación del nuevo gobierno de comunistas y de la izquierda socialdemócrata en 1948. En ello puede verse la rapidez con que el barómetro político pasaba calladamente del apoyo a un programa reformista a la ruptura total con la ideología dominante, anuncio del fin del modelo de socialismo “real” en todo el bloque soviético.
No obstante, el vaticinio de Palach acerca del efecto movilizador de su sacrificio supremo no se cumplió. Solo el primer entierro fue enorme, conmovedor y unitario, pero rápidamente, tras los cambios operados en la dirección partidaria y del Estado, se estableció la llamada “normalización”, que entrañaba el retorno a los métodos de imposición del pasado. Con excepción de la oposición activa de los grupos “disidentes”, muy minoritarios, la mayoría de la población cayó en un prolongado letargo, encerrada en sí misma y enajenada cada vez más de los asuntos políticos. “Mejor no meterse en líos y tratar de vivir bien”, era la norma. Desde este punto de vista, el martirio de Jan Palach y sus probables seguidores fue inútil.
LO QUE VINO DESPUÉS
No obstante, el año 1989 comenzó en Checoslovaquia bajo el signo del vigésimo aniversario del mensaje dejado por Palach. Los tiempos habían cambiado: en la URSS regía la “perestroika” de Mijaíl Gorbachov, una de cuyas premisas era, en el plano internacional, la no injerencia en los asuntos internos de los demás países socialistas. En el Partido Comunista de Checoslovaquia tenía lugar una lucha discreta pero irreconciliable entre los partidarios de la nueva línea soviética y las fuerzas conservadoras. El estancamiento económico había llevado a adoptar un conjunto de medidas de saneamiento, mientras que en el plano social se notaba una cierta liberalización, pero sin abandonar la línea autoritaria impuesta por la intervención soviética.
En enero, los grupos disidentes, unidos desde 1977 como signatarios al pie de una Carta inspirada en las conclusiones de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa celebrada en Helsinki en 1975 y que se habían adoptado en la legislación nacional, pasaron a organizar acciones de protesta, violentamente reprimidas. La consigna de elecciones libres ganó no obstante la calle, mientras se asistía, sobre todo en Polonia, Hungría y la República Democrática Alemana, a cambios espectaculares en el ánimo y la combatividad de las masas, alentadas por la consciencia de que, esta vez, la Unión Soviética no intervendría.
En noviembre, Checoslovaquia y el resto del “campo socialista” habrían cambiado de raíz en el marco del derrumbe total del sistema, que simbolizó el del “Muro de Berlín”. Es entonces que resurge especialmente el culto a la memoria de Jan Palach. La plaza contigua a la Facultad de Filosofía, donde estudió, que hasta entonces estaba dedicada a los Soldados del Ejército Rojo, pasó a llamarse Jan Palach y una réplica de su máscara mortuoria fue instalada junto al pórtico de entrada. Quizá sin quererlo, Jan Palach se convirtió en el símbolo de la lucha contra la opresión, identificada ésta con el régimen que acababa de fenecer.
El sistema económico y político socialista fue sustituido por el capitalismo total. La propiedad social fue desmantelada y entregada como capital inicial a empresas privadas, surgidas mediante una privatización generalizada que tuvo lugar en los años 90. La riqueza se concentró rápidamente en manos de sendos grupos oligárquicos recientemente surgidos, junto con la creciente influencia de las inversiones extranjeras.
Los resultados no son tan nefastos como se hubiera temido. Después de dividirse el país, sus sucesores, la República Checa y Eslovaquia, conservan ambos un buen nivel económico, la República Checa sobre todo en el plano industrial, junto con un bajo índice de desocupación, estimado en menos del 3%.
Sin embargo, el grado de satisfacción de los checos no es el que cabría esperar. Más del 50% de los encuestados desearía que la República Checa se retirara de la Unión Europea. Muchos estiman en las encuestas que, en la era socialista, se vivía mejor. La confianza en los políticos es igualmente desastrosa y el Presidente apenas roza el 50% de apoyo popular. Los partidos políticos, como en toda Europa, están en crisis, y el turno es de los movimientos populistas, o de los oligarcas que deciden tomar en sus manos las riendas de la política, sin intermediarios, como el primer ministro Andrej Babiš, uno de los empresarios más ricos del país.
Es que los frutos de los éxitos económicos no se reparten equitativamente, son los ricos los que se llevan la mejor tajada. La decepción es particularmente visible en la juventud, sobre todo en la generación nacida con la “revolución de terciopelo” y que llegaron a la mayoría de edad junto con este siglo y por ese motivo se les llama “los mileniales”. En ocasión del cincuentenario de la muerte de Jan Palach, en el periódico independiente A2larm, 16.1.2019, escribe por ejemplo Lukaš Senft (“Somos una generación fracasada, gracias”, traducido por mí):
“Dicen de mí que soy un milenial. O también un hijo de Havel. Soy ese mocoso haragán que estudia una carrera de humanidades, no tiene empleo y arruina la economía nacional. La generación Y está formada por los infelices que nacimos entre 1982 y 2000. Yo, por mi parte, como nací por así decir en el medio, en 1990, podría aceptar perfectamente todas las cualidades que se atribuyen a este grupo generacional; por consiguiente, soy el que llegó a la adultez durante una catástrofe financiera mundial y al que espera, cuando llegue a la edad madura, una crisis climática. Estamos en 2019 y ya todos los mileniales hemos llegado a la mayoría de edad, ya podemos votar o beber libremente, incluso ambas cosas a la vez, a fin de nutrirnos del espíritu checo…”
Luego de recordar las peripecias de la privatización por “cupones”[4] que repartió el patrimonio nacional entre los más astutos, constata el autor:
“También es difícil creer en el sistema cuando uno llega a la mayoría de edad en medio del estrépito del derrumbe de la economía global. Nuestros padres en su juventud comentaban que el bloque del este ya no funcionaba e iba a caer inexorablemente. Y los hechos les dieron la razón, junto con una esperanza en un mundo mejor. Pero en 2007 oí comentar en todas partes el descalabro global y los robos supermillonarios propiciados por el propio sistema. Enseguida sin embargo renació la fe en “el mejor de los mundos”. A mi tierra natal, región de cristalerías cerradas y obreros del vidrio sin trabajo, volvieron las loas a los “esforzados empresarios”, ese uno por ciento de ricachones que nos salvarán con su genialidad y nos darán una pizza adornada con lentejuelas de oropel. Como si nada hubiera pasado, yo debía poner cara de que vale la pena tener ambición en este mundo, donde el trabajo y el ahorro de la gente pueden perderse de un día para el otro gracias a algún algoritmo bursátil capaz de calcular el precio imaginario de la avena en el mundo. El becerro de oro de Wall Street siempre tiene razón…”
Y LO QUE PUEDE VENIR
Hoy, 18 de enero de 2019, fui a ver cómo quedó por dentro el Museo Nacional de Praga, restaurado en ocasión del centenario de la República. Al salir, me quedé estupefacto viendo el despliegue policial, el relampagueo de luces azules de los patrulleros, las cámaras de los periodistas, los curiosos… Mientras yo me deleitaba contemplando el trabajo esmerado de los restauradores, afuera alguien se había prendido fuego delante del monumento ecuestre de San Venceslao. Al pie de la estatua se veía el polvo dejado por el medio que se utilizó para sofocar el fuego, así como efectos personales abandonados, una mochila vieja y una campera quemada. Precisamente en la víspera del aniversario de la muerte de Jan Palach. No fue un milenial ni mucho menos: el parte policial habla de un hombre de 55 años. La edad fatal para el que pierde el empleo, no conseguirá otro y todavía le faltan cinco años para aspirar a la jubilación anticipada. Sufrió quemaduras en un tercio de la superficie corporal. Está internado en estado grave, pero aún puede salvarse.
Me quedé pensando en las palabras del articulista de A2larm y su tristeza infinita. Por el momento no se conocen los motivos del acto de cuyo epílogo fui testigo. La policía estima que dichos motivos no fueron necesariamente de índole política o social. Trascendió que, antes de prenderse fuego, el protagonista envió un mensaje a su hermano, el que avisó a la policía, lo que permitió ubicarlo rápidamente gracias a los datos del operador. En la prensa se dice que sufría estados de depresión y se dejó influir por la celebridad que alcanzó en esos días Jan Palach. El sábado 19, alguien quiso hacer lo mismo en el parque adjunto al Museo, pero llamó a la policía para avisar y lo detuvieron a tiempo. Puede ser que una nueva psicosis ataque ahora a las personas propensas, que querrán parecerse al héroe que el sistema ha elevado al altar nacional gracias a la sacralización mediática.
Pero no es el único lugar donde la crisis corroe las sociedades. Mientras cunde la desesperación, el apoyo de cierta juventud a los movimientos neofascistas, muchas veces identificados con corrientes musicales dudosas, como en el caso mencionado al principio, es también el resultado de la crisis sin salida, que provoca exasperación, violencia y negación del legado democrático de la lucha popular. El movimiento francés de los “chalecos amarillos” es apenas una expresión más suave, pero permite al derechista presidente Emmanuel Macron lanzar un proyecto demagógico aparentemente democrático, como el del “diálogo popular”.[5]
Ciertas formas extremas, sin embargo, como la autoinmolación en público (en privado no tendría sentido, hay formas más cómodas de morir en casa), podrían proliferar. Decirle a los “mileniales” que “quien quiera defender la verdad debe vivir para ello” (dicho en el contexto actual por el presidente checo, aunque aceptando que Jan Palach fue una excepción) queda muy bien pero es inoperante si no se les dice por qué objetivo han de luchar y cómo.
Bernie Sanders y Yanis Varoufakis, junto con otros pensadores de renombre, acaban de crear una “Internacional de Progresistas” (Progressives International, a no confundir con la “Alianza Progresista” en la que figura también el Partido Socialista uruguayo). En el nuevo foro se plantea el objetivo de trabajar ciertas bases programáticas para construir un mundo mejor. Es sin duda un esfuerzo meritorio si se tiene en cuenta que, hasta hoy, en la crítica del mundo que vivimos falta precisamente decir qué mundo quisiéramos en sustitución del que tenemos. Pero, con todo el respeto que estas personalidades me merecen, son numéricamente pocos para convertirse en una alternativa mundial real.
Esta necesidad de reflexión colectiva nos incumbe también a los uruguayos. Porque no basta con erradicar la miseria más visible, es necesario dar a la juventud un objetivo a largo plazo, un ideal por el cual luchar. En un tiempo podíamos aconsejar la lucha revolucionaria, pero hoy no sabríamos siquiera definir un programa de transformación que vaya más allá de la solidaridad social. Y el tiempo urge, como se nota en la exasperación y la polémica destructiva que menciona José Luis Piccardo en el número anterior (Un sesgo preocupante de la campaña electoral).
Parecería que el Frente Amplio es en nuestro medio el foro más apropiado para desarrollar este debate, pero debería liberarse de la tendencia, que a veces se nota, de querer funcionar como un partido tradicional, sin ver que precisamente su pluralismo constituye, hoy por hoy, su principal ventaja.