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DESPUÉS DE LA BATALLA
El rol de la izquierda hoy
Por Luis C. Turiansky
En vísperas del balotaje entre Daniel Martínez y Luis Lacalle Pou, se preguntaba Gabriel Delacoste en Brecha: [1] “¿Cuál es el rol de un gobierno de izquierda?”. Sus comentarios y la anécdota que le da origen (los saludos intercambiados entre unos manifestantes por la avenida 18 de Julio y, asomado a un balcón, el viejo fotógrafo de “El Popular”, Aurelio González, que yo de muchacho conocí) me incitan a intervenir.
La pregunta, en el artículo citado, no tiene respuesta, y sería presuntuoso de mi parte tratar de formular una que sea definitiva. Pero es evidente que, si la pregunta podía ser atinada cuando la derrota se anunciaba y había que hacer un último esfuerzo movilizador, tanto más lo es para abrir un debate prospectivo, autocrítico sí pero constructivo, que tanto necesita la izquierda representada por el Frente Amplio (FA) después de perder la prueba electoral.
Al contrario del sentimiento predominante, yo no considero el resultado una derrota o incluso una “redota”, como alguien dijo. Una diferencia de poco más del 1% no puede llamarse derrota ni compararse con la invasión portuguesa de 1816. El camino progresista por medios democráticos fue una opción voluntaria y desde luego no excluía la posibilidad de una alternancia en el poder si el electorado así lo decidiese. Seguir avanzando significa definir mejor la opción izquierdista y hacerla más atrayente, lo que obviamente incluye la autocrítica en materia de errores y actitudes contrarias a la ética.
¿PARA QUÉ UN GOBIERNO DE IZQUIERDA?
En su artículo, Gabriel Delacoste rememora la experiencia de las semanas precedentes de movilización, que caracteriza como una “explosión de militancia frenteamplista”. Dice al respecto: “Gente que no vi militar, que ni siquiera va a preocuparse por la política en años, de repente está apasionada, organizada y embanderada”. No obstante, dice, esto ocurre en momentos en que el FA ha perdido capacidad de movilización y claridad de objetivos. “Tan poco claras están las cosas que cuando Graciela Villar dijo, en uno de los pocos momentos políticos de la campaña, que la cuestión era entre pueblo y oligarquía fue, en partes iguales, atacada y ridiculizada. ¿Cómo algo que era evidente y que está en los documentos fundacionales del FA es, de repente, un tabú o una pelotudez?”
Desde luego, el mundo ha cambiado y ya no tienen el mismo valor los viejos modelos e “ismos” que en el pasado servían de brújula, pero es poco creíble que el sesgo centrista invocado en el caso del FA haya llevado a los votantes francamente de izquierda a votar por la derecha en signo de protesta. En realidad, en la segunda vuelta, la votación frentista aumentó espectacularmente y casi rozó la victoria sobre un candidato apoyado por cinco partidos. Es más, bajo el régimen de voto obligatorio que nos rige, la opción del voto anulado o en blanco como forma de protesta desde posiciones de izquierda, de hecho, no se dio.
Más bien cabría pensar que fueron precisamente los votantes “blandos” del centro los que se volcaron a la opción “tradicionalista”, que suponen mejor pertrechada por su experiencia histórica para las vicisitudes inciertas del futuro, entre las que no se excluye una nueva crisis financiera mundial. En una palabra, quizás sea precisamente el infundado temor a “perder votos” en caso de emplear un lenguaje radical desmedido u obsoleto lo que, a la postre, hizo perder el apoyo de los sectores indecisos, para quienes más vale una derecha segura de sí misma que una izquierda vacilante.
No, Graciela Villar no se equivocó. Aún sigue vigente la vieja frase de Líber Seregni (quien, a su vez, parafraseaba a Artigas), de que “la cuestión es hoy entre pueblo y oligarquía”[2], pero ella la trajo al tapete en un ambiente poco propicio a tales evocaciones, cuando algunos pueden considerar dicha frase hasta perniciosa, como hablar de socialismo o de lucha de clases, eso parece que hoy en día asusta. [3]
Algunas actitudes posteriores parecerían incluso ir en sentido contrario, como el inexplicable compromiso de “colaboración” formulado por Daniel Martínez al vencedor Lacalle luego de confirmarse los resultados. ¿Será porque la derecha ha cambiado en nuestro país?
Desde luego, el capitalismo seguirá dominando por un tiempo en el mundo. Requiere no obstante dar marcha atrás de manera más rotunda afirmar que lo único que podemos hacer es tratar de “humanizarlo” con medidas de orden social. Hace treinta años, los reformadores del socialismo checoslovaco en 1968 habían lanzado la consigna de “socialismo con rostro humano”, pero ellos se referían más que nada a las libertades públicas.
De hecho, no podemos saber si, en determinado momento, una crisis profunda y prolongada no conduciría a la caída del sistema capitalista ni cuándo esto podría producirse, pero es preferible para todos que ello ocurra de manera controlada y no caótica. No obstante, aun dejando a un lado este caso hipotético, el problema es que la tesitura “reformista” (dicho sin intención denigrante, como fue usual en el pasado) puede llevar a un callejón sin salida cuando se la pretende combinar con el sello izquierdista. En efecto, no se necesita ser de izquierda para tener sensibilidad social; ¿no la tuvo José Batlle y Ordóñez? ¿No da muestras de ello hoy el papa Francisco?
Desde luego, una opción posible es que el FA como tal dejara de identificarse con la izquierda. Ya actualmente es común en la prensa internacional hablar de la orientación “centro-izquierda” del FA y sus gobiernos desde 2005, a diferencia de los regímenes “izquierdistas a muerte” de la región, como Maduro y, hasta hace poco, Evo Morales.
Pero la solución “a la europea”, o sea administrar “con justicia” el capitalismo, es no solo inoperante, también trae consigo el riesgo de la división, lo cual sería fatal para la política uruguaya de los próximos años. De estallar la esperada y temida nueva crisis económica en el mundo, los desencuentros en el FA redundarían en el debilitamiento de la defensa de los intereses de las clases populares en su conjunto, principales víctimas de todas las crisis. [4]
Plantearse en esta coyuntura la renovación del camino al gobierno requiere por consiguiente un debate serio sobre la identidad política del Frente, el que, en mi modesta opinión, debería centrarse en su carácter de tal, es decir como unión de fuerzas políticas dispares, en lugar de esforzarse por crear la imagen de un partido unificado, con bases organizadas y otros mecanismos tradicionales de los partidos.[5]
La concepción partidista proviene del lenguaje impuesto por la Constitución de 1997 y la vieja “Ley de Lemas” que la precedió, que definen a los partidos y sus fracciones en función de “lemas” y “sublemas” y en ningún momento se reconoce la figura de “frente” o “coalición” de partidos. La propia “Coalición Multicolor” que nos gobernará a partir del 1º de marzo próximo es, a lo sumo, un acuerdo gubernamental y, por el momento, no tiene funcionamiento orgánico.
Tampoco será posible pensar en un futuro gobierno de izquierda si se cae en el derrotismo o la desilusión. “Ninguna derrota es buena”, dijo el ex presidente Mujica en el programa de televisión En la mira.[6] Me permito discordar: si una derrota sirve para sacar enseñanzas y corregir errores, bienvenida sea. La idea de que un fracaso electoral de la izquierda gobernante es un desastre proviene del viejo optimismo histórico que nos hacía creer que un régimen revolucionario era invencible. La misma historia demostró su falsedad.
EL CAMINO DE OPOSICIÓN CONSTRUCTIVA CON APOYO POPULAR
Desde luego, hace bien el presidente Vázquez en bajar la presión emocional y dar muestras de lo que se ha dado en llamar “republicanismo”. No pocos en el mundo lo presentan como un ejemplo a seguir, entre ellos el flamante presidente argentino Alberto Fernández. Pero “lo cortés no quita lo valiente” y estos gestos también abren el camino a la crítica llana y leal.
Para poder aspirar a llegar al gobierno en 2025, está claro que esta izquierda organizada en el FA tiene que elaborar un plan de acción desde la oposición. Sería ilusorio pensar que todas esas lindas palabras intercambiadas entre vencedores y vencidos en este período de transición se mantengan sin degenerar cuando las papas empiecen a quemar y la disyuntiva entre “oligarquía” y “pueblo” pase a ser una realidad insoslayable.
Muchos de nosotros estamos convencidos de que el capitalismo es por su base una sociedad injusta y debe superarse. Otros piensan que puede mejorarse. Unos y otros coincidiremos, sin embargo, en la necesidad de reforzar el papel del Estado, por lo que combatiremos juntos al neoliberalismo. Solo que hoy no hay recetas únicas ni infalibles. De ahí por qué tampoco hay respuestas programáticas únicas. La diversidad de opiniones en el seno de un frente es algo lógico y sano. Lo que une a la izquierda por encima de las convicciones íntimas de cada uno es un conjunto de objetivos inmediatos sobre los cuales hay convergencia entre todos: erradicar la pobreza, reducir las desigualdades, propiciar la educación y la cultura nacional, favorecer la libre expresión de las ideas en el respeto mutuo, proteger a los desfavorecidos (¡ay! Artigas siempre vive) y defender la soberanía nacional.
Es posible elaborar un programa adaptado a las nuevas condiciones que produjo la salida del gobierno nacional, sin menoscabo de las alianzas que pudieran surgir en el ámbito vecinal, comunal o departamental. Pero no hay que parar ahí. Debe lanzarse y defenderse a lo largo del próximo quinquenio con el apoyo popular, mediante una oposición democrática y activa, respetuosa pero firme, el estilo que los trabajadores nos han enseñado desde hace décadas.
Sin caer en la demagogia o el “’populismo”, es la estrategia de oposición constructiva y la movilización popular lo que asegurará el retorno deseado. Pero sabiendo que ninguna victoria es definitiva.
La “excesiva prudencia” en el empleo de expresiones que pueden ser consideradas como “radicales” no es más que el reflejo de la moderación y el freno del empleo de medidas más profundas en lo concerniente al abordaje de la economía.
Este fenómeno y moderación se tornaron evidentes en el desempeño de mecanismos tendientes a la aproximación de la conciencia de grandes sectores de la población. Sin la formación necesaria, es imposible pensar que la población asuma el rol que le cabría. EDUCACIÓN que acerque al real conocimiento de las herramientas de cambio de una sociedad. Mayor proximidad con vastos sectores de la población desprovista de esa formación. Convertirla en un agente de cambio y no en un receptor de beneficios, exclusivamente.