Compartir
LA LITERATURA PRODUCE UN SABER, UNA “VERDAD LITERARIA”.
La palabra muda (I): apuntes fragmentarios sobre la política de la literatura
Por Santiago Cardozo
La democracia ficcional implementa entonces una forma específica de la igualdad: la igualdad de las frases, siendo cada una de ellas portadora del poder de vinculación del todo, del poder igualitario de la respiración común que anima la multitud de los acontecimientos sensibles.
Jacques Rancière – El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna
1.
En cada instante del tiempo, junto a lo que las personas consideran natural hacer y decir, junto a lo que está mandado pensar, tanto en los libros y los carteles del metro cuanto en los chistes, están todas las cosas de las que no dice nada la sociedad, y no sabe que calla, abocando al malestar solitario a quienes notan esas cosas sin poder nombrarlas. Silencio que se quiebra un día de repente, o poco a poco, y brotan palabras por encima de las cosas, al fin reconocidas, mientras, por debajo, vuelven a formarse otros silencios (Annie Ernaux, Los años).
Los silencios que produce la sociedad funcionan como una conjuración de la historia a contrapelo, efecto de los traumas cardinales que la sociedad no quiere enfrentar, a los que elude sistemáticamente como una forma de mantenerse conservadoramente cohesionada. Cierta beligerancia escolar a favor del pasado contribuye notablemente a esta reproducción, que inocula a la población con las mitologías heroicas de la patria.
Palabras y cosas, palabras o cosas; de la cópula a la disyunción: este es, si se quiere, el trauma con el que debe tratar toda neurosis, aquella que hemos mantenido más o menos bajo control, o aquella otra que no hemos podido sujetar adecuadamente. Los silencios que se fraguan en las conjunciones son múltiples, de diversa naturaleza, alguno de los cuales pueden conducirnos a tierras lejanas de las que nos resultaría casi imposible regresar.
Las palabras, cualquiera sea el sujeto que las profiera, están irremediablemente afectadas por los ruidos, las interferencias, los balbuceos, los innumerables cortocircuitos y farfullos que determinan su escucha, la serie de desperfectos que sobrecargan los enunciados, haciendo que desprendan un olor a quemado procedente del cableado de la gramática y la semántica. El “mensaje” que el hablante codifica nunca llega puro, limpio, sin asperezas, sin raspaduras, sin imperfecciones en algún plano de su composición, por lo cual el oyente siempre ejerce, involuntariamente o no, por diferentes motivos o razones, una escucha distorsionada, uno de cuyos resultados más significativos es la producción indiscriminada, indiscreta, muchas veces ciega con relación al propio hablante, de silencios: silencios que una familia mantiene bajo la alfombra o en la tumba de un progenitor; silencios que cada uno se fabrica a fin de continuar con la existencia que nos fue otorgada; silencios que la sociedad se crea de distintas formas, la mayoría de las cuales echan mano a la hipocresía y al cinismo, y en el seno de los que crecemos como pequeños pimpollos de mierda. La disipación de los fantasmas personales, que coagulan en la angustia anodina de la vida cotidiana, se acopla con la asordinada conjuración de la historia que los libros nos han contado.
2.
[…] si hay historia es porque los seres humanos, antes de sembrar y cosechar, son seres que hablan, seres de cuya vida individual y colectiva está tomada por palabras que flotan, palabras que no designan hechos, clases de propiedades o estados de cosas bien identificados. (Jacques Rancière, Historia y relato)
Pero no hay sosiego posible: solo el nerviosismo perenne de la errática denotación, las arenas movedizas de la significación que, de todos modos, son arenas.
3.
El lenguaje no vive sino de la separación entre las palabras y las cosas. Es decir, que vive de suscitar y decepcionar constantemente el fantasma de su adecuación. Este fantasma adquiere toda su fuerza cuando se deshacen las reglas admitidas de correspondencia entre estados de cosas o de cuerpos y significaciones. Y la literatura significa precisamente la defección de tal sistema de signos y reglas de interpretación, a saber, del sistema representativo que asignaba a cada matiz de sentimiento un matiz de expresión y a cada rasgo expresivo, una significación. El orden representativo mantiene las palabras y las cosas en su correspondencia a distancia por la mediación de un cuerpo de expresión privilegiado. Frente a esto, el lenguaje literario no es un lenguaje autonomizado o intransitivo. (Jacques Rancière, Historia y relato).
He aquí una no siempre aceptada inextricable relación entre la lengua y la historia, y digo bien, entre la lengua y la historia. La relación ontológica entre la lengua y la historia ha sido particularmente bien narrada en el Génesis bíblico, donde nos encontramos con un Dios saussureano, el primero de todos los saussureanos. ¿Qué quiere decir que el lenguaje vive únicamente de la separación entre las palabras y las cosas? ¿Pueden las palabras y las cosas estar unidas, permanecer superpuestas o, llegado el caso, homologarse?
Para que la lengua funcione como “instrumento de comunicación” (para que sea capaz de vehicular algo a algún lugar, según esta desgraciada metáfora que nos hemos forjado), es preciso que la realidad de la que habla esté en “otra parte”, es decir, no se confunda con la lengua. Por lo tanto, los “objetos” a los que nos referimos tienen su asiento, por así decirlo, “afuera” de la lengua, “afuera” hacia el cual las palabras se dirigen a fin de denotar, mediante la operación referencial, las cosas que son objeto de nuestro decir, concretas (una mesa específica, un lápiz, el dentífrico del baño) o abstractas (la probidad, la inteligencia, la fe); reales (esta mesa de mi casa, en la que estoy sentado cuando escribo esto) o ficticias (el famoso y trillado unicornio, la felicidad, el amor). La superposición palabras-cosas es definicionalmente imposible: si ocurriera, adquiriría un carácter eminentemente “monstruoso”, como es el caso de Funes el memorioso (el “monstruo” mitológico creado por Borges), aun cuando su “problema” no sea el de la homologación, sino exactamente el contrario: palabras y cosas están eternamente separadas, por lo que no pueden responder al principio de necesaria identidad (parcial) que conlleva la propia relación lengua/mundo. Si Funes tiene que vérselas con ese problema -que no podemos entender cabalmente porque solo accedemos a él a través del lenguaje del narrador, que es como nosotros, es decir, que abstrae, que sabe de la lengua, de su funcionamiento por mismidad-, es porque, en el fondo, lo que ha “fallado” es esa parcial correspondencia que, vía abstracción lingüística o, para decirlo en lacaniano, vía la simbolización de lo real, debe haber entre una palabra y el objeto al que refiere. Ni superposición ni desligazón totales, sino un poco de cada cosa.
Sin duda, Hegel tenía razón.
Ahora bien, ¿qué pito toca la literatura en este asunto? ¿Cómo se articulan la lengua, la historia y la literatura?
4.
Escribe el narrador de El fondo del quilombo, de Martín Bentancor:
El agente Loyola se había mostrado muy interesado en aquel sector de la escena del crimen, como un niño gigante y angurriento que, puesto en la disyuntiva de elegir un dulce en la góndola, se obnubila y no se decide por ninguno, deseando en su interior zampárselos todos. Dos por tres, sus ojos de ternero degollado, que parecían siempre a punto de saltar desde aquella cara expandida, se detenían sobre la pared, con cierto aire de culpa. El comisario Pintos, en cambio, más expeditivo y terrenal, apenas había contemplado el collage de voluptuosidad femenina, de refilón, desinteresado por hastío y pesadumbre de aquella exhibición de carne que solo podía llegar a interesarle si, por súbito toque de magia, se hubiera convertido en una muestra de asados, pecetos, agujas, costillas, bolas de lomo, matambres y otros cortes vacunos.
El cuerpo de la mujer aparece comparado con la carne que se ofrece en cualquier carnicería de barrio, al alcance de un bolsillo más o menos lleno o de un apetito que no rehúsa la escasez a fin de mes o el llamado del estómago y la tradición, el deseo de la masticación carnívora. La comparación pone en juego varios aspectos relevantes, entre los que se cuenta la historia misma de las comparaciones entre los cuerpos (femeninos) y objetos de diversa naturaleza, comparaciones idiosincrásicas que revelan, por ejemplo, la existencia misma de la noción de cuerpo. La cuestión que me interesa destacar, por medio de la cual quiero abordar los pasajes literarios de este apartado y de los que siguen, tiene que ver con la posición enunciativa desde la que se habla y, por ende, con el tipo de enunciados que es posible producir, esto es, hacer aparecer sobre la superficie discursiva de una formación social e ideológica específica, que se incardinan en determinadas formaciones históricas, como lo enseñara Foucault. Así pues, ese cuerpo femenino que se compara con la carne que circula en el mercado alimentario es objeto de una mirada que siempre ya la presupone o se la imagina desnuda, instancia en la que el cuerpo femenino está muerto, en equivalencia con los cortes de los diversos animales que decoran el paisaje de las parrillas nacionales y toda esa mitología gaucha que Gustavo Laborde describe e interpreta en El asado. Origen, historia, ritual.
El cuerpo no es solo aquel del que debemos arrancar una voz para que hable en la transformación de la phoné en logos (para que se constituya como ser de palabra), sino también el “soporte material” de ese decir que se fundamenta en la trascendencia de la animalidad que lo caracteriza como mero cuerpo. Así, comparado con los cortes de carnicería, el cuerpo de la mujer es privado de la palabra de ese cuerpo metafórico que define, en virtud del plus de significación propio de la metáfora (el cuerpo figurado, oblicuo), al humano como ser hablante, por lo cual queda reducido a cuerpo doméstico, cuerpo económico (perteneciente al orden del oikos, allí donde hay y circula phoné, allí donde se asan, en comidas nocturnas o en domingos al mediodía, en partidos clásicos o de la selección, en fiestas navideñas o de fin de año, carnes, chorizos, achuras, provolones, en pletórico disfrute al calor de las brasas). La posición enunciativa del narrador es esa en la que el cuerpo femenino no es ni cuerpo ni femenino, sino existencia material como alimento para el hombre, en el sentido restringido y amplio de la palabra. Pero, al mismo tiempo -y este es el punto central de la cuestión, el punto que no hay que perder de vista y que da vuelta las cosas-, por el efecto humorístico producido, la referida posición enunciativa queda desdoblada en la crítica a la posición enunciativa en la que encontramos la tradición del asado y el consumo del cuerpo femenino como un objeto sexual, dentro o sobre el cual se descargan los “efluvios” de la necesidad biológica que localizamos, en el hombre, entre el pubis y los testículos. Leemos, entonces: “asados, pecetos, agujas, costillas, bolas de lomo, matambres y otros cortes vacunos”, como si la carne de la mujer cupiera en alguno de estos cortes porque, en definitiva, se trata de la misma carne, la carne vacuna que se asa o cocina para el consumo masculino, servida en el banquete de los deseos sexuales cuya satisfacción se ha vuelto perentoria, como lo ilustran con particular refulgencia las redes sociales.
Para poder realizar la comparación cuerpo femenino/cortes de carne, es preciso que el primero, decía, siempre ya haya estado desnudo, haya sido visto como carne exhibida en una vitrina, la del mercado del uso y las opiniones masculinos. Hay una desnudez que se proyecta de uno de los cuerpos a los otros y viceversa, pero con tonos y formas diferentes. En efecto, la variedad de cortes, desde los más finos y caros en vil metal a los más corrientes y económicos, hace ver el cuerpo femenino como un corte más, cuyo precio y calidad están establecidos en el mercado de la prostitución, allí donde se producen y circulan como mercancía fungible, destinada a satisfacer el apetito voraz, taciturno y bajo el radar de todos quienes estén dispuestos en entrar en este circuito. Por su parte, el cuerpo femenino irradia sobre los cortes de carne una humanidad que habilita, si no la antropofagia, sí el sexo con los trozos de carne sangrante, vale decir, la necrofilia.
He aquí, pues, los efectos de la comparación humorística, la corrosión genérica que efectúa la novela de Bentancor como política de la literatura, extraída, en buena medida, de Onetti (por ejemplo, de La vida breve y Juntacadáveres) y renovada y recreada por el escritor canario.
5.
La insistente abyección del cuerpo podría ser la cuestión del pasaje comentado, como también del que sigue (ahora, geométrica abyección), que pone en amorfo relieve la dimensión estética de una mujer que destaca por su anatomía.
La más alta era también la mayor y, a pesar del chicotazo de los años, aparentaba menos edad que la más baja, que era también la más gorda. La alta tenía un cuerpo delgado, de esbeltez difusa, opacada por un vestido amplio, gris aguardentoso, y la piel de sus brazos, desde la distancia a la que la contemplábamos, parecía de un bronceado perfecto. La baja, concluimos todos, no se parecía a nada; no pudimos asimilarla a una forma conocida, aunque algunos pensamos en un rombo y otros en un cuadrado cincelado a marronazos. En su escaso metro y medio de altura, torso y extremidades formaban un todo, solo indivisible por la coloración de las ropas -bermuda beige, blusa azul y championes blancos-, mientras que la cabeza emergía de entre los hombros como un cónico chichón morado. (El fondo del quilombo)
Una geometría euclidiana soporta la descripción de las féminas, esa geometría que los cuerpos de Botero o de Freud, cada uno a su manera, desdeñan o critican; una geometría estilizada, que nos recuerda las proporciones griegas de esas bellísimas estatuas que le han sido extraídas a la piedra. Y ahí está esa mujer, “En su escaso metro y medio de altura, torso y extremidades formaban un todo, solo indivisible por la coloración de las ropas -bermuda beige, blusa azul y championes blancos-, mientras que la cabeza emergía de entre los hombros como un cónico chichón morado”. La geometría euclidiana de todos los días, la que aprendimos en la escuela, subyace a la percepción descriptivo-valorativa de esta escasez sin formas definidas, cuyo perímetro parece poder trazarse sin ninguna curva ni sinuosidad.
No quiero decir con esto, sin embargo -entiéndaseme bien-, que la geometría en cuestión determina irrevocablemente, en el cuadro de su formación discursiva, el modo en que vemos e interpretamos el cuerpo y los cuerpos, como si nada pudiera escapar a esa cuadrícula conceptual que, de cierto modo, nos fue inoculada en los salones de clase de nuestra tierna infancia. Sí sostengo que ese aparato teórico-analítico nos interpela ideológicamente como sujetos (permítaseme estirar la noción althusseriana de interpelación ideológica), produciendo una serie de efectos perceptivos (una aisthesis particular), cuya pregnancia en la vida más cotidiana rara vez advertimos, y que esa larguísima tradición escolar de la geometría euclidiana, solidificada en la didáctica de la matemática (al menos en estas tierras orientales de poca monta), repleta de las abstracciones correspondientes (auténticos fetiches de la enseñanza primaria), funciona ciertamente como un principio de intelección y de inteligibilidad de los cuerpos, cuyas formas y cuyo volumen no andan por ahí sin más, flotando en el espeso espacio de la vida. La interpretación de estos cuerpos, es decir, el principio que los vuelve inteligibles como cuerpos, es esencialmente geométrica y, por ello mismo, el texto de Bentancor subvierte humorísticamente -aunque no esté exento de sarcasmo, de abierta burla al “objeto” descrito- la posición enunciativa que él mismo parece estar ocupando, propiciando un efecto de politización de la descripción en cuanto tal, es decir, en cuanto operación lingüística en general y operación narrativo-literaria en particular.
6.
En este contexto, conviene recordar algunas observaciones de Rancière a propósito de la “función” política del barómetro en el relato “Un corazón sencillo”, de Gustave Flaubert:
Es en ese contexto donde el barómetro cobra sentido. No está ahí para probar que lo real es bien real. Porque la cuestión no es la de saber si lo real es real. Es la de la textura de ese real, es decir, el tipo de vida que es vivido por los personajes. Sin duda, el barómetro está en el relato sin intención preconcebida, tan solo porque el novelista lo ‘veía’ en el momento de imaginar el decorado de la historia. Pero si lo veía con tanta nitidez, es porque ese instrumento prosaico resume todo un mundo sensible. (Jacques Rancière, “El barómetro de Madame Aubain”, El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna)
La descripción ya no tiene que ver, en opinión de Rancière, con el famoso “efecto de realidad” que teorizara Roland Barthes, sino con una operación de naturaleza bien distinta: una operación propiamente política, que pone en escena una partición de lo sensible que desmonta, por así decirlo, al régimen representativo de la poética aristotélica. Así pues, del “efecto de realidad” al efecto de igualdad: esa es la cuestión, ese es el trabajo político inherente a la literatura, que veo o advierto en la descripción humorística y sarcástica del narrador de El fondo del quilombo, descripción que, repito, se burla también de la posición enunciativa desde la cual la propia descripción está siendo realizada y, por ello, la critica, la subvierte, lo que evita su caída bajo ciertos ojos deconstructivos.