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"MANO DURA" CONTRA LA NIÑEZ Y LA ADOLESCENCIA
Pensar la (in)seguridad
Por Víctor Giorgi
La preocupación por la inseguridad se ha instalado en distintos niveles de la sociedad uruguaya. Los titulares de prensa, los voceros políticos, las conversaciones cotidianas se hacen eco de esta inquietud colectiva. Todos tienen alguna experiencia personal que contar en relación a la violencia y la inseguridad. Por lo general se trata de situaciones callejeras o en espacios públicos. De otras violencias que se dan en las casas, en los vínculos sociales, en las instituciones casi no se habla. Lo amenazante se coloca afuera, afuera de nuestra casa, de nuestro círculo social, de quienes comparten nuestros parámetros culturales. Al momento de ponerle rostro al potencial agresor éste será preferentemente el de un varón, adolescente o joven, pobre.
La inseguridad esta personificada en los diferente, los excluidos, aquellos con los que no compartimos pertenencia alguna, que no son de los nuestros, que están demás en esos espacios y lugares por los que solemos transitar, en última instancia esa población "sobrante".
Estas ideas llevan a que a la preocupación por la (in)seguridad se responda con soluciones simplistas basadas en la lógica de vigilar, castigar, encerrar, separar no solo a quienes cometen delitos sino a todos aquellos que por pertenecer a sectores sociales marcados por la pobreza y la exclusión "los "portadores de rostro"" son señalados como potenciales delincuentes.
Nuevas versiones de la vieja "mano dura". La propuesta de la "mano dura" no es nueva en la sociedad uruguaya. El discurso de la seguridad a través de la represión "aquel que reclama la necesidad de castigar más y mejor, en especial a los niños y adolescentes mas pobres, como forma de lograr paz y seguridad" ha aparecido cíclicamente en la sociedad uruguaya desde hace más de cien años.
"Aprehendido un menor en in fraganti delito de hurto o robo es sometido al juez correspondiente y pocas horas o días después se lo pone en libertad. Esto causa que el castigo sea ineficaz y que el robo cometido por menores de edad vaya tomando proporciones alarmante en esta capital". Este pasaje ha sido extraído de una carta enviada por el entonces Jefe Político y de Policía de Montevideo al general Máximo Tajes en 1887. Dos décadas después, el destacado jurista José Irureta Goyena se refirió al cambio de mentalidad de los niños de la época y su precoz tendencia a cometer delitos de extrema gravedad: "Las estadísticas a la vez que revelan el aumento progresivo de los delitos, señala un concomitante descenso de la edad de los delincuentes. Sube la cifra de los crímenes y baja la de los años; por todos partes el fenómeno es el mismo".
La polémica atravesó todo el siglo XX a mediados del cual comienza a surgir el tema del discernimiento. La edad no sería criterio suficiente para definir "quienes son menores y quienes no lo son" proponiendo criterios como "notoria madurez", "gravedad del delito", "vida anterior" y "ambiente moral inferior en que viven".
Los argumentos mantienen una llamativa constancia durante más de un siglo: los acelerados y profundos cambios de la sociedad, la crisis de valores, los nuevos estímulos hacen que los adolescentes sean diferentes a los de antes y por tanto deben ser tratados con mayor rigor.
Diversos estudios de psicología política muestran que el sentimiento de inseguridad genera apego a lo conocido y favorece la aceptación de propuestas conservadoras de tinte autoritario. La preocupación por el control de la actividad delictiva desplaza la atención pública de otros temas como el empleo, las políticas sociales, la atención a la salud y genera un escenario propicio para planteos simplistas configurando lo que R. Zaffaroni llama "política espectáculo".
En la actual etapa de la vida política del Uruguay, no puede desconocerse que el gobierno progresista ha hecho del combate a la pobreza y la exclusión uno de sus ejes fundamentales. Por tanto construir la imagen de inseguridad y de auge del delito sería funcional a postular un supuesto fracaso de las políticas sociales y procuraría generar en los sectores medios malestar ante el gasto público orientado a la protección de los sectores más vulnerables, esos que en este discurso se muestran como "peligrosos e irrecuperables".
La fragmentación de la sociedad uruguaya. Sin duda la sociedad uruguaya ha cambiado. Aquella imagen de sociedad integrada, con distancias sociales poco visibles, que durante décadas se jactó de parecerse más a los países europeos que a sus pobres hermanos del continente, se resquebrajó gradualmente a partir de las últimas décadas del siglo XX. Primero fue la ruptura de las tradiciones democráticas instalando un régimen dictatorial. A este "traumatismo histórico" siguió la aplicación de los modelos neoliberales con su propuesta económica basada en la retracción del Estado y la dinámica del mercado como único mecanismo regulador de la vida social acompañada de una ideología profundamente individualista y anti solidaria que, entre otras cosas tomó el consumo como indicador de inclusión social y realización personal.
Estos modelos no solo impregnaron la vida social deteriorando redes y valores sino que llevaron al país a niveles de pobreza e indigencia nunca antes vistos. A principios del nuevo siglo asistimos a la estrepitosa caída de estos modelos. En esos años el 58% de los niños y niñas que nacían en el país lo hacían en condiciones de pobreza. Al impacto de las condiciones materiales de vida sobre la población infantil se sumó la segregación territorial que llevó a que las relaciones de las personas "y muy especialmente los niños y adolescentes" quedaran restringidas a aquellos de su misma condición. Se delimitan así espacios, territorios, nítidamente diferenciados donde las nuevas generaciones se socializan en contacto con modelos de vida y comportamientos propios de su sector social, con total desconocimiento de lo que ocurre en otros espacios de su propia sociedad pero a distancias sociales y culturales que les son totalmente ajenos.
A la pobreza material se suma el no acceso al capital cultural y simbólico del conjunto social comprometiendo los ?mínimos civilizatorios? con el consiguiente deterioro de la cohesión social.
Las (in)seguridades de los uruguayos. La inseguridad se asocia tradicionalmente a dos miedos básicos de los seres humanos. El miedo al ataque, o sea a las agresiones hacia las personas, sus seres queridos e, incluso, hacia lo que constituye su entorno material. Y el miedo a la pérdida que incluye la miseria económica pero también el miedo a perder sus lugares sociales, sus vínculos, sus afectos.
El advenimiento de la dictadura constituyó una fuerte agresión a la seguridad de las personas, la pérdida de la seguridad jurídica, la amenaza permanente de ser víctima de las arbitrariedades, el riesgo de que sus familiares y amigos fueran detenidos en un contextos de total ausencia de garantías constituyó una ruptura de aquella imagen del país donde ciertas cosas tan frecuentes en el resto del continente "no pasaban".
Las crisis económicas que se producen cíclicamente configuraron la percepción generalizada de vivir en una sociedad de riesgo. En ellas no solo se perdieron bienes, dinero y puestos de trabajo, sino posiciones sociales adquiridas en años de esfuerzo, y, tal vez lo más difícil de reparar, se perdió la confiabilidad en instituciones públicas y privadas: la banca, el sistema político, los depositarios de la fe pública.
Lo sucedido en 2002 tal vez pueda pensarse como el corolario de esta cadena de rupturas que arrastró aquella imagen del "Uruguay país seguro" que las generaciones que nos precedieron tomaron casi como uno de los núcleos constitutivos de la identidad nacional.
La paradoja de (in)seguridades. Sobre esta realidad, histórica y estructuralmente construida en los últimos años, se instala una situación paradojal. El Estado retoma su responsabilidad como garante de los derechos del conjunto de la población y da importantes pasos en la recomposición de la "malla de protección social" desmantelada en los años de auge del modelo neoliberal. Impulsa una estrecha articulación de distintos organismos del Estado que junto a una fuerte inversión en políticas sociales logran el descenso de los niveles de pobreza e indigencia. Esto se acompaña de un histórico descenso de los niveles de desempleo, incremento de la regularización laboral y un sistema de salud que da importantes pasos en su cobertura, accesibilidad y calidad para la población.
Este escenario de menor pobreza y mayor protección coexiste con los efectos diferidos de las situaciones vividas y especialmente las secuelas que ellas han dejado. La segregación territorial reforzó y consolidó esas condiciones definitorias de la exclusión encerrando y aislando a cada uno en su propio espacio donde solo se relaciona con pares y adultos de su misma condición social.
Se conforman así "zonas de exclusión" para los incluidos y, por otra parte, las llamadas "zonas rojas" donde los sectores marcados por la exclusión trascurren la mayor parte de sus vidas. Las casas enrejadas, el personal de seguridad privada, las permanentes desconfianzas hacia los "otros" marcan los espacios urbanos y la vida cotidiana de los ciudadanos
Profundas brechas dividen a la sociedad y se constituyen espacios físicos urbanos, pero también simbólicos y culturales, habitados por personas con formas muy diferentes de vida. En ellos se producen valores y significados que construyen sentidos en torno a las experiencias derivadas de esas cotidianeidades; se socializan niños y niñas, hombres y mujeres con lenguajes, estéticas, historias de vida y proyectos notoriamente distantes de los que en otros espacios desarrollan sus conciudadanos.
La paradoja a que nos referimos radica en la coexistencia temporal de los mayores niveles de protección social de las últimas décadas con un profundo sentimiento de inseguridad que domina la escena pública, los medios de comunicación y la vida cotidiana de la población.
Estos sentimientos de miedo e inseguridad se transforman en demandas de mayor control y represión hacia el Estado generando terreno propicio para soluciones simplistas basadas en la separación, el encierro y la "sanción preventiva" a aquellos que por su condición social aparecen como depositarios de supuesta peligrosidad. Ingresamos así en un peligroso camino de "radicalización de la diferencia", con el riesgo de recorrer caminos ya transitados por otras sociedades con resultados muy distantes de la deseada armonía social.
Realidad o percepción: un falso dilema. Mucho se ha debatido sobre si la vivencia de inseguridad obedece a una percepción o a una realidad tangible. También se ha hablado de una "sensación térmica". Más allá de las picardías y banalidades de los discursos políticos, podemos afirmar que se trata de una falsa oposición.
Los seres humanos percibimos las situaciones no solo en función de lo real sino que ellas adquieren sentidos a partir de nuestras historias, experiencias, sensibilidades y puntos de vista y, muy especialmente, a través de las interpretaciones y jerarquizaciones que de esos sucesos reales hacen las personas que nos rodean. En esto los medios de comunicación juegan un papel fundamental. Ellos muestran la realidad pero en ese ?mostrar? jerarquizan., destacan, producen sentidos, reiteran o no la información acerca de los hechos incidiendo en la construcción e interpretación de esa realidad que la población realiza.
Hoy los datos objetivos, más allá de los niveles de sub-registro siempre presentes, nos colocan entre las sociedades más seguras del continente. Los homicidios se mantienen relativamente estables desde un pico asociado a la crisis de 2002, y están muy por debajo de otras "amenazas a la vida" como lo son los suicidios y los accidentes, en especial los de tránsito que, por cierto, son "grandes ausentes" en el debate político.
Un 60% de los homicidios se deben a situaciones de violencia familiar. Esta última es la que más ha aumentado, siendo responsable no solo de homicidios sino de agresiones y lesiones, en especial a niños, niñas y mujeres. (MIN 2008)
El temor de la mayoría de los uruguayos es a ser robado, con violencia, en la vía pública o lugares de acceso público (negocios), por parte de personas jóvenes, por lo general menores de edad, con escaso nivel de organización y pertenecientes a sectores caracterizados por la pobreza y la exclusión.
Esta construcción en el imaginario colectivo tiene varias consecuencias. En primer lugar confirma que el sentimiento de inseguridad no aparece asociado a la delincuencia organizada en cierta escala, ni a los delitos más relevantes sino a la delincuencia de "poca monta" que afecta la vida cotidiana de las personas.
Esto da sentido al hecho que las policías que en distintos países han tenido mayores éxitos en el enfrentamiento a la delincuencia de cierta escala tenga bajos índices de popularidad entre la población por no responder a las "pequeñas demandas". (Ruiz Vásquez, 2004) Se explica así la poca relevancia que tienen para los vecinos los grandes operativos contra el tráfico de drogas, la inexistencia de bandas delictivas organizadas y fuertemente armadas, o la inexistencia de delitos que ponen en jaque los sistemas de seguridad de otros países del continente como es el caso de los secuestros. La pequeña "boca" cercana a su domicilio, la concreción de un arrebato en un espacio público cercano o la eventualidad de una rapiña en un comercio al que concurre con frecuencia los lleva a experimentar un profundo sentimiento de inseguridad que se asocia a reclamos de mayor presencia policial en su entorno más cercano.
La otra consecuencia en esta tipificación del potencial agresor es la criminalización de aquellos grupos sociales que comparten esas características: adolescentes y jóvenes pobres. De este modo las diferencias sociales se cargan de miedo justificando la discriminación y profundizando las brechas sociales.
Wilson y Kelling (1982) postulan el llamado "principio de las ventanas rotas". Este principio revierte la hipótesis tradicional de que los actos delictivos son los que generan miedo en la población para plantear que es precisamente ese sentimiento de miedo e inseguridad el que estimula la actividad delictiva. La creencia generalizada de que existe un alto volumen de hechos delictivos de poco volumen, que muchos de ellos no son siquiera denunciados, y que cuando lo son la policía actúa en forma indolente, constituye un estímulo para que personas con escasos valores y tendencias a la trasgresión cometan actos delictivos con la expectativa de no ser capturados ni castigados. Por otra parte el miedo a la delincuencia genera el repliegue de los vecinos de los espacios públicos con el consecuente deterioro y abandono de los mismos favoreciendo que se transformen en "tierra de nadie" y sean vividos por los propios vecinos como "sitios peligrosos".
Nuestra postura marca una diferencia con la de los citados autores. No se trata de postular una relación de causalidad lineal en un sentido o en otro. Nos encontramos ante fenómenos complejos que emergen y cobran visibilidad a partir de constelaciones causales de múltiple naturaleza que interactúan y retroactúan entre sí produciendo acontecimientos que recurren sobre el escenario que los produjo pasando a ser parte del problema. Este modelo conocido como de causalidad circular o sistémica, permite pensar los aparentes efectos de la situación también como causas de su reproducción y agravamiento. Las respuestas al problema pasan a ser parte de él. Tales son los casos del deterioro de la imagen de la policía, la dramatización del problema de la inseguridad, el repliegue de los vecinos de los espacios públicos, el incremento de la discriminación, las políticas de apartar y encerrar (se). (Giorgi, 2009)
EL mito de la "tolerancia cero". En este contexto surgen voces reclamando y proponiendo respuestas basadas en la violencia que es más lo que suman al problema que lo que aportan a su solución. Ya no solo se reclama el encierro de los potenciales agresores sino también el propio encierro de quienes se sienten amenazados en espacios supuestamente seguros que limitan los contactos sociales y comprometen su calidad de vida.
De este modo se abre espacio social y político una postura que algunos autores han caracterizado como "populismo de mano dura" generalmente representado por sectores políticos que han perdido la credibilidad de la población en relación a sus propuestas económicas y sociales. Ante la imposibilidad de centrar sus discursos en la solución de las fuentes estructurales de la inseguridad y la desprotección pretenden ocupar ese espacio político ocultando los fracasos que estas estrategias han tenido a nivel internacional. Se trata de propuestas demagógicas que pretenden vender a la población la ilusión de que aplicando un conjunto de medidas basadas en la represión, el encierro y el mayor castigo ante los delitos podrá tener una vida cotidiana más apacible y sin miedos. (Giorgi, 2008)
Para fundamentar estas propuestas suelen hacerse referencias a lo hecho en otros países La experiencia internacional muestra que aquellos países que han aplicado estas recetas hoy tienen índices delictivos significativamente más elevados que los de nuestro país.
Uno de los ejemplos más reiterados entre los ideólogos de la "mano dura" es el mito de la "tolerancia cero" basado en la experiencia de Nueva York Se trata de una aproximación conservadora al problema que busca con el encarcelamiento masivo y la detención por infracciones menores cuatro efectos básicos:
- Que la sociedad perciba una respuesta clara.
- Disuadir a los delincuentes reales o potenciales a través del castigo que otros reciben.
- Mediante el encarcelamiento impedir que el delincuente cometa otros delitos.
- Rehabilitarlo durante su encarcelamiento.
Como consecuencia de esta política, el número de personas presas en Nueva York, que en 1997 era de 19.200, un año después llegaba a 133.300.
La idea de que a mayor número de detenidos menos delincuencia es claramente revertida por la experiencia que en esos mismos años se desarrolló en la ciudad de San Francisco. Mediante una política de detenciones diametralmente opuesta, San Francisco logró una mayor reducción del delito. Mientras que en Nueva York se detenía incluso a menores de edad responsables de pequeñas infracciones, en San Francisco se evitaba que las personas jóvenes llegaran a las cárceles aplicando, en sustitución de la privación de libertad, medidas educativas y de integración social. Entre 1993 y 1998 los arrestos disminuyeron en un 67% (Jamison, 2002).
La idea de las cárceles como espacio apto para el desarrollo de la rehabilitación está rotundamente desmentida por la experiencia internacional. El encierro como escenario de desarrollo de vínculos exclusivos con personas que han delinquido constituye, aun en los establecimientos mejor equipados y gestionados, un ambiente potencializador de los aspectos más negativos de las personas. Lo primero que debe proponerse como meta un establecimiento carcelario es minimizar el efecto destructivo sobre las personas, sus recursos y sus valores.
Enfrentar la (in)seguridad transitando caminos seguros
Las políticas de seguridad más recientes y exitosas se basan en la tríada disuasión "solidaridad"asociación apuntando a recuperar y fortalecer el tejido social como "piedra angular" en el restablecimiento del sentimiento de seguridad entre los ciudadanos.
En estas estrategias la policía es un actor que trabaja en estrecha articulación con otros organismos, especialmente los de alcance local y las propias organizaciones vecinales. No se tata de grupos parapoliciales ni de ciudadanos armados haciendo justicia por mano propia sino de vecinos que se preocupan y coordinan con los organismos competentes aspectos básicos de la infraestructura barrial que hacen a la seguridad: iluminación, transporte, estado de las calles y veredas, gestión de espacios públicos. Esta seguridad entre vecinos incluye hábitos de convivencia y mecanismos que den mayor protección a las personas, en especial las más vulnerables, como niños, ancianos, personas solas, comerciantes que estén especialmente expuestos.
La idea central es que el barrio más seguro no es aquel donde hay más policías, más rejas o donde la gente está más armada o encerrada en sus casas, sino todo lo contrario. Es aquel en que los vecinos están más interconectados, se relacionan unos a otros, se preocupan por el conjunto del barrio y sienten como propios aun aquellos espacios que están fuera de sus casas.
De lo que se trata es de elevar las defensas de las comunidades para revertir el miedo y evitar que la delincuencia gane espacios.
La historia de la región nos ha dado duras experiencias acerca del error histórico que implica renunciar a las libertades y los derechos en aras de una supuesta seguridad. Ni la estridencia de los discursos electorales ni el dramatismo que algunos comunicadores imprimen a sus crónicas policiales deben hacernos olvidar esas duras lecciones y dejarnos nuevamente seducir por los "reyes magos" de "mano dura" que nos prometen el mejor de los mundos. En última instancia la seguridad es el correlato subjetivo de la protección. Y estar protegido no es otra cosa que contar desde el inicio de la vida con un piso mínimo de derechos garantizados para poder desarrollarse como persona. Como dice Robert Castel, "solo una sociedad que garantice esta protección a todos sus miembros puede considerarse una sociedad de semejantes". (Castel, 2004).