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AL PIE DE LAS LETRAS

 Publicado: 04/04/2017

El aire que enfría la tarde


Por Hugo Bervejillo.


No sé por qué, pero algo me llevó hasta la casa.

Era lejos del Centro, a cuatro cuadras de una avenida que se perdía entre bosques y chacras. Una callecita sombreada de árboles formados en la vereda angosta; había que entrar por un corredor estrecho con piso de baldosas, rodeado de glicinas y perros.

La hija me estaba esperando y me abrió la puerta. Después se quedó en silencio, abrazada a sí misma, acomodándose algún mechón de pelo, y mirándome mirar la casa.

Una cocina chica, con pocos enseres, una cama chica bajo una ventana con malvones, y al costado una foto sepia de una muchacha bonita, algo esfumada. Un ropero viejo, unas alpargatas usadas, y en el patio, minúsculo, una pileta de lavar y tres alambres para colgar la ropa.

No encontré teléfono, pero sí una radio, de las más baratas, y una licuadora, reina del fogón de la cocina: su corte era apenas una sartén, una ollita como para fideos y la calderita para el agua del mate. No vi diarios ni libros ni revistas.

En el baño, solamente un pañuelo estirado contra la pared de mosaico.

La hija me preguntó, algo extrañada:

-¿Usted lo conoció?

-No -le dije-: oí hablar de él, cuando jugaba. Yo era joven y leía diarios. Siempre me interesó el deporte.

Ella me miraba por entre el cerquillo, como si tuviera dificultad para levantar la cabeza y mirarme de frente.

-Nunca ganó nada -dijo con algo entre el rencor y el desconsuelo.

-Es cierto. Nunca ganó nada. Nunca hizo un gol decisivo, nunca salvó una derrota: los diarios no hablaban mucho de él.

Me acuerdo que quedé en silencio, y ella también, sin entender. Yo la había llamado unos días antes y ya entonces noté en su voz la extrañeza de que yo me interesara por la vida de su padre, que había fallecido dos meses antes.

Había sido un suceso trivial, que ni siquiera había alterado un festival en la escuela de enfrente, ni la peregrinación de las vecinas a la peluquería de damas en la esquina que daba a la avenida.

Y ahora yo miraba el piso de tablón, la cómoda oscura, el calentador a querosene, las paredes simples, encaladas.

-Ni en el barrio se acuerdan de él como jugador. Casi que tampoco la familia. Para todos fue el obrero que trabajaba en el Puerto, el proletario.

Ella hablaba con un rencor distraído, de cosa inevitable, consumada, pero también casi como que le debieran algo.

-Porque no llegó. No fue un triunfador, no fue un elegido. Es decir: fue como la mayoría de los jugadores de fútbol. Acarició algún triunfo memorable pero en alguna cancha menor, fue el mejor algún domingo. Nada más. Pero nunca lo convocaron para una selección. Nunca fue campeón de nada.

Ella me miró, miró a la ventana -creo que buscando qué más decir- y volvió a mirarme, tratando de encauzar la queja.

-¿Valió la pena dedicarle tanto tiempo a algo que no le dio nada? Nunca le pagaron bien. A veces ni le pagaron. Y si no es porque conoció a aquel diputado que lo hizo entrar en el Puerto… En cambio, mi madre sí que hizo sacrificios. Yo era chica y ella cosía para afuera, cocinaba, hacía limpiezas, cuidaba enfermos. Él entrenaba, se pasaba el día afuera, y encima, volvía tarde y con algunas copas.

Se calló de repente, pero algo le dijo que debía decir lo que no quiso decir, y entonces fue y lo dijo:

-Nunca se casó con mi madre.

Dejé pasar un rato, miré al cielorraso, al almanaque viejo, hasta que se calmó la tormenta interior. Los dos hicimos una tregua de silencio: ella miraba las baldosas, y yo, la cinta de pegamento para las moscas, que colgaba en la cocina.

-¿Cuándo se ennovió con tu madre?

-Cuando pareció que le iba a ir mejor, por el año…

-Sí, ya -le dije: y sabía, porque era la historia de muchos-: cuando estuvo a punto de pasar a un equipo importante.

-Sí. Él siempre estuvo “a punto de”.

Entonces fue cuando miró la foto, pequeña y encuadrada, que colgaba casi contra la puerta del dormitorio, donde él posaba, agachado, en un campo de césped, con la luz del sol en los ojos.

-Hizo lo mejor que supo, fue hasta donde pudo. Era su orgullo, y lo que mejor sabía hacer.

Ella seguía enfurruñada, sin perdonarlo.

-Si hubiera sido campeón de algo -nacional, mundial, sudamericano-, ¿lo habrías abrazado? ¿Le habrías comprado algo para el cumpleaños?

-Tuvo novias por todos lados.

-Lo que no se perdona es no triunfar. Tu madre tampoco triunfó en nada: no tenía necesidad de triunfar. Fue madre -tu madre- con toda la dignidad que tenía, hizo por su hija lo que su sentimiento y su capacidad de sacrificio le dictaron que tenía que hacer. Hizo lo que sintió que tenía que hacer. Pero no competía.

La muchacha se levantó, silenciosa y lentamente y fue, ahí nomás, a la cocina y puso a hervir agua para el té. Se mantenía callada y yo supuse que quería escuchar mis razones para esa visita que nunca esperó de nadie.

-Tu madre sobrevivió a la vida proletaria y buscó la felicidad donde le pareció que podía encontrarla. Tampoco tú, la hija, tenías que triunfar en nada: no pueden dejar de hacer lo que quiera que sea que hagan para ganarse la vida y tratar de cumplir con lo que entienden necesario. Pero no se miden con otras para saber quién hace las cosas mejor, ni les representa un fracaso no lograr un empleo mejor. ¿Por qué pedirle a la memoria de tu padre que haya sido lo que no fue ni podía ser?

Ella estuvo a punto de protestar, pero vaciló, y entonces bajó las tacitas de un aparador.

-El deporte es como la vida, y en la vida nadie está obligado a ganar. Pero en el deporte no se tolera no ganar. Un recorte de diario abre al hombre el camino a la gloria, pero la rutina gris de un obrero portuario es más tolerable para el que gana algo más en otro trabajo. Cuando tu padre fue solamente un obrero portuario, dejó de ser molesto para los que no podían competir con él en el juego. Un oficinista, un empleado de comercio, un abogado, una médica, una cocinera, no sienten la obligación de ser los mejores, porque, entre otras razones, no tienen ninguna posibilidad de aparecer los lunes en los diarios y ser populares en todos los ámbitos de la vida social. Los chiquilines no aprenden sus nombres ni nadie paga entrada por verlos.

Vi que no entendía, que no iba a entender y que todo aquello era inútil; entonces me levanté de la silla y empecé a irme. Ella estaba contrariada.

-Pudo haber sido como otros: trabajador, hombre de la casa. Estar más en la casa que en los asados con los amigos, o de copas por ahí. O pudo ser uno de esos que todos recuerdan siempre.

-Hay muchos como tu padre. ¿Sabés qué son? Zapatos viejos. Dejaron el brillo en otro tiempo ‑la juventud, la habilidad‑, y hoy son del montón, y están prontos para que los dejen envueltos en diarios, al lado de la basura.

Me fui sin despedirme, casi. Salí al sol de aquella mañana de otoño y una cuadra antes de llegar a la parada del ómnibus vi a los muchachos jugar en el descampado. Me entreparé y vi desarrollarse la jugada que terminó con un tiro alto, cuando todos palpitaban el gol. Escuché los gritos, las bromas, las risas: y me fui cuando reiniciaban el juego, jóvenes, tan jóvenes que ni soñaban en derrotas.

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