Barcos&banderas
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AL PIE DE LAS LETRAS
Escenas de la vida doméstica
Por Santiago Cardozo
a Gonzalo Book
[…] una foto es siempre invisible: no es a ella a quien vemos.
Lo que la Fotografía reproduce al infinito es lo que ha tenido lugar una sola vez: la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente.
Roland Barthes – La cámara lúcida
Poseo, entreverada entre otras, una fotografía en la que estamos mi hermana, mi madre y yo, sentados en un largo muro de hormigón a la entrada de la casa en la que vivíamos. Atrás, se observan canteros de pasto recién cortado y distintos árboles frutales: a la izquierda, un níspero cargado de frutos; a la derecha, un duraznero desnudo, pero con brotes, detrás del cual un manzano intoxicado y un férreo naranjo ofician como el fondo duro y resistente de los tiempos infantiles, cuando el aire se llenaba muy fácil y rápidamente de insultos y penitencias. En el medio, dos columnas levantadas en el centro del patio delantero trazan una línea perpendicular al muro y dividen la imagen en dos partes casi iguales. Yo estoy en el medio, apenas tapado por el pelo de mi madre, que mira hacia un costado con los ojos entornados, como si estuviera molesta por la claridad de la tarde. Mi hermana, del lado opuesto, parece cruzar una mirada falsamente enojosa con los ojos de mi madre. A pesar de la espontaneidad que rezuma la fotografía, recuerdo que llevó varios intentos conseguir la aprobación del fotógrafo, posiblemente mi padre. La imagen es bella: los tres nos parecemos, refrendamos nuestro parentesco, pero yo no quería participar de aquel momento, aunque hoy ignoro cuáles fueron las razones. Es uno de los pocos recuerdos visuales que conservo de mi madre, una de las imágenes más nítidas en que es posible reconocer diversas historias subyacentes, contadas por la vestimenta, el peinado y el atisbo de lo que había sido de joven. En el dorso de la fotografía no hay fecha: yo tendría diez u once años.
En otra foto, mi madre encabeza la Navidad de dos familias reunidas (la mía y la de mi cuñado), desgastadas por las interminables discusiones sobre el lugar y el menú de la celebración. A continuación, a la derecha y hacia el fondo de la fotografía, vengo yo, en una actitud de marcada burla hacia el fotógrafo (mi padre), levantando el dedo mayor de la mano derecha y ofreciéndoselo a la posteridad. Puesto a describir la imagen, siento que trazo los diversos pliegues de los espectros familiares que insisten en conservar su lugar en mis recuerdos, como si fueran un óxido que va royendo, casi imperceptiblemente, los barrotes de un portón, las rejas de una ventana.
Mi madre aparenta cierto nerviosismo o la necesidad de controlar lo que está sucediendo en la mesa; el resto de las personas, al menos de las que se ven en la fotografía, parecen ignorar sus indicaciones. El plano resultante, desprolijo y fuera de cuadro, funciona como la metáfora de la relación entre las familias e, incluso, entre mis padres y yo. Si quisiera recordar la voz de mi madre hablando sobre qué se va a servir primero y qué después, me doy cuenta de que tendría que imaginarla: no conservo ningún registro acústico de su timbre, de sus modulaciones; no guardo los tonos de sus gritos ni de las quejas e imprecaciones por el comportamiento de mi padre cuando, ya alcoholizado, se convertía en el centro ridículo de la reunión.
* * * * *
Esa distribución y esa redistribución de los espacios y los tiempos, de los lugares y las identidades, de la palabra y el ruido, de lo visible y lo invisible, conforman lo que llamo el reparto de lo sensible. La actividad política reconfigura el reparto de lo sensible. Pone en escena lo común de los objetos y de los sujetos nuevos. Hace visible lo que era invisible, hace audibles cual seres parlantes a aquellos que no eran oídos sino como animales ruidosos.
Jacques Rancière – Política de la literatura
Mi padre leía diarios o semanarios, es decir, lo que comúnmente llamamos periodismo, sobre todo el periodismo que, bajo cierta categoría bastante discutible, se denomina político (en la mesa donde tomaba mate por las mañanas desplegaba el amplio formato de aquella publicación verde que yo podía relojear a temprana edad: Mate amargo); mi madre, en cambio, leía ficción, de la más o menos, digamos, y de la mala, de la muy mala (enormes libracos que aglomeraban sus páginas entre las tapas y las contratapas como de hormigón). Poco antes de morir, cuando ya por sus venas corría, paciente y solícita, la quimioterapia y me hablaba sin fuerza ni claridad, implorando el aire que sus pulmones no podían obtener, le regalé Las agujas del tiempo, un libro de Mauricio Rosencof hecho de textos relativamente breves. Entonces -me di cuenta muchos años después, cuando la distancia fue suficiente para prestar atención a las cosas que se dejan de lado cuando una enfermedad avanza irremediablemente-, la ironía que suponía el título no le pasó inadvertida. Me interrogó, en el acto, sobre si le regalaba el libro para que no me molestara con su cáncer (así me lo dijo, mirándome a los ojos: “No querés que te moleste con mi cáncer”), para que yo pudiera vivir tranquilo y me librara de ella mientras los días transcurrían, inefables, hacia el final de su vida (el descubrimiento de la ironía involuntaria me dejó un subterráneo retrogusto amargo a lo largo de todos estos años: ¿en qué estaba pensando yo, que no pude darme cuenta del signo más bien cínico que ella podía haber interpretado en mi regalo, juego despreciable que un hijo le hacía a su madre, como si en aquel se resumiera la relación errática que habíamos tenido desde que yo entrara en la adolescencia?).
Estas escenas de lectura dramatizan, en el sentido fuerte del verbo, las posiciones que mis padres habían ocupado -pienso hoy y, tal vez, pueda estar equivocado, en la estructura social de acuerdo con las predisposiciones con las que “naturalmente” cargaban, esas que les habían tocado en un reparto del que no habían participado activamente. De este modo, mi padre era remitido, como efecto de la lectura, al lugar de la adecuación entre el discurso y la realidad, entre los enunciados y el estado cotidiano de la vida política; en cambio, mi madre, como ama de casa sellada hasta el último de sus días en esa posición, quedaba remitida, según un extendido lugar común o una mitología largamente cultivada por la doxa, al lugar del entretenimiento que, para cierto imaginario que quiero rechazar, provee la ficción.
Transcurrido el tiempo, caí en la cuenta de que esa remisión de mi madre al orden de la ficción era, sin embargo, tan política como la remisión de mi padre al orden del periodismo, aunque, desde luego, por razones diferentes; incluso, resultaba más auténticamente política aun, precisamente por desprenderse o desentenderse de la adecuación entre el discurso y la realidad o entre el reparto de lo sensible que definía una escena de no lectura de periodismo para las amas de casa como mi madre, una escena que parecía no poder ir más allá de las revistas sociales y del corazón, cuando no del laborioso chusmerío barrial.
De hecho, cuando tomé conciencia de lo que había sucedido con el regalo, también advertí el modo en que ambos lugares (el ocupado por mi padre y el ocupado por mi madre) se articulaban, produciendo un desplazamiento que entreveraba periodismo y literatura, verdad y ficción: el nombre Mauricio Rosencof pertenecía a los Tupamaros -y, sin discusión, también a la literatura uruguaya-, cuyo órgano de prensa era Mate Amargo. Así, la ironía involuntaria empujaba a mi madre a participar de los dos lugares al mismo tiempo, con el añadido interpretativo (que me revelara un amigo muy cercano), contrario a la ironía suscitada, de que esas mismas agujas del tiempo eran también las agujas con que pinchaban a mi madre cada veintiún días (lapso promedio que había que dejar entre cada sesión de quimioterapia), las vías que le colocaban para que pasara el veneno indispuesto del tratamiento oncológico. De este modo, tengo para mí que el regalo que le hice a mi madre (cuya tapa tenía dibujado artesanalmente un reloj con sus respectivas agujas) quería inyectarle aquello que empezaba a faltarle cada días más, de forma desesperada y asfixiante. Pero, a la vez, la ironía involuntaria se había vuelto ostensible y, por ello mismo, había provocado esa reacción de mi madre, perfectamente entendible en el contexto en que tuvo lugar.
En la articulación de ambas escenas, agrego ahora, es dable pensar, también, que la ironía provenía de un libro que, entre lo testimonial y lo literario, intentaba abrir otro “mundo” u otro “lugar” habitables para que mi madre pasara lo mejor posible los últimos meses de su vida, mundo que yo mismo habitaría, a su lado -como lo hice, hasta el último suspiro de sus pulmones-, porque había “elegido” hacerle ese regalo y porque, a esa altura de mi vida, ya había leído un buen número de libros de los Tupamaros y, especialmente, de obras de ficción de Rosencof, a quien, por entonces, admiraba con relativismo.
Como se ve, las cosas no son, como no lo fueron, tan sencillas como parecen.
Excelente!!!! Como si los estuviera viendo.