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AL PIE DE LAS LETRAS
Felisberto y el perro que hablaba bien
Por Pablo Silva Olazábal
Entré en la librería, que era muy antigua, revestida por esa madera oscura que recubría los viejos cafés de principios de siglo. Todo era abigarrado y estrecho, como una de esas pulperías recargadas que aparecen en los libros de Historia. Me acerqué al mostrador. Detrás había una señora baja, encorvada y vestida de negro, con la cabeza cubierta por un tul, como si fuera una antigua viuda española. Alzó brevemente la vista y preguntó:
—¿Qué desea?
No supe qué responderle porque encima de ella había una televisión de esas grandes y chatas, colgada de la pared, que me había dejado mudo, sin palabras. En un primerísimo primer plano estaba el político batllista Manuel Flores Silva diciendo:
—A continuación, queridos amigos, veremos lo que ocurre cuando un Ministerio actúa sin ley y sin orden. Cuando a un Plan no le sigue un Método todo acaba así.
Antes de terminar extendió el brazo y señaló a un bulldog. La cámara hizo un rápido zoom hacia el perro, que quedó en un gran primer plano. Impertérrito, miró fijo a la cámara y empezó a hablar con voz grave, teñida de una formalidad vagamente británica:
—Este Ministerio del Interior no emplea ningún método. Y si lo hace, no se nota. Y si se nota, es lamentable.
Después de cada punto reafirmaba la frase con un seco y sonoro ladrido.
—¿Y? ¿Qué desea? –volvió a insistir la señora–.
Su voz rompió la hipnosis que me provocaba aquel discurso del perro, pero no disminuyó un ápice el asombro de ver que a ella todo eso la tenía sin cuidado. No parecía llamarle en absoluto la atención que un bulldog hablara en la televisión. Ni siquiera uno que hablaba con aquella sintaxis ejemplar y ese tono de firmeza. La miré con intriga, y luego volví a la pantalla, y luego volví a observarla: nada, ninguna reacción. Estaba claro que para ella el televisor funcionaba como un acompañamiento, como un ruido de fondo que no le interesaba en absoluto. Pensé que tal vez lo tenía para distraer su soledad.
Lo único que hacía era seguir esperando mi pedido, pero yo no podía comunicarlo porque me sentía pasmado por aquel prodigio inigualable, sobre todo ahora, cuando el perro había comenzado a desgranar una sarta de objeciones sobre el estado de la seguridad ciudadana, todo a través de frases hilvanadas y precisas que hacían gala de una contundencia oratoria que ya querrían para sí muchos políticos. Su estilo no solo era límpido y claro sino que cada tanto, cuando caía en demasiados tecnicismos, prevenía la posible distracción del público gracias a unos breves y enérgicos ladridos. (Pensé que con la falta de concentración que sufre la gente en la actualidad, aquel era un recurso invalorable; te sobresaltaba lo justo para que volvieras a atender).
De pronto una voz interior me dijo que aquello era una demencia: los perros no hablan, y menos con ese estilo ¿No sería aquel un simple truco hecho con efectos digitales?
Lo volvía a ver, esta vez más analíticamente: el perro movía la cabeza cada vez que quería reforzar una afirmación. Sí, si lo era, había que admitir que habían alcanzado un resultado magistral, nunca visto antes.
“Lo raro” reflexioné “es que no llame la atención de gente como esta vieja; tal vez se deba a que están saturados por la publicidad”. Volví a observar a la mujer: su indiferencia era una muestra clarísima de que el constante bombardeo de imágenes manipuladas digitalmente ha logrado en el público una saturación muy parecida al adormecimiento. “Simplemente”, pensé, “nadie les da bolilla. Ninguna imagen llama la atención”. Concluí que sin duda ese era un signo que caracterizaba a nuestros tiempos: nadie cree en lo que ve.
—¿Y? ¿Señor? ¿Qué le pasa?
El tono me sacó violentamente de la abstracción:
—Ejem... Quiero… quisiera un libro –dije– "Tierras de la Memoria" de Felisberto Hernández.
La señora asintió levemente. Se dio media vuelta y se fue, con su paso de alacrán, a buscarlo a la parte trasera que, por lo que pude entrever, estaba tan abarrotada de artículos como la de adelante.
Al quedarme solo se me ocurrió que tenía dos opciones, husmear entre la cantidad de objetos que había en el mostrador o dedicarme a ver la televisión a mis anchas, sin peligro de ninguna interrupción. Si bien esto era algo muy tentador, pensé que podría postergarlo por el momento para hacer una rápida investigación. Sin embargo ocurrió algo raro: empezó a invadirme una sensación de incomodidad. No sé por qué –o sí lo sé: en el fondo quería velar por mi libre albedrío, quería resistir la atracción de aquel perro tan bien hablado– pero cada vez me costaba más no mirar la pantalla. Obligué a mis ojos a que vagaran entre los miles de artículos que cubrían las estanterías. Todos eran interesantes, y la mayoría inesperados, pero toda aquella portentosa variedad no me atraía ni la centésima parte del imán que significaba el discurso del bulldog, quien después de un ladrido remató su prédica con esta frase:
—Resulta incontrastable que el Bicho tiene toda la intención y está lleno de buenas intenciones, quién puede negarlo, pero por desgracia le faltan método, recursos y planificación. Por eso pasa lo que pasa.
Sí, señor, aquel perro, además de categórico, no hablaba nada mal. Enseguida empezó a explicar cuál era el concepto internacional de la palabra “método” aplicado a la lucha contra el crimen y la delincuencia. Pronto los tres ladridos al final de cada frase dejaron de herirme los oídos y comenzaron a fascinarme. Ya no molestaban; eran simpáticos. De pronto una idea me hizo sonreír para mis adentros: “Claro, mirá qué casualidad, justo al viceministro del Interior le dicen El Perro…”. Y entonces recordé que al propio ministro del Interior, Eduardo Bonomi, sus compañeros le dicen "Bicho". Entrenar un bulldog para hacer declaraciones tan hábiles no podía ser más que un tiro por elevación, un doble significado político. “Tal vez dentro de la interna del Ministerio –pensé– la palabra perro significa algo más que el nombre del subsecretario…”
O tal vez todo era más sencillo, tal vez habían llevado a cabo una magnífica obra de manipulación digital para otorgar un marco llamativo y rotundo al clásico discurso opositor. Al fin y al cabo es una de las funciones del arte, presentar lo de siempre como algo nuevo… Se me ocurrió que tal vez la idea inicial podía haber partido de un hallazgo idiomático: de la frase, tan nuestra, que postula que la máxima virtud es decir “verdades a cara de perro". Sí, no era mala idea y sonaba muy coherente: aquel perro soltaba verdades cada dos o tres ladridos, y lo hacía con una envidiable contundencia.
Estaba en medio de esas cavilaciones cuando, de la nada, apareció la señora.
—Aquí tiene –dijo–.
Extendió el libro sobre el mostrador. Era un volumen viejo, con tapas que por el color parecían de cuero o de la misma madera oscura del almacén: lo abrí y pude apreciar la letra apretada, casi sin interlineado, común en los libros antiguos. Lo examiné con esmero, casi con delectación. Acerqué la cara y aspiré el aroma antiguo, el reborde levemente amarillento. Estaba en perfectas condiciones: las páginas finas y blancas, las letras redondamente negras, los párrafos nítidos y separados.
—Cuesta 8.000 pesos.
—¿8.000? –repetí y la voz se me adelgazó al final de la pregunta–.
—Claro –dijo–. Mire esto. Observe.
Me sacó el libro de las manos y lo abrió en la primera página. No era totalmente blanca, sino más bien amarillenta, con algunas palabras con letras chicas al final. La desplegó en dos: era una doble página. "Es la clase de papel Biblia”, pensé, “al que le dicen papel de arroz".
La vieja hizo algo totalmente inesperado: lentamente rompió una esquina de la página (el ruidito fue como el de un diminuto serruchito cortando el pedazo con dificultad), y luego me extendió el trocito.
—Fíjese –dijo–.
Lo tomé entre mis dedos, absolutamente escandalizado, o más bien mudo de indignación… ¿En qué cabeza podía caber romper un libro así? ¿Acaso pensaba hacer algo así con cada comprador? ¿Cuánto le iba a durar el libro?
La miré como si fuera una demente o mejor, una criminal, pero en sus ojos no encontré reflejo de vacilación. Era dura, y miraba impertérrita.
—¿Qué pasa… –dije reponiéndome con un tono canchero– … si no lo compro?
Recordé haber leído un artículo de Umberto Eco donde denunciaba el negocio de libreros inescrupulosos que en Europa cortaban páginas de libros antiguos –de 400 o 500 años, pero de contenido poco o nada relevante– para que sus clientes hicieran cuadros con ellas y los colgaran en las paredes de sus casas. Así podían contemplar un arte de imprenta desaparecido. Comparado a ese atropello que denunciaba Eco, lo que acababa de hacer la vieja era infinitamente peor, además de, claro, ser incomprensible. Romper la esquina de una página de un libro de Felisberto… ¿para demostrar qué?
Pero no dije nada de esto y giré el fragmento entre el índice y el pulgar, fingiendo que lo estudiaba de ambos lados. La verdad que aquel pedacito de papel no me decía nada.
—¿No ve acá? –estiró el índice y señaló la esquina–, pero no vi nada.
Sonrió, y comprendí que la muy taimada dudaba de mi vista. Claro, ahora empezaba a cerrarme todo. Aquel era un truco muy barato, y muy habitual entre estafadores: consiste en sostener que hay algo especial que el cliente no puede ver. Por esnobismo, o por seguir la corriente, el estafado tiende a confirmar, pero eso no funcionaba conmigo: tengo muy buena vista. En todo caso, mejor que la de ella. Igual, por las dudas, me lo acerqué hasta casi tocarme la nariz pero seguí sin ver nada. La vieja alzó las cejas, como diciendo “mire, mire, ahí” y acerqué aún más el papelito. Efectivamente había algo: una manchita alargada, una línea irregular y breve similar a varias cagaditas de mosca.
—¿No lo ve? –exclamó triunfal– ¡Dice "1era Edición"! ¡Por eso cuesta lo que cuesta!
Volví a fijarme y en efecto, la muy condenada tenía razón. A duras penas podía leerse, escrita en letra cursiva, los datos del pie de imprenta. Pero yo no estaba dispuesto a rendirme tan fácilmente. Pasé al libro y fingí estudiarlo. Luego lo cerré y acaricié el lomo con la mano.
—"Tierras de la Memoria"... ¿Está inconcluso, no? Felisberto nunca lo terminó. No sé cómo se atrevieron a publicarlo sin su permiso. Nunca lo leí.
Luego, cambiando violentamente el tono, agregué:
—Pero ¡8000 pesos!
—Y qué quiere –y se encogió de hombros, y también lo acarició–.
Era verdad. No se lo dije pero tal vez tenía razón, el sacrificio valía la pena. Después de todo ¡era Felisberto! Me invadió una brusca vergüenza de mí mismo. No podía ser tan avaro. Estaba a punto de farfullar “Bueno, me lo llevo” cuando una voz interior me dijo: "Pero, habiendo tantas ediciones baratas…".
Solté el libro como si tuviera electricidad y la vieja me miró extrañada.
—No, gracias –dije– Tal vez en otra ocasión.
La mujer movió la cabeza en gesto de “quién lo entiende” o tal vez “no tiene remedio”, pero no hizo problemas.
—Bueno –dijo y salió a través de una puerta de madera que había a un costado y que daba a otra habitación–. No me asombró tanta displicencia, esperable, por cierto, en alguien que no se caracterizaba por su buena educación, pero sí lo que ocurrió de inmediato, porque dejó la puerta mal cerrada y lentamente comenzó a abrirse. Esto me permitió ver el cuarto: estaba tan atiborrado como el principal y en el medio tenía una mesita: sobre ella había una televisión más grande que la del mostrador. Vi cómo se sentó a poca distancia de ella y se puso a mirarla. En la pantalla, de altísima definición, se veía hasta el más mínimo detalle. Seguía en el mismo canal, con el mismo bulldog, pero esta vez lo escuchó con atención:
—Un Bicho sin método no genera plan. Y sin plan no hay expectativas, y sin ellas, no hay métodos ni recursos que valgan. Muy mal Bicho ¡guau! ¡guau!
Miré la pantalla que colgaba en la pared, sobre el mostrador, a mi izquierda, y para mi sorpresa vi que, aunque estaban en el mismo canal, las imágenes no coincidían. Acá estaba Flores Silva repitiendo en primer plano lo mismo que había dicho al principio. No entendí nada. En uno se veía el perro, en otro él.
"La verdad –pensé– que si Flores Silva se quiere tirar de candidato, esa propaganda no le hace ningún favor, es horrible".
Era todo demasiado raro, así que decidí irme cuanto antes. Salí sin decir nada. El almacén se encontraba en una zona balnearia, cercana al mar. Un viento frío desolaba la calle. Me levanté las solapas, me abrigué y me alejé pensando en qué loco estaba todo el mundo.
Un excelente, extravagante y alegórico relato que llena de bondadosa envidia a los simples mortales que se rascan con el lápiz la cerviz sin lograr un gramo de esa imaginación!!!! *Felicitaciones!!