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ARTHUR MILLER EN IRÁN

 Publicado: 04/04/2017

El viajante: nuestras debilidades


Por Andrés Vartabedian


Peligro de derrumbe. El edificio cruje. Vidrios y paredes se resquebrajan, se agrietan. La pareja, al igual que sus vecinos, debe mudarse. Las máquinas trabajan al lado de forma displicente y socavan las bases de la estructura edilicia. La solidez ya no será. Tampoco para ellos.

Emad y Rana son una pareja de clase media; él, profesor de Literatura, ella, ama de casa; ambos integran un elenco de teatro independiente en Teherán. Los ensayos anuncian el estreno de Muerte de un viajante de Arthur Miller. Ante la imprescindible búsqueda de una nueva residencia, uno de sus compañeros ofrece un apartamento dentro de sus posibilidades económicas. El único inconveniente será la permanencia de varias de las pertenencias de la antigua inquilina en una de las habitaciones. Su figura -misteriosa-, cual fantasma al que no le apetece alejarse de su antigua morada, nos acompañará durante toda la película sin nunca hacerse presente. No así sucederá con la huella que dejó.

Nombrada a través de diversos, laberínticos, y hasta divertidos eufemismos, podemos asociar a aquella mujer con la prostitución, o similar. Sus antiguos vecinos la recuerdan sin nombrarla. Tal vez por ello no se corporice en ningún momento. Una cierta intranquilidad comienza a ganarse entre los nuevos habitantes. El nuevo “hogar” también presenta fallas, necesita ciertas reparaciones, y nunca se convertirá en tal. Los cortocircuitos serán externos e internos.

Un día, ante cierto error, cierto descuido, cierto ¿exceso de confianza?, Rana (Taraneh Alidoosti) será atacada por una de las antiguas “visitas” de la anterior residente. El ataque tendrá un componente sexual, pero no sabremos a ciencia cierta el tenor ni la motivación del mismo. Una suerte de “suspenso” se instalará en el filme. La policía no formará parte de la investigación, que tendrá un tono “casero”, pero un aire detestivesco se hará sentir cual fuerte brisa.

Será el propio Emad (Shahab Hosseini) quien asuma la tarea. Su honor, el de su mujer, el de su familia, están en juego, aun cuando tampoco conoce demasiado los detalles. La búsqueda de la verdad quizá se mezcle con el placer morboso de la revancha. La intriga crece a la par de la falta de información certera. Y ese cuentagotas de los datos es el que Farhadi utilizará para mantenernos en vilo, cual Rana y Emad, que poco dormirán.

Mientras tanto, los ensayos continúan y Muerte de un viajante se estrena. (Farhadi ha destacado su reflexión sobre las relaciones humanas y la crítica social de la obra, de total vigencia en el Irán actual, en el que la transformación urbana puede destruir a toda una clase social. En aquel Estados Unidos, “toda una categoría de personas que no supieron adaptarse a la inesperada modernización fueron literalmente aplastadas. Las cosas cambian a la velocidad del rayo y no queda más remedio que adaptarse o morir”, ha sostenido).

Los comentarios sociales se cuelan por allí, dentro y en derredor de la obra, y ciertas escenas de la pieza teatral -intercaladas sutilmente por el director iraní- quizá revelen y expliciten más que los propios personajes antes de asumirse otros. Es que Emad es el viajante y Rana es su esposa. Las parejas se comentan. Ficción y realidad, o ficción y más ficción, se interpelan y se cruzan. Son varias las capas superpuestas.

Porque Farhadi esconde la verdad, si es que la hay. Juega, de algún modo, con nosotros. Y el dolor y la angustia es ser lo que somos, y no más que eso. Ser tan vulnerables, tan sumisos a prejuicios y mandatos sociales; pautas culturales que nadie nos consultó. Ser egoístas hasta la mezquindad. Y es tan paciente en ese trabajo de develar‑nos. Y lo hace desde lugares, en apariencia, tan simples, tan comunes, tan cotidianos...

Farhadi es único. Una invitación constante a la reflexión sobre quiénes somos, qué hacemos y por qué lo hacemos. ¿Qué es lo realmente importante: lo que nos sucede, los hechos y sus consecuencias en nosotros, o lo que los demás verán y percibirán de ellos, su repercusión en el afuera y lo que ello devuelva en nosotros?

Que todo depende del cristal por el que se mira es tan trillado como cierto. La objetividad estará en algún lugar escondido, no en nosotros. Y el filtro de vidrio está rajado, sucio; por momentos, incluso, se transforma en espejo, pero deformante. Y es lo que somos, no más: una apariencia deformada de lo que creemos de nosotros mismos, tanto exterior como interiormente. Los varios cristales -también literales- por los que se observan las situaciones, intermediarios constantes de nuestra cotidianidad, son parte del sello Farhadi.

Otro de sus rasgos reincidentes es la sucesión de capas que parecen desgranarse delante de nuestros ojos. El bicho humano es complejo, y más complejo aun. Y Farhadi parece celebrarlo de algún modo. Y nos interpela ante cada decisión, ante cada resolución ya elaborada, ante cada toma de partido ya definida. Y nos somete a nuestros prejuicios, a la asunción consciente de los mismos; nos revuelca en ellos, ya sean estos sociales, religiosos, etarios, de género, culturales en el sentido más amplio.

Y la imagen del honor quizá sea más importante que el honor.

Y así vivimos, y así somos. Como podemos. Atados a circunstancias que nos desbordan en nuestras humanas interrelaciones. Y no hay capullos impermeables. Y no controlamos el devenir. Vano intento.

Pero insistimos. Cubrimos todas las variantes, todas las variables. Así lo creemos. Autosuficientes en el amor, en el dolor; sin dejarnos caer. Enhiestos en el barro que nos consume, nos ahoga. Estatuas sucias de nosotros mismos.

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Tal vez por todo ello es que se ha ganado el derecho a que consideremos honesto, tan honesto como claro y elocuente, su mensaje. No solo el de su cine. También el de su negativa a asistir a recibir el premio que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood le otorgó el pasado febrero. Y compartamos hoy, aquí, sus palabras:

Lamento no estar con ustedes esta noche. Mi ausencia es por respeto a la gente de mi país y a la de las otras seis naciones que han sido insultadas por la inhumana ley que prohíbe la entrada de inmigrantes a los Estados Unidos. Dividir el mundo en las categorías del “nosotros” y “nuestros enemigos” crea temor, una justificación engañosa para la agresión y la guerra. Estas guerras impiden la democracia y los derechos humanos en países que han sido ellos mismos víctimas de la agresión. Los cineastas pueden transformar sus cámaras en instrumentos para captar las cualidades humanas compartidas y romper los estereotipos de diversas nacionalidades y religiones. Crean empatía entre nosotros y los otros; una empatía que necesitamos hoy más que nunca.

Muchas gracias.

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