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ESPÍRITU Y RAZÓN

 Publicado: 07/07/2017

Las inocentes: entre los muros de la guerra y la fe dogmática


Por Andrés Vartabedian


Las violaciones masivas no han sido un arma de otras guerras. Son un arma de guerra, y punto. Acontecen. Acontecen triste y casi como fatalmente. La esperanza habla de futuro, pero el futuro no parece hablar de esperanza. Al menos, no a corto plazo. Ante la desazón de saber que seguirán aconteciendo -por humana respuesta que son, de miserables que somos nomás- el combate parece imponerse individual, en conciencia y corazón, ya en otros términos de revolución. En ese sentido, el arte parece seguir siendo uno de los pocos caminos en los que podemos confiar para ser mejores. Tal vez así, gota a gota, obra a obra, logremos horadar nuestra potencial condición de asesinos y asistir al viraje que nos rescate del horror y la decadencia perpetuas. “[...] los hombres se atormentan. El pequeño dios de la tierra permanece siempre del mismo temple [...] Un poco mejor viviría si no le hubieras dado el reflejo de la luz celeste: él le llama Razón y lo utiliza solamente para ser más bestia que todas las bestias”, hizo decir Goethe a su Mefistófeles, hace ya más de doscientos años.

La historia ha seguido su curso, al igual que las guerras y los atropellos más aberrantes a la vida y dignidad humanas. No ha habido dios -póngale usted el nombre que más le plazca- que haya podido detenerlos; es más, hay quienes le adjudican su fomento. Es así que el siglo XX ha conocido de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra -ahora sí tipificados penalmente al menos- de todo tenor. La Segunda Guerra Mundial pareció ser un summum en tal sentido. Incluso finalizada, incluso del lado de los vencedores, de los -muchas veces- denominados “liberadores”, de los ubicados en el bando de “los buenos”.

Anne Fontaine (Luxemburgo, 1959) elige ubicar su historia en diciembre de 1945. Polonia es el lugar, en el límite con Alemania. Allí, una joven doctora en medicina trabaja en la Cruz Roja francesa atendiendo y evacuando soldados de su país heridos en batalla o detenidos en campos de concentración. Su trabajo se verá incrementado repentina y abruptamente por su decisión de solidaridad; quizá también algunas de sus miradas se amplíen.

“Ni ruso ni polaco”, dice la novicia benedictina al solicitarle un médico al niño de la guerra que, huérfano y en la calle, la conduce hasta el apostadero francés por unas pocas monedas. La futura monja ha decidido saltearse ciertas reglas del convento ante el dolor gritado de una de sus “hermanas”. Ha desafiado el frío gélido del invierno y ha cruzado el bosque nevado, cortando el aislamiento en busca de ayuda, con lo que también ha desafiado a su abadesa. Durante meses, un secreto ha sido férreamente sostenido dentro del claustro; sin embargo, ya es tiempo...

Cuando Mathilde Beaulieu (Lou de Laâge) -quien ha decidido acompañar a la novicia aun sin conocer cuál será su labor específica- llega al complejo monástico, su única información es la desesperación que ha encontrado en la muchacha al anunciar el peligro de muerte de otra mujer, que no identifica. Allí descubrirá que, efectivamente, su presencia era necesaria. Deberá realizar una cesárea improvisada; el bebé no se encuentra bien ubicado. Madre e hijo están en riesgo.

Efectivamente, la hermana, custodiada por la madre superiora (Agata Kulesza) y la hermana María (Agata Buzek), estaba lista para parir, y sufría. Intentando salir rápidamente de su asombro, Mathilde pone manos a la obra. El bebé será entregado, según dice la superiora, a la parte de la familia que no rechaza a la joven. Ésta necesitará cuidados posteriores. Sin embargo, esto sólo será posible si la que se encarga de ello es la propia Mathilde y si ella, a su vez, no da a conocer la noticia. Será un pacto entre esas mujeres; mujeres de firmes convicciones y entre las que no habrá fácil negociación. No será la primera vez que ciencia y religión se vinculen desde el conflicto.

Si bien para el convento no ha sido sencilla la convivencia con el régimen nazi instalado en Polonia, la aparición del Ejército Rojo no ha traído mejores noticias. No sólo el régimen comunista hará difícil el relacionamiento con la Iglesia polaca en general -aún estamos en un momento de transición en ese sentido-, sino que, en particular, algunos de los soldados soviéticos cometerán reiterados abusos y vejaciones al interior de aquel lugar. No una vez, sino varias; no por uno, sino por decenas. Sus propias autoridades lo han avalado como forma de premiar su sacrificio, valentía y amor a la Patria. Las mujeres han sostenido el dolor y sus consecuencias por casi nueve meses. Las hermanas embarazadas son siete, al parecer, aunque alguna podría estarlo aun sin saberlo, sin evidenciarlo.

Si bien se ha hablado de casos como éste a lo largo de la historia, desde el momento en que se crearon lugares en los que un grupo de mujeres decidieron vivir su fe en conjunto y en claustro, y en el que algún grupo de hombres se sintió con “derecho” a cometer violencia sexual contra ellas, ya sea por considerarlo un botín, una represalia, o por mero placer sádico, es difícil hallar los detalles de tales actos y, más aún, conocer las consecuencias físicas y psíquicas que ellos han generado. Entre otras cosas, por el propio silencio de las víctimas, y el de la institución que las “cobija”.

En esta oportunidad, las notas privadas de la médica francesa Madeleine Pauliac -que su sobrino dio a conocer- dejó las circunstancias en claro: "Había 25 monjas en el convento; quince fueron violadas y asesinadas por los rusos, las diez supervivientes sufrieron repetidos abusos: algunas fueron violadas 42 veces, otras 35 o 50 veces... Nada de esto se habría sabido nunca si cinco de ellas no hubieran quedado preñadas. Acudieron a mí pidiendo ayuda y hablando de aborto en términos velados".

Si bien en el filme no se menciona la posibilidad del aborto, la idea de muerte de esos niños aparece dada desde ciertas decisiones que tomará la madre superiora, basada en principios dogmáticos de la religión, en ciertas convicciones de fe propias y en cierta -al menos discutible- idea acerca de lo que significa la “protección” de sus “hijas”.

De todos modos, Las inocentes evita en todo momento la representación directa del horror y apela a la alusión y a la imaginación del espectador. La humillación física se “ve” en la huella psíquica con la que cargan las víctimas. En ese padecimiento, que mezclará la moral, la religión, las buenas costumbres, la castidad, la obediencia, el prejuicio, el señalamiento, la propia idea de maternidad, el futuro propio y el de sus hijos -y sumemos-, se corporizará todo lo sufrido en carne viva. No habrá necesidad de “mostrar”. Estará en nosotros el atrevernos a saber y a entender de lo que somos capaces, si es que contamos con el coraje de permitirnos la asunción de tanto sufrimiento.

Es que, ante todo, Anne Fontaine respeta. Respeta a esas mujeres y sus más firmes creencias, y nos respeta a nosotros como espectadores. Respeta nuestra sensibilidad desde la suya, y respeta la de estas hermanas a las que, en muchos casos, les será imposible dejarse mirar, dejarse tocar, ni siquiera por una doctora, ni siquiera para sofocar el dolor. Y en ese respeto logra ser absolutamente convincente. Es el respeto del que logra “ver” efectivamente al otro. Del que sinceramente se calza sus zapatos. Eso que hoy denominamos empatía. Un respeto que se sobrepone incluso a sus propias conclusiones luego de completar el rodaje: “Creo cada vez más en la fragilidad humana y menos en la experiencia, pero no creo más en Dios después de hacerla”.

Esa empatía también se desarrolla entre buena parte de sus personajes, que lentamente van permitiendo el ingreso del otro, y de ese otro mundo de sentidos y pareceres diversos, lleno de su historia, su formación, su contexto, sus dudas y certezas, sus aciertos y sus errores. Allí es donde se vislumbrará la esperanza: en esa capacidad de ser cada vez más con otros sin dejar de ser nosotros. “Como abrir el pecho y sacar el alma... una cuchillada de amor”.

Es así que Fontaine respeta los tiempos del convento, respeta los silencios, los sonidos huecos, el susurro, los miedos y las alegrías, por más nimias que puedan asomar (“Detrás de toda alegría está la cruz”, nos recuerda la hermana María). Respeta el canto, la cena y el juego, como respeta el llanto, el grito y el espanto. Es discreta y elegante, en su fotografía, su color y sus planos. Es sencilla, sobria y austera (al menos hasta cierto desliz en el final, algo sobrecargado de ruido y contento, algo excedido en relación al resto). Es seria, dura y a la vez delicada. Los momentos más “afectados” pasan desapercibidos entre los más logrados.

Sin necesidad de grandes despliegues de producción, nos sitúa fácil y rápidamente en época. El contexto es ruinoso -también en valores- y los fundamentos de las casas resisten aun cuando han sido afectados y puestos a prueba. Es que algunas estructuras presentan muros realmente gruesos, firmes aun descascarados. Y el frío es el de la vida, llena de muerte. El dolor es blanco y espeso.

Sin embargo, hay quien se anima a hablar de primavera. Eso nos consuela. De lo contrario, dónde encontraríamos el sentido. Quizá Fontaine, verdaderamente, haya definido la fe: “Veinticuatro horas de duda por un minuto de esperanza”. ¿Será el único?

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