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“NO SOLO TOMO FOTOS; TAMBIÉN PIENSO”
“McCullin”: una luz en las tinieblas
Por Andrés Vartabedian
Tal vez decir que lo primero que hizo para The Sunday Times fue no hacer, lo pinte de cuerpo entero. En Saigón (Ho Chi Minh), Vietnam, presenciaba la que sería su primer ejecución. Era 1965 y un joven que había hecho estallar una bomba en un mercado de la ciudad era fusilado por un pelotón norteamericano y rematado en la cabeza por un oficial. Él estaba allí para cubrir la noticia. No tomó la fotografía. El resto de sus colegas no lo podía creer.
Ese era uno de sus primeros trabajos para el gran periódico dominical, referente ineludible durante décadas para (y de) la prensa independiente. Su pasaje desde The Observer (medio también importante por ser el dominical más antiguo del planeta) a The Sunday Times, con su prestigio y una tirada muy superior, era una gran oportunidad para su carrera -lo que se confirmaría al pasar de los años-. Sin embargo, no tomó la fotografía. En ese momento, claro, ni siquiera lo comentó en el semanario (era consciente que este representaba la puerta de salida de “la ignorancia, la intolerancia y la violencia” -sentencia McCullin- en las que había crecido).
Donald “Don” McCullin (Londres, 1935) comenzaba a cuestionarse así su rol en esas circunstancias. ¿Tenía derecho a tomar esa foto? Una ejecución pública no es más que un asesinato, piensa. ¿Tenía derecho a capturar el momento del asesinato de aquel hombre? Allí iniciaba la larga serie de preguntas fundamentales sobre su rol y su profesión que se hace a sí mismo hasta el día de hoy, y que McCullin, el documental, retrata con la calma, el aplomo, pero también la íntima angustia, con las que Don las formula.
“¿Qué hago aquí? ¿Cuál es mi propósito? ¿Qué tiene que ver esto con la fotografía?”, cavilaba. ¿Legitimaba, de alguna manera, con su presencia y su registro, las atrocidades que se cometían frente a sus ojos y a quienes las cometían? ¿Cómo justificar su presencia allí y su trabajo? ¿Cómo combinar la necesidad y el deseo de tomar una foto con el simultáneo de detener lo que está sucediendo allí, en ese momento? ¿Cuál es el verdadero poder de la cámara? Preguntas no necesariamente originales pero siempre vigentes; muchas de las que se han hecho y les han hecho a estos reporteros gráficos desde que hacen lo que hacen.
Fotógrafo de guerra lo llamaron. Fotográfo de guerra se llamaba a sí mismo. Fotográfo de guerra se suele establecer como definición de su rol. ¿No significa ello ser un mercenario del sufrimiento ajeno? Con el paso del tiempo aprendió a disgustar de ese rótulo. ¿Cómo involucrarse de algún modo y dejar de ser un mero voyeur? ¿Cuál es la delgada línea que separa su trabajo del regodeo en la miseria y el sufrimiento ajenos? ¿Se puede alardear de una fotografía que encierra el dolor y la vileza humanas? ¿Qué fotos, de las tantas que se toman, se toman para limpiar la propia conciencia? McCullin ha intentado responderlo. McCullin también. Son varias las oportunidades en las que dejó su cámara a un lado y actuó en el lugar de los hechos como un simple ser humano solidario.
Habiéndose iniciado en el campo de la fotografía retratando el ambiente en el que vivía y a los muchachos con los que creció, en el duro ambiente del barrio Finsbury Park, en el norte de Londres, fue en Berlín, cuando el Muro comenzaba a construirse, que sintió la adrenalina de la guerra y adquirió conciencia de su capacidad para generar/se iniciativas adecuadas. Su intuición asomaba conduciéndolo correctamente por ese campo. Su confianza en sí mismo crecía.
Aquella guerra era de las “frías”; sin embargo, sintió la emoción que podía provocarle una mirada hostil. Desde el lado oriental los lanzaguas intentaban amedrentar a los camarógrafos y periodistas de “este lado” del muro; los espejos se empleaban para encandilar y perturbar a los fotógrafos... La adrenalina de guerra empezaba a apoderarse de su ser. La sucesión de coberturas bélicas posteriores lo transformarán en un adicto a la guerra a pesar de su conciencia cada vez mayor sobre la bajeza e inutilidad de la misma.
El paso intermedio será la cobertura de las manifestaciones políticas, protestas y disturbios urbanos en su propio país. La reconocida zona este de Londres, el East End, habitada desde sus orígenes principalmente por inmigrantes, cargada de pobreza y hacinamiento, fue puesta en foco. Indudablemente, el conflicto lo seducía. Evolucionaba irremediablemente hacia su destino bélico.
Su inicio “formal” en tal sentido fue la isla de Chipre y los enfrentamientos entre griegos y turcos que cubrió para The Observer. Comenzará a descubrir la inexistencia de “buenos” y “malos” dentro de la crueldad que comportan esa clase de enfrentamientos. Irá un paso más allá en el Congo durante la Rebelión de Simba en 1964. Se disfrazará como uno de los mercenarios contratados para perseguir y acabar con la sanguinaria rebelión, y arriesgará su vida, burlando los propios controles de la CIA, para participar de alguna de las también sanguinarias “cacerías” de simbas. Será testigo del desollamiento de adolescentes por parte de la gendarmería congoleña, de cómo se puede arrastrar sobre alambres, desde camiones en movimiento, a jóvenes vivos maniatados. También allí decidirá no capturar ciertas imágenes. Volverá a Londres, pasará por la Misisipi signada por el Ku Klux Klan, y tendrá su punto de inflexión definitivo en Vietnam, ya para Sunday Times Magazine. Sus imágenes de la guerra, y particularmente de la batalla de Hue, transmitirán todo el horror de lo vivido. Uno de los ladrillos de arena para disponer a la opinión pública en contra de aquella invasión. A partir de ese tipo de coberturas, los gobiernos intentarán restringir aún más las libertades con las que un fotoperiodista puede actuar sobre el terreno.
Don McCullin, a diferencia de otros reporteros que llegaban, tomaban fotografías y se retiraban de los lugares, permanecía en ellos y convivía semanas con los soldados estadounidenses. Quince fueron los viajes que efectuó a aquel país del sudeste asiático.
La fotografía del marine estadounidense conmocionado se transformó en un ícono de la insanía de la guerra. Cinco fueron los disparos de su cámara sobre ese rostro de ojos perdidos y vacíos; ni un solo pestañeo. Hombres arrollados por tanques que parecían una foto impresa en el asfalto, otra lámina de papel; cerebros colgando; amputaciones de toda especie... McCullin emplea el término “carnicerías”. En determinado momento se sintió un “animal atormentado”. La libertad total con la que se movía se asemejaba mucho a la locura total. En cierta ocasión descubrió que hacía dos semanas que llevaba puesta la misma ropa y no se bañaba. No sabía qué estaba haciendo allí ni por qué continuaba con ese trabajo. De todos modos, no se detuvo. Si en algún momento se planteó abandonarlo, el siguiente conflicto lo motivó a seguir.
Así llegó Biafra, su fracasada independencia de Nigeria y la dantesca hambruna. Los niños arrastrando sus rectos, las moscas que los inundaban... su intento de dotar de dignidad a la muerte ineludible. Y vino Camboya, donde resultó herido de gravedad; y estuvo Belfast, Irlanda del Norte, y sus conflictos político-religiosos; y volvió Vietnam, de donde fue expulsado; y llegó Beirut, Líbano, en el 76, pero también en el 82, cuando le impidieron subir al barco (porque “iba lleno”) que lo conduciría a las islas Malvinas, pero fue testigo de la masacre de Sabra y Chatila, del sector de niños dementes -atados a sus camas- de uno de los hospitales de la ciudad, y su cabeza tuvo precio. Y llegó Uganda, donde estuvo preso; y luego Jordania, Israel, Afganistán, Chad, India, Pakistán...
McCullin no puede dar cuenta de todas esas experiencias, se concentra en algunas fundamentales. Pero lo hace dotándolas de un encuadre perfecto. Las imágenes de archivo complementan y enriquecen el relato en primera persona del propio McCullin. Nos sitúan en los lugares y sus sombras, enmarcan los sucesos. La música refuerza con sutileza la tensión, la hondura y el desgarramiento del momento, pero también la sabia calma del testimonio y la profunda reflexión de su protagonista. Sus fotografías aparecen destacadas, en solitario, pero también en su contexto “natural”: el medio de prensa. La voz que cuenta es solo la de Don McCullin, principalmente en el hoy de la realización, pero también en registros fílmicos de anteriores entrevistas. Impacta comprobar la calma de su testimonio, de su análisis, en distintos momentos de su larga vida. Impacta encontrarnos con un cierto tempo en su voz, en su decir. Tempo que David y Jacqui Morris respetan, privilegian y utilizan a favor de su construcción cinematográfica, de sugestivo poderío audio-visual -así, en su doble condición-, fuertemente climática, de connotaciones hipnóticas. Profundamente humanista, como su personaje central.
Cuando el conglomerado empresarial que reunía a The Times y The Sunday Times cambió de manos en 1981 y Rupert Murdoch sustituyó a la familia Thompson a su frente, buena parte de la libertad creativa y la libertad en la toma de decisiones acerca de su trabajo, que lo llevaron a ser quien fue, comenzaron a perder pie. La renuncia -tan parecida a un despido- de su editor en Sunday Times Magazine, el reconocido y respetado Harold Evans, también lo fue alejando del medio. Su nuevo perfil ideológico se asociaba claramente al conservadurismo británico y la nueva política comercial y editorial estaba centrada en atraer publicidad. El esparcimiento y la cotidianidad más frívola sustituirían a los temas candentes de la actualidad mundial. Los recortes a su protagonismo en el periódico lo harían renunciar. La rigurosa y responsable “comodidad” con la que había desempeñado su tarea por casi veinte años, se había diluido irremisiblemente.
Su fotografía comenzó lentamente a tomar otros rumbos. Se alejó de los terrenos bélicos pero no del sufrimiento humano. Retrató el hambre y las enfermedades. También la naturaleza que sufre. Sus paisajes distan de lo bucólico y delatan la amenaza sobre la vida; son fríos, grises, desolados y desoladores. Son la violencia en otro de sus sentidos. Sin embargo, no ha podido desprenderse de la guerra: en 2015, con 80 años, volvió al frente de batalla en el Kurdistán iraquí, para registrar parte de los enfrentamientos entre ISIS, las fuerzas militares turcas y los ejércitos sirios.
De todos modos, siempre se ha centrado en el hombre y su padecer, en rescatar la dignidad de las víctimas inocentes, en dotar de dignidad al retrato del dolor en lo atroz -sin dejar de señalarlo como tal-, alejarse de la mirada impasible o simplemente morbosa... Cuando no fueron las víctimas de guerra, los protagonistas de sus imágenes fueron los seres socialmente marginados, los desocupados, los hambrientos, los enfermos de VIH, alguna vez los excéntricos... Siempre los pobres... Aquellos a los que huir siempre les es más dificultoso y esquivo.
Don McCullin ha sido testigo privilegiado de buena parte de los conflictos y guerras de la segunda mitad del siglo XX. Aunque agradece haber vivido y trabajado en las décadas del 60, 70 y 80, en las que “todo sucedía”, lamenta haber comprobado que la transmisión intergeneracional del odio es un hecho; que no hay religión en cuyo nombre no se hayan cometido las mayores atrocidades; que la bajeza del hombre no tiene límites y puede prestarse al pillaje más vil, llegando a recoger souvenirs de entre los muertos; que la muerte se puede celebrar... Lamenta haber comprobado que la fotografía no modifica las guerras ni la naturaleza humana... Sin embargo, sostiene la esperanza de que pueda ser útil para que los jóvenes las aprecien de modo tal que decidan alejar al mundo de tanta mezquindad y tristeza. McCullin registra la violencia pero intentando deslegitimarla.
Con un profundo sentido de la composición y la tragedia, con un profundo sentido moral de su propósito, sus imágenes, además de dar noticia, conmueven y cuestionan. Los ojos de los protagonistas de sus fotografías son el espejo por el que percibimos la magnitud de lo atroz. Sus registros son “conciencia con cámara”, diría Evans. Emulando quizá a su admirado Goya (la temprana muerte de su padre y la pobreza de su familia lo llevó a desechar la beca para estudiar Artes en pos de la obtención de trabajo), las víctimas retratadas parecen reclamar al Cielo una respuesta. Probablemente, McCullin acuerde con ellas. Cuando la gente le pregunta si tiene pesadillas, él responde: “Solo de día, cuando mis ojos están abiertos y mi memoria funciona por completo”.