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VOLVIÉNDOSE BUENO: LA TRAYECTORIA DE HANS-GEORG GADAMER
Interpretar o transformar el mundo: una cuestión fundamental y el papel de los filósofos reciclados
Por Fernando Britos V.
Hans-Georg Gadamer fue una estrella de la filosofía con su hermenéutica en el siglo XX. Su trayectoria muestra la forma en que académicos conservadores y derechistas colaboraron en el ascenso de Hitler, legitimaron el nacionalismo agresivo y el racismo y se reciclaron a la caída del Tercer Reich conservando intactas sus posiciones académicas. Los nazis se evaporaron en mayo de 1945 cuando los aliados ocuparon Alemania. Los criminales más connotados huyeron a refugios seguros en las Américas por “el camino de las ratas”; muchos miles se mantuvieron en la República Federal y una ínfima minoría fueron juzgados y encarcelados o ahorcados. Ha pasado más de medio siglo para que ese procedimiento para “volverse buenos” que llevaron a cabo varios de los intelectuales alemanes quedara al descubierto. El caso de Gadamer fue típico y su estudio debería servirnos para comprender y prevenir procesos similares en cualquier lugar del mundo, en la actualidad.
FUGADOS, OCULTOS Y RECICLADOS
Cada poco tiempo, alguien necesitado de llenar un espacio u obtener unos segundos de atención mediática saca a luz alguna vieja versión relativa a América Latina (por ejemplo: que Hitler no se habría suicidado en Berlín el 30 de abril de 1945 sino que habría muerto tranquilamente en Paraguay 25 o 30 años después) o recicla algún detalle verdadero pero insignificante en sí (como que Mengele habría formalizado su casamiento en Colonia Suiza, Uruguay, en un fugaz pasaje de su permanente huida). A veces esas apariciones tienen tufillo a codicia nostalgiosa pero generalmente responden a la superficialidad, es decir a una deliberada ausencia de profundización en la complejidad de los fenómenos y, en este caso, en el desarrollo del fascismo, el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y la URSS, que marcaron en forma indeleble la historia del siglo XX y, en cierta medida, se proyectan sobre la suerte de la humanidad en este siglo XXI.
Hace unos 2.500 años, el dramaturgo griego Agatón (457–402 a.n.e.) sostenía que ni siquiera los dioses pueden cambiar el pasado. Esto es verdad en cuanto a lo que realmente sucedió, pero los humanos y los dioses, que son sus criaturas, han intentado siempre acomodar la imagen del pasado mediante el ocultamiento, el olvido y la mistificación. En abril y mayo de 1945, cuando los ejércitos aliados penetraron en el corazón de Alemania, se encontraron con las huellas del genocidio en los campos de exterminio; las carreteras sembradas de cadáveres producto de “las marchas de la muerte” que arreaban los guardias de las SS mientras huían despojándose de sus uniformes negros; la fuga generalizada de los jefes, algunos cargados de documentos, otros con el oro expoliado a los asesinados, y una multitud de personas que habían abandonado las zonas ocupadas por los nazis o las tierras de Prusia Oriental o que vagaban apáticamente porque habían perdido sus hogares en los bombardeos de los últimos meses. Lo que no encontraron fueron nazis[1].
La mayoría de los alemanes y austríacos habían perdido la memoria y se habían vuelto demócratas. Los pocos verdugos que fueron identificados se amparaban en la “obediencia debida” o en la insignificancia de sus actos. Los intelectuales y académicos salían de su “exilio interior” (algo parecido al “insilio” rioplatense pero con un significado muy distinto como veremos más adelante).
Muchos nazis y sus colaboradores más sanguinarios (como los ustachis croatas) habían fugado disfrazados con papeles falsos y se encaminaron a través de “la línea de las ratas” organizada por el aparato de la Iglesia Católica en Italia dirigido por el obispo Alois Hudal, con el apoyo de Pío XII y con la complicidad de la Cruz Roja (que se había hecho la distraída ante los horrores que contempló en los campos de exterminio y ante el régimen aniquilador al que se sometía a los prisioneros de guerra soviéticos a diferencia del que sufrieron los prisioneros de otros aliados).
Desde puertos italianos y españoles partieron miles de criminales de guerra que fueron amparados durante meses y años en refugios europeos, dotados de pasaportes, nuevas identidades y dinero, y embarcados para América (a Canadá, a los Estados Unidos, a Brasil y especialmente a la Argentina y a Chile). Al mismo tiempo, los británicos y sobre todo los estadounidenses desarrollaron la búsqueda y traslado de los técnicos y especialistas (Operación Paperclip) para desarrollar sus industrias bélicas, sus aparatos de represión y espionaje y para incorporar los conocimientos que suponían que los torturadores nazis habían obtenido con sus crueles experimentos con seres humanos.
Un tercer cauce por el que se esfumaron los criminales de guerra y en general quienes habían ocupado cargos de responsabilidad o sido parte de las SS (que en su conjunto fue declarada por los aliados como una “organización criminal”) fue estableciéndose en las zonas de ocupación británica y estadounidense, ya fuese con una identidad falsa o con la suya propia, en el campo o en una ciudad distinta a la de sus orígenes y aun en su antigua casa. Muy pocos de estos individuos fueron molestados y la mayoría murió tranquilamente por causas naturales, apacibles abuelitos de edad provecta rodeados por sus familiares y vecinos.
Las cifras son impactantes. Se calcula que el personal de los campos de exterminio, SS y los kapos auxiliares, fueron no menos de 60.000; sin embargo solamente 600 fueron juzgados en Alemania y Polonia en la posguerra. En las zonas de ocupación soviética y francesa y después en la República Democrática Alemana (RDA) no les fue tan bien. Muchos fueron desenmascarados y juzgados, pero en abril de 1945 la enorme mayoría de los comprometidos y colaboracionistas habían corrido a entregarse a los británicos y estadounidenses. Después de pasar unos meses en un campo de prisioneros, a la mayoría se los rehabilitó de hecho y quedaron libres sin más trámite.
Decenas de miles de intelectuales y técnicos -que no habían sido combatientes, ya fuesen afiliados al Partido Nacional Socialista, a las SS o simplemente simpatizantes o apolíticos- consiguieron reciclarse y mantuvieron u ocuparon altos cargos en la administración, la judicatura, la enseñanza, la cátedra universitaria y las fuerzas policiales y militares de la República Federal Alemana (RFA) que se constituyó, al calor de la Guerra Fría, al agruparse las zonas de ocupación de los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, en 1949.
Muchos de estos intelectuales alemanes reciclados pasaron a ser estrellas en el firmamento de la cultura europea de posguerra con gran predicamento entre los posmodernistas franceses y anglosajones. Pasaron décadas antes de que algunos de estos personajes fueran confrontados abiertamente con su pasado. El caso más conocido, más famoso y más comprometido con el nazismo fue el de Martin Heidegger, quien se mantuvo tozudamente aferrado a su ideología nazi hasta su muerte, sin hacer caso a los ruegos de sus discípulos Hanna Arendt y Herbert Marcuse, para que se desmarcase de su simpatía hitleriana.
UNA HISTORIA DE ÉXITOS Y UN PASADO OSCURO
Hans-Georg Gadamer (1900-2002) parecía una típica historia de éxito en la RFA. Este filósofo no se había afiliado al Partido Nacional Socialista, se mantuvo al margen de la política y durante el Tercer Reich (1933‑1945) aseguró que se había refugiado en el “exilio interno”. Por cierto, Gadamer no fue nazi pero el análisis de su obra antes, durante y después de la guerra muestra, junto con un profundo conservadurismo, un significativo grado de coincidencia y colaboración con los nazis.
Sus ideas opuestas a la Ilustración (que en el plano político culminó con la Revolución Francesa) y su carácter de principal promotor de la hermenéutica ‑postura que destaca la naturaleza circunstancial y parcial de la verdad‑ le llevaron a coincidir con el nazismo antes y con la fauna posmodernista después. En este último caso, el tradicionalismo de Gadamer (el papel determinante que atribuía a la tradición) parecía diferente del posmodernismo; pero su rechazo de las ideas de Kant (especialmente de la moralidad universal) se transformó en un cimiento fundamental para la deconstrucción posmoderna de la verdad objetiva en las últimas décadas del siglo XX.
La coincidencia de Gadamer con los nazis era más sutil que la de su maestro Heidegger. El escepticismo de la hermenéutica respecto a la razón coincidía con la apología de la particularidad germana que hacía el nazismo y su tesitura de la raza superior (el Herrenvolk). Una parte de la intelectualidad, cuando el ascenso del nazismo, hizo un pacto fáustico con ese movimiento. Este pacto fue más bien europeo, no se limitó a Alemania e Italia. En Francia, por ejemplo, muchos intelectuales se negaban a explorar la historia reciente de su país porque esta, lejos de mostrar un avance progresivo y una profundización de los ideales republicanos a partir de la Revolución Francesa, mostraba la influencia regresiva del nacionalismo a través de la configuración de la ciudadanía por medio de “la sangre”, “la patria” y “la tradición” y la existencia de una derecha reaccionaria, profundamente racista, antisocialista y anticomunista.
En Francia esto se manifestó en el Segundo Imperio, la derrota de la Comuna de París, el escándalo Boulanger, el caso Dreyfus, las organizaciones católicas protofascistas de los años 30 del siglo XX, hasta el derrotismo de 1940 y el colaboracionismo filonazi de Vichy, la represión de los argelinos y otros magrebíes en la posguerra, las guerras coloniales de Vietnam y Argelia, la trayectoria de personajes como Maurice Papon, que pasaron limpiamente de Vichy al gaullismo, y la prédica actual de Marine Le Pen y compañía.
En la RFA pasaron casi cuatro décadas desde que Hitler se suicidó en su bunker de Berlín, el 30 de abril de 1945, para que empezaran a aflorar investigaciones acerca de los intelectuales y académicos durante el Tercer Reich. Entonces empezaron a perforarse los mitos diversionistas acerca de “la otra Alemania” o “el exilio interno”. Quedó claro el papel que habían jugado muchos historiadores alemanes de entreguerras, derechistas aunque no nazis, al proporcionar a las SS la información etnográfica y demográfica en la que se basó la planificación y ejecución de la Solución Final. Esos historiadores han sido calificados como “Vordenker der Vernichtung” (profetas del aniquilamiento) que actuaron como legitimadores de los actos genocidas e imperialistas.
Las justificaciones no provenían mayormente del riñón del partido nazi sino de círculos académicos afines a los varios partidos de derecha y de centro que existían hasta que el nazismo los absorbió en 1933/1934. Entre 1939 y 1945, muchos profesores conservadores, provenientes del campo de las humanidades (historiadores, filósofos, musicólogos, especialistas en cultura y antigüedad clásica, historiadores del arte, etcétera), se incorporaron a toda prisa al aparato propagandístico del nazismo que dirigía el doctor Joseph Goebbels y que promovía la superioridad de la cultura y los valores alemanes. Según parece, fue un efecto de la impresión que habían producido entre los intelectuales derechistas las primeras victorias de las fuerzas armadas alemanas. En realidad muchos universitarios de disciplinas más prácticas, como la medicina, el derecho, la arquitectura, la ingeniería, estaban colaborando con el régimen desde mucho antes.
Bajo la dirección de un destacado profesor de derecho de la Universidad de Kiel, Paul Ritterbusch, se creó un programa para promover en Europa la oposición a los valores de los enemigos de Alemania. Organizaron publicaciones monográficas y conferencias de alto nivel académico y se crearon institutos alemanes en las ciudades de los países ocupados para difundir la propaganda nazi y el idioma alemán. Estas actividades tenían dos facetas Por un lado se presentaban películas y se montaban exposiciones para una concurrencia masiva que presentaban los éxitos de la Wehrmacht, los beneficios de la administración alemana y campañas racistas contra los judíos, los eslavos, etcétera. Por otra parte, y a un nivel académicamente elevado, se intentaba convencer a las elites europeas acerca de la superioridad cultural y científica de Alemania y consiguientemente de la inevitabilidad del triunfo del Tercer Reich a nivel mundial. Contaban para esto con que ese público selecto estaría integrado por académicos derechistas (dado que los opositores habían debido exiliarse o estaban presos) y con que podrían atraerlos a una colaboración duradera.
El propio Gadamer reconoció haber suscrito un pedido internacional de apoyo a Adolf Hitler organizado por profesores universitarios alemanes en noviembre de 1933. La solicitada apoyaba a Hitler que promovía un plebiscito para la salida de Alemania de la Liga de las Naciones (el antecedente de las Naciones Unidas). Para los nazis, abandonar ese organismo era un primer paso en el camino de expansión y de conquista que desarrollaron. El apoyo de los intelectuales derechistas fue importante para legitimarlo ante la estirada oligarquía prusiana y la gran burguesía que todavía veía a Hitler como un advenedizo.
Como perdido en su currícula aparece que Gadamer, en 1936, participó de buena gana en un “campamento de reeducación política” organizado por los nazis. Reconoció que lo hizo para favorecer su carrera como docente universitario. Tanto el filósofo como sus biógrafos actuales ocultaron que, desde 1933, Gadamer se había afiliado a la Asociación Nacional de Docentes Nacionalsocialistas (Nationalsozialistischen Lehrerbund), lo que implica un compromiso más antiguo y mayor con el nazismo.
VERDADES QUE LA HERMENÉUTICA DESCONOCE
Durante las célebres polémicas de los historiadores (Historikerstreit), Hans Mommsen[2] instó a sus colegas a abandonar las racionalizaciones y mecanismos de defensa que habían practicado desde 1945 y reconocer que eufemismos como “las afinidades” entre los intelectuales y la Alemania nazi ya no servían como excusa. Durante décadas Gadamer y otros se habían hecho los distraídos y empleado verdades a medias cuando resultaba evidente que habían adoptado la visión del mundo del nazismo. El colaboracionismo, que antes se consideraba una excepción durante el Tercer Reich, se ha transformado en la regla en la medida en que continuamente aparecen nuevos documentos, testimonios y traducciones sin retoque de los textos de época. El mito de la excepcionalidad y el exilio interior corrió paralelo a otro, también derruido, como el que sostenía que la Wehrmacht (el ejército alemán) se había limitado a combatir sin participar en los crímenes de guerra que se atribuían exclusivamente a las SS, las Waffen SS y los Einsatzgruppen.
Otra cosa que ha cambiado es lo que se entiende como “participación” en el sistema de los nazis. Durante décadas se consideraba participantes exclusivamente a quienes figuraban como afiliados al Partido Nacionalsocialista en los registros y fichas que se conservaban en los archivos. En los últimos tiempos el criterio se amplió para abarcar múltiples formas de oportunismo y colaboración por acción u omisión que se registraron en todos los ámbitos de la ciencia, el arte y la cultura. Bajo el antiguo criterio estrecho de participación, muchos intelectuales sacaban la pata del lazo atribuyendo su presencia en cátedras, laboratorios y actos públicos a actividades exclusivamente profesionales, apolíticas, circunstanciales, casuales u obligadas, que coexistían con un presunto sentimiento íntimo opositor o discrepante. Este argumento es, salvadas las distancias, una forma de la infame “obediencia debida” bajo la que los criminales de todas las épocas alegaron limitarse a cumplir eficientemente las órdenes recibidas. Los profesores y científicos se habían visto “obligados o chantajeados para colaborar”. Unos y otros fueron seres banales con pocas excepciones.
En su existencia relativamente breve (1933–1945) el régimen nazi desarrolló una fuerte presión sobre todas las clases del pueblo alemán. Entre las herramientas fundamentales para el rápido ascenso de Hitler (de político advenedizo en 1920 a Führer investido de poder absoluto en 1933) y para el sometimiento ideológico de millones de seres, se encontraban el nacionalismo y el racismo. Ambas tendencias fueron impulsadas por las clases dominantes desde siglos atrás (el Sacro Imperio Romano Germánico, pasando por Lutero, el romanticismo conservador y el militarismo prusiano). Sin embargo, la ideología nazi era sincrética, es decir amalgamaba las distintas corrientes del nacionalismo, el racismo, el irracionalismo y el misticismo que por cierto no eran homogéneas.
En el ámbito académico, el nazismo practicaba una especie de “pluralismo vigilado”. Al estudiar, por ejemplo, la psicología y la psicoterapia que se practicaba en la Alemania nazi se percibe la existencia de ciertos resquicios, como el llamado Instituto Goering[3], dirigido por un primo hermano del Mariscal del Reich, Hermann Goering, que funcionó oficialmente hasta la desintegración del Tercer Reich en 1945.
Bajo la supervisión de Goebbels, las distintas variantes permitidas en el ámbito académico exigían la eliminación de izquierdistas y judíos y no admitían divergencias políticas concretas. Esas variantes en el terreno ideológico eran toleradas por ser funcionales al régimen ya que ampliaban y consolidaban la base social del nazismo y la superioridad racial de los arios, no solamente en Alemania sino en los países ocupados y en general en los regímenes fascistas como Italia, España, Hungría, Portugal y la Francia de Vichy.
GRANDES Y PEQUEÑOS PARTICIPANTES
Desde muy temprano los nazis comprendieron que necesitaban incorporar filósofos e intelectuales conservadores, aunque no fueran sus simpatizantes. Bastaba con que no criticaran abiertamente las medidas políticas, que apoyaran la superioridad de la cultura y la nación alemana y que estos intelectuales “volkisch” se opusieran nítidamente al comunismo y a los países que se enfrentaban con Alemania. En forma paradojal, sujetos como Gadamer, carentes de convicciones político‑partidarias pero que coincidían con las directrices del régimen, tuvieron más posibilidades de abrirse camino y de ser promovidos en el ámbito universitario que los nazis fanáticos, que como Goebbels y Rosenberg tuvieron altas responsabilidades políticas y sufrieron las consecuencias de sus actos criminales (el primero se suicidó con su familia y el segundo fue ahorcado después de ser juzgado en Nuremberg).
Estos mismos principios de “amplitud” fueron aplicados por los nazis en otros campos, claramente en la judicatura, entre los funcionarios públicos y muy especialmente en las fuerzas armadas y policiales, donde los fundamentos de adhesión se remontaban al militarismo prusiano, al espíritu de casta, a la disciplina clasista y aristocrática y al racismo teutónico.
Como ha señalado Richard Wolin[4], en el ámbito de la educación superior los nazis a menudo valoraron la estabilidad más que la corrección ideológica absoluta, pues esta era en todo caso difícil de definir. En las humanidades (Geisteswissenschaften) existía una maleable “zona ideológica gris”, porque los límites entre las posiciones conservadoras y nacionalistas tradicionales, que promovían orgullosamente la superioridad alemana, y la ortodoxia nazi, eran casi imperceptibles.
Quienes intentan explicar el éxito del nazismo para imponerse a la sociedad alemana en términos estrictamente ideológicos no distinguen claramente el fenómeno que pretenden explicar. Aunque el terror jugaba un papel central, los nazis no podían completar su dominio de Alemania exclusivamente por este medio. Es preciso reconocer que en la adhesión masiva que alcanzó (sobre todo mientras las cosas marchaban bien) se sustentaba en el apoyo que recibió de los conservadores tradicionales, con quienes se identificaba precisamente Gadamer. Aunque estos derechistas podían tener discrepancias con los métodos nazis, la brutalidad de las SA y el antisemitismo rabioso de Hitler, estaban convencidos de que la República de Weimar era un fracaso y se necesitaba mano dura para enfrentar a los trabajadores organizados, a los socialistas, a los comunistas y a los movimientos sociales que impulsaban un cambio profundo de la sociedad alemana.
Las clases dominantes de la Alemania de la primera posguerra, los mandos militares que difundían la reverenda mentira de que no habían sido derrotados en los frentes de combate sino por la defección de la retaguardia, los aristócratas terratenientes prusianos, los grandes industriales, los comerciantes y los banqueros que se habían enriquecido con la guerra y con la crisis, las organizaciones religiosas desde el poderoso catolicismo bávaro hasta los luteranos del norte y el este, y, desde luego, los intelectuales tuvieron una gran responsabilidad en el ascenso de Hitler al poder. Bajo su dominio la burocracia alemana y los mandos militares seguirían en su lugar, el sistema educativo y el judicial y los privilegios sociales y económicos de esas clases se preservarían y profundizarían.
Como advierte Robert O. Paxton (2005)[5] “buscar temores puede ser, en realidad, una estrategia de investigación más fructífera que la búsqueda literal de pensadores que 'crearon' el fascismo” (47). Estas “pasiones movilizadoras”, dice Paxton (54), se dieron en su mayoría por supuestas y no se expusieron siempre abiertamente como proposiciones intelectuales pero fueron el magma sobre el que se asentó el fascismo y suelen encontrarse, de uno u otro modo, en el sustrato de los intelectuales alemanes.
He aquí las principales: 1) un sentimiento de “crisis abrumadora” que requiere medidas especiales; este es el tema favorito de los promotores del “cuanto peor, mejor”; 2) la primacía de la nación (el Volk) sobre las personas, que tienen deberes superiores hacia ella y esos deberes están por encima de cualquier derecho humano o individual; 3) la creencia de que la nación es una víctima, lo cual justifica cualquier acción contra los enemigos internos o externos sin atenerse a límites legales o morales; 4) el temor a la decadencia de la nación y el debilitamiento de su cultura a causa de la lucha de clases, la presencia de extranjeros, etcétera; 5) la necesidad de la pureza racial y la más estrecha integración al grupo superior, ya sea por las buenas o por las malas (violencia excluyente); 6) la necesidad de un líder o caudillo que debe encarnar el destino de la nación y cuyas orientaciones son indiscutibles e inherentemente superiores a cualquier razonamiento; 7) la belleza de la violencia (y la guerra como su máxima expresión) y el poder de la voluntad cuando se aplica al éxito del Volk; 8) el derecho del pueblo elegido a dominar a otros sin restricción alguna de tipo humano o divino, que se da por la capacidad del Volk para triunfar en la lucha por la supervivencia.[6]
En el campo de las humanidades y las ciencias sociales hubo académicos como el filósofo Martin Heidegger, el jurista y filósofo Carl Schmitt[7], Ernst Krieck[8] y Alfred Baeumler[9] que tenían ambiciones políticas y trataron de incidir activamente en la orientación ideológica, lo que los llevó a ocupar cargos importantes, especialmente durante los primeros años del periodo nazi, para tener que apartarse o ser apartados después por “discrepancias” aunque sin ser perseguidos o molestados. El pastor Martin Niemöller[10], en cambio, apoyó a Hitler hasta que se transformó en opositor en 1937 y fue preso hasta 1945.
La mayoría de los oportunistas alegaron, en 1945, haberse mantenido en el “exilio interno” y a diferencia de Alfred Rosenberg, que había sido el jefe (Gauleiter) de los territorios ocupados en Polonia, no fueron molestados y siguieron dictando sus clases, escribiendo y publicando, cosechando distinciones en la RFA y en el extranjero hasta su muerte. Por añadidura, la falta de depuración de nazis y colaboracionistas en la posguerra hizo que estos elementos se mantuvieran en el cerno de la cultura alemana, de modo que los filósofos y científicos que habían debido abandonar Alemania perseguidos por los nazis no consiguieron reinsertarse a su regreso al país.
Estudiosos como Yvonne Sherratt[11] han señalado con indignación que nazis y colaboracionistas como Heidegger y Gadamer se han vuelto famosos en los países que lucharon contra el nazismo, como los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Asimismo y como producto de la Guerra Fría en el campo ideológico, esos mismos filósofos, más algunos otros que debieron huir de los nazis, como Karl Popper, han disfrutado de popularidad por su anticomunismo y sus argumentos útiles a los propagandistas.
NUEVOS ELEMENTOS SOBRE LAS ACCIONES DE GADAMER
En una entrevista que concedió en 1990[12], Hans-Georg Gadamer se refirió a su participación voluntaria en un campo de rehabilitación política de los nazis quitándo importancia al adoctrinamiento que recibió. Gadamer calificó como “tonterías paramilitares” las jornadas de gimnasia matutina, los deportes en equipo y las marchas con equipo completo cantando canciones nacionalistas.
Sostuvo que se había mantenido apolítico porque los capitostes nazis “no se interesaban en nosotros” (los filósofos), aseguró. Sin embargo su “inversión” rindió frutos rápidamente. En 1937 obtuvo el nombramiento de profesor universitario en Marburg, donde trabajó con Heidegger, y en 1938 alcanzó una cátedra en Leipzig donde permaneció inamovible. Después de la guerra se dedicó a colocar a sus colegas en puestos universitarios de la RFA hasta que finalmente siguió el mismo camino en 1948.
Aquel pasado (que ni siquiera los dioses pueden cambiar) fue muy distinto a lo que esgrimió Gadamer en su defensa. La doctrina de la guerra total se aplicó en Alemania junto con la invasión a la URSS, en junio de 1941, y exigió a los filósofos y otros catedráticos una participación activa en acciones propagandísticas. Durante el periodo nazi, Gadamer había publicado “Nación e historia en el pensamiento de Herder”. Aunque J.G. Herder[13] no había sido un nacionalista furibundo ni un racista, los colaboradores del nazismo, entre ellos Gadamer, emplearon su concepto de Volk (nación) a favor de Hitler y los suyos (Volkstum, Volkheit, Volkseele, entre otros términos fueron derivaciones nazis).
La monografía sobre Herder fue escrita bajo la influencia del triunfo espectacular que los ejércitos alemanes habían conseguido en los primeros años de la guerra (1939‑1941), especialmente con la conquista de Francia. Para Gadamer el éxito de la Wehrmacht demostraba la superioridad de la civilización alemana sobre la francesa (inficionada por los valores de la Ilustración). Gadamer no era y no fue un nazi pero no tuvo reparos ante los métodos brutales del nazismo en la medida en que este había conseguido los tradicionales objetivos de la derecha intelectual alemana, que veía en los valores de la Ilustración y en el marxismo los principales enemigos a derrotar.
Algunos estudiosos actuales consideran que Gadamer fue un oportunista, pero según Wolin[14] esto no le exime de responsabilidad como querrían sus admiradores porque “¿cuántos oportunistas se necesitan para estabilizar un régimen como el de los nazis?”, o bien “¿pertenece el oportunista a una categoría moralmente superior a la de los partidarios convencidos?” “¿En qué categoría caerían los actos de Gadamer durante el Tercer Reich?” Desde Platón a Heidegger los filósofos nunca han estado al margen de los compromisos éticos. Algunos pueden ser disculpados pero otros son imperdonables. Los filósofos pueden equivocarse, pero en el caso del nazismo no pueden atribuir el error (su acuerdo o su indiferencia) a una confusión circunstancial en relación con un régimen que exterminó a millones de víctimas inocentes, estableció un sistema de terror, conquista y saqueo, en suma un régimen criminal apoyado en una ideología declaradamente racista y de nacionalismo genocida.
Muchos intelectuales alemanes cometieron actos más graves y comprometedores que Gadamer. También es cierto que no existe un imperativo categórico que exija, ante un sistema como el nazismo, actuar como un héroe luchando en la clandestinidad (como muchos lo hicieron, incluso en Alemania), pero lo que no puede hacerse es mentir u ocultar acciones de colaboración como las que, ahora se sabe, Gadamer desarrolló.
En 1941 funcionaba en el París ocupado el Instituto Alemán bajo la dirección de Karl Epting (1905‑1979), quien creía que en una Europa dominada por los nazis las humanidades jugarían un gran papel para demostrar la superioridad de la cultura germánica. El instituto tenía objetivos puramente propagandísticos: celebrar la superioridad racial de los arios, suministrar una justificación a la ocupación nazi, legitimar a los colaboracionistas de Vichy y atraer intelectuales derechistas para colaborar con los gobiernos títere o con las autoridades militares alemanas. Epting pensaba que la traducción al francés de los textos de nazis fanáticos como Goebbels o Rosenberg no resultaba muy conveniente porque su estridencia panfletaria o su ampulosidad podía chocarle a los conservadores franceses. En cambio difundían activamente a Heidegger, Weber, Sombart, Wagner y Herder.
En la edición original de las obras completas de Gadamer (que vio la luz en la RFA a fines de la década de 1950) no se incluyó el ya mencionado “Nación e historia en el pensamiento de Herder” y tampoco se mencionó la conferencia que el promotor de la hermenéutica brindó en el Instituto Alemán de París sobre ese mismo tema. Wolin denunció[15] que las ediciones posteriores fueron retocadas de modo que el concepto de Volk y la superioridad germánica, tan reiterados en la época del Tercer Reich, se eliminaron cuidadosamente de las obras completas. En lugar de celebrar “los momentos más grandiosos de la unidad nacional y política en la moderna historia alemana” como se había referido al Tercer Reich en 1942, Gadamer aparecía aludiendo en el mismo párrafo, 25 años después, “al más crudo despotismo… que ha recaído sobre la historia alemana de las últimas dos centurias”. Mintiendo y embrollando el filósofo “se había vuelto bueno”.
En sus textos originales Gadamer también había adulterado el pensamiento de Herder. Este creía en “el pluralismo cultural” que era partidario del desarrollo de un sentimiento nacional entre los pueblos eslavos. Ese era un tema absolutamente prohibido para los nazis, que consideraban a los eslavos una raza inferior (Untermenschen) pasible de ser esclavizada o exterminada. El Gadamer de posguerra mentía diciendo que había tenido problemas con los nazis porque objetó la predominancia de las razas nórdicas y germánicas y defendió la diversidad de pueblos, culturas y lenguajes. En realidad los textos que produjo bajo el Tercer Reich están llenos de afirmaciones sobre la superioridad cultural y política de los alemanes que nada tienen que ver con su autoproclamada oposición, con el conveniente “exilio interior” o con el apoliticismo.
LA POLÉMICA INCESANTE: INTERPRETAR O TRANSFORMAR
El espíritu conservador y derechista de Gadamer, el filósofo estrella de la RFA, volvería a quedar en evidencia y con secuelas que se extienden hasta la actualidad a partir de una polémica que había encendido Karl Marx con sus Tesis sobre Feuerbach[16]. Desde fines de la década de 1960 y muy especialmente en la de 1980, Hans-Georg Gadamer se vio envuelto en la célebre polémica con Jürgen Habermas[17].
El fuego lo rompió Habermas en 1967 con la publicación de La lógica de las ciencias sociales[18] y después, en 1970, con el artículo “La pretensión de universalidad de la hermenéutica” (que en español es un capítulo del libro antes citado). Gadamer respondió con varios artículos que en 1986 se incluyeron en Verdad y método II (por ejemplo “Retórica hermenéutica y crítica de la ideología”). El debate se dio en el marco de la reinterpretación crítica de Marx y Hegel que hizo la Escuela de Frankfurt y su inclusión del psicoanálisis en la teoría crítica para contribuir a la transformación de la sociedad.[19]
La posición de Gadamer parte de la postura ontológica de Heidegger que sostiene que el hombre no es una conciencia trascendental sino un Dasein: un ser-en-el-mundo de la vida fáctica, pre‑teórica, cuya característica es el comprender. Para comprender es necesario interpretar en un ámbito previo a la teoría.
Desarrollando a Heidegger, Gadamer sostiene que no somos una conciencia ante un mundo objetivo por conocer sino que lo que siempre hacemos es interpretar en una situación histórica y lingüística concreta que determina la universalidad de la hermenéutica (es decir de la interpretación). “El ser que puede ser comprendido es lenguaje” sostiene Gadamer (1999).[20] La relación con el mundo es lingüística, la palabra permite comprender y lo comprendido también es lenguaje. Para él, la universalidad de la hermenéutica permite superar el sometimiento de “las ciencias del espíritu” al método científico.
Al sostener que comprendemos desde un ámbito histórico y lingüístico que nos precede, resulta que la verdad se da en ese ámbito y por tanto hay verdades no científicas en el arte y la filosofía, lo que plantea una oposición central al sujeto que accede a la verdad a través del método científico. Al cuestionar el método científico y la conciencia en relación con la verdad, Gadamer ataca la racionalidad moderna, las ideas de la Ilustración y a quienes pretenden emancipar a la humanidad sobre la base de una crítica racional de la tradición religiosa, metafísica y política. La universalidad ontológica antepone la necesidad de interpretar el mundo.
Habermas (1988)[21], en cambio, plantea que la universalidad no radica en la dimensión lingüístico‑ontológica sino en la razón. La suya es una universalidad epistémica que antepone la necesidad de transformar el mundo. De este modo, en tanto Gadamer promueve la revalorización de la tradición y sus prejuicios para alcanzar la autocomprensión, Habermas desarrolla la crítica y la ruptura de la tradición para liberar a la humanidad de sus problemas. Sostiene que el promotor de la hermenéutica hace sus interpretaciones a través de prejuicios que no pueden ser criticados. Advierte que los prejuicios suelen ser el resultado de la falsa conciencia y de la pseudocomunicación impuesta por el poder.
El consenso del lenguaje –según Habermas– se puede producir por coacción autoritaria mientras que la hermenéutica gadameriana parte de ciertos presupuestos idealistas e irreales, a saber: la comunicación exenta de dominio; la convivencia entre las personas exenta de coacción en una humanidad emancipada; la vida moralmente correcta. Suposiciones que resultan naturalmente irreales dado que desde el siglo XVIII los filósofos de la Ilustración habían criticado el derecho divino por el cual gobernaban los reyes y el orden social estamentario y aristocrático “establecido por Dios” como prejuicios negativos.
Habermas llamó a desconfiar de los acuerdos logrados mediante el lenguaje, que solamente podrían ser valederos en una sociedad libre de coacción que en realidad no existe. Sin que los dialogantes lo perciban, el lenguaje suele comportar una carga de prejuicios que legitima la situación de dominio de una clase sobre otras. A cierta altura de la polémica, Habermas consideró que el psicoanálisis freudiano podía ser un modelo de reflexión social porque emplea la interpretación crítica para restablecer una comunicación deformada por el paciente.
Gadamer reafirmó sus posiciones en Verdad y Método II[22] que recoge artículos de las décadas de 1980 y 1990, en los que aceptaba que las relaciones entre la hermenéutica y las ciencias sociales eran, para decir lo menos, problemáticas. Gadamer reiteró su rechazo a la oposición que la Ilustración planteaba entre autoridad y razón aunque reconoció que la autoridad puede actuar dogmáticamente en diversas formas de dominio.
Otro de los promotores de la hermenéutica, Paul Ricoeur,[23] intentó mediar para reconciliar las posiciones de Habermas y de Gadamer, poco antes de la muerte de este último, aludiendo a la “hermenéutica crítica” y a la “crítica hermenéutica”, y manifestó que no comprendía las razones por las que se debatía dado que la polémica no ahondaba en el pensamiento filosófico. En realidad, el conciliador era partidario de Gadamer.
Ambas posiciones pueden resumirse como sigue:
Gadamer reconoce la universalidad de la comprensión desde un horizonte dominado por el lenguaje natural (dialógico), por la tradición y por el prejuicio entendido positivamente como un elemento heredado que ayuda a la comprensión. En consecuencia, la ciencia y su método, que son productos de la razón, no son las vías privilegiadas para acceder a la verdad. Para transformar la sociedad no es necesaria la destrucción radical de la tradición y por eso las revoluciones, en tanto transformaciones radicales de la sociedad, carecen de sentido o razón de ser.
Habermas, en tanto, señala a la tradición como fuente de error; el lenguaje natural, con su carga de prejuicios, es resultado de la ideología. Solamente a través de la ciencia (ya sea natural o social) y de su lenguaje monológico se puede abordar la crítica radical de la tradición (tanto la religiosa como la política) y proponer la transformación revolucionaria.
La polémica no ha cesado con la desaparición de Gadamer y si bien no consagró a Habermas como un genuino renovador del marxismo, sirvió para demostrar que el promotor de la hermenéutica fue siempre un conservador que sirvió a los nazis debido a sus coincidencias, consiguió reciclarse para llegar a ser el favorito de la República Federal Alemana, mantuvo su oposición de toda la vida a las transformaciones de la sociedad e hizo lo posible para evitar que la reflexión filosófica contribuyese a esas transformaciones