Compartir
TORTURA Y CÁRCELES
Los derechos humanos de los diferentes
Por Miguel Millán Sequeira
Es un aserto primero y principal: los derechos humanos van surgiendo como capas de cebolla a gritos de los damnificados. La Declaración Universal es de 1948, tres años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Holocausto, campos de concentración, cámaras de gas, etcétera.
La Convención Contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanas o Degradantes es de diciembre de 1984, después que los paracaidistas franceses habían torturado, salvaje y refinadamente, en Argelia a quienes luchaban por la independencia colonial a principios de 1960; también los ejércitos del Plan Cóndor en América del Sur a miles de ciudadanos, en la década del 70 del siglo pasado.
La implementación y cumplimiento de esos tratados, convenciones, protocolos facultativos han llevado su tiempo y son motivo de discusión y debate permanente a nivel de la institucionalidad pero, sobre todo, a nivel de las creencias cotidianas, de las prácticas naturalizadas por las distintas burocracias que tienen que ver con el tema: cuerpos policiales, jueces, abogados, fiscales, y también parlamentarios, periodistas y hasta el ser común y corriente de la calle… o de las redes sociales.
Luis Pérez Aguirre (1941-2001) dice en Si digo educar para los derechos humanos:
Cada grupo o sociedad tiene una organización de valores y normas inconscientes, un ethos. Es el elemento básico de la cultura. Es el conjunto de conductas, de maneras de actuar que se observa inconscientemente, que no se discute y se trasmite espontáneamente.
La tortura a los presos en Uruguay existió desde siempre. En Crónica de un crimen de 1926, Justino Zavala Muniz (1898-1968) reconstruye un hecho de sangre ocurrido en el medio del campo en Cerro Largo, basándose en el expediente judicial al que tuvo acceso. Zavala era abogado y oriundo de aquel departamento, conocía muy bien el prototipo de los personajes. Antes de dar con la trama del autor intelectual del crimen, tienen en el cepo al cómplice y al propio “Carancho”, quien resulta ser el sicario. Cepo y todo tipo de maltratos los terminaron convirtiendo en piltrafas humanas. El sentido común del pueblo, del que el escritor no se aparta, convierte en una especie de fiesta-jolgorio la entrada al pueblo de Melo de los reos a pie tirados por caballos montados por policías.
A lo largo del siglo XX en Uruguay el trato inhumano a quienes caían presos por haber cometido algún delito siguió siendo el mismo, en particular si eran pobres y no tenían un abogado que interpusiera el habeas corpus. Fueron modificando las técnicas de interrogatorio, las fueron volviendo más refinadas y ocultas al gran público.
Entre los presos existían códigos por los cuales era de “hombre”, de “guapo”, aguantar, no protestar y no denunciar ni contar a otros cómo habían sido tratados. Aunque podía, y en los hechos existían muchos otros que rompían la regla, pero jamás llegaban a denunciar malos tratos ante los tribunales.
¿Cómo es ahora, hoy? Tampoco hay denuncias de malos tratos. Alguien con oído y sensibilidad agudizada para estas circunstancias detrás de rejas, puede escuchar entre dientes que los golpes de todo tipo siguen existiendo, en particular cuando el “reo” cae y entra al primer lugar de detención.
Ya no existe la picana eléctrica, el tacho, la capucha, la colgada o el caballete, pero sigue existiendo el trato degradante… sobre todo si quien cae preso por haber cometido un delito es pobre.
La diferencia de la aplicación de la tortura y otros tipos de tratos crueles e inhumanos que se naturalizó durante el período del terrorismo de Estado en Uruguay, estuvo en que se convirtió en masiva, sistemática, refinada, metódica, (capítulo primero de la novela El color que el infierno me escondiera, 1982, de Carlos Martínez Moreno [1917-1986]). Toda persona que caía en las garras de la represión del Plan Cóndor era tratada de la misma manera, no importaba su condición social, económica, color de piel, género, estado de salud, edad.
1984 es el año de la Convención contra la Tortura porque en el Cono Sur, principalmente en Argentina, Chile y Uruguay -aunque también antes en Brasil, Paraguay y Bolivia- fue torturada y recibió tratos crueles una parte de la inteligencia -universitarios, profesionales, escritores, actores, músicos, etcétera- a lo largo de la década del setenta. Esa inteligencia tenía voz, sabía escribir, tenía vínculos sociales e internacionales, tuvo acceso a abogados de prestigio. Eran “pichis” para los represores, pero no eran pobres.
Vale aclarar, para que se entienda mi posición: fui uno de esos presos políticos que sufrió maltratos degradantes de lesa humanidad y los denuncié en cuanto foro tuve oportunidad. Pero también llevo diez años entrando a las cárceles uruguayas para dar clases en contexto de encierro.
Ante cada muerte violenta por un corte carcelario en medio de una trifulca o un ajuste de cuentas, que se producen muy a menudo, pienso: en el Uruguay no existe la pena de muerte en el Código Penal, pero estas muertes son una condena a muerte por la vía de los hechos. La ley del talión en pleno siglo XXI.
Es cierto que con la Ley de Humanización de las cárceles, de 2005 -N° 17.897- se mejoró muchísimo el trato. Los presos pasaron a ser personas privadas de libertad y se estableció que la única libertad que pierden es la ambulatoria; se reforzó el concepto de derechos: a la salud, a la educación, al trabajo. Pero, en buena medida, siguió dependiendo de quién o quiénes estuvieran al frente del establecimiento carcelario. Un porcentaje muy menor todavía tiene acceso al estudio y al trabajo, por ejemplo.
El lenguaje y la forma de dirigirse a un prisionero ya no debía ser más la de tratarlo de “pichi”; pasaron a ser PPL (personas privadas de libertad), aunque muchas veces resulte un eufemismo para que todo siga como en el pasado. La sigla sustituyendo a la vieja denominación tiene una carga peyorativa, muchas veces, cuando la entonación y los gestos de los carceleros descubren el velo de la palabra anterior, “pichi”.
Vuelvo al texto de Luis Pérez Aguirre: “lo eficaz no será predicar la tolerancia, sino ser simplemente tolerante”.
Y para quienes pretendemos educar debemos “disminuir la distancia entre el decir y el hacer”. Dependerá desde el lugar en el que nos paremos para educar, recordando permanentemente el aforismo de F. Engels que repite Pérez Aguirre: “no se piensa lo mismo desde una choza que desde un palacio”.
Pérez Aguirre, desde su concepción humanista, propone adaptarlo, cambiando el verbo “pensar” por “sentir”.
Muy bueno Miguel. Nunca hay que olvidar , ni dejar de controlar como siciedad estas cosas.
Saludos