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LA MUJER EN LA PREHISTORIA
Los orígenes y la fundamentación del patriarcado
Por Fernando Rama
La visión generalizada en nuestra cultura asume que en la época prehistórica las mujeres pasaban el día barriendo la cueva y cuidando a los hijos a la espera de que llegaran los hombres de sus incursiones de caza. También se asume que los cambios producidos en el neolítico no hicieron más que acentuar esta posición subordinada de la mujer, confinada al hogar mientras los hombres guerreaban para conquistar más territorios para su grupo o clan.
Esta postura se afianzó durante el siglo XIX y fue sostenida teóricamente por Freud,[1] Simone de Beauvoir y muchos otros, con la excepción de Federico Engels que desconfió de esta visión aunque no dispuso de los recursos arqueológicos y antropológicos que ahora poseemos.
Para ordenar en forma adecuada la revisión del libro de Marylène Patou-Mathis, de reciente aparición,[2] conviene trazar una línea de tiempo a partir de los orígenes más remotos del Homo Sapiens. Nos limitaremos a los hitos más importantes, a los efectos de entender los hallazgos de la autora.
En Europa, el Paleolítico inferior se sitúa entre los años 760.000 y 350.000 a.C., aproximadamente. El Paleolítico superior entre los 43.000 y 10.000 años a.C., aproximadamente. Suele configurarse un Mesolítico entre el 9.700 y 6.400 a.C. y un Neolítico que se extiende desde el 6.400 a.C. y que culmina en la Edad del Hierro (entre 1.200 años a.C. y finales del siglo I d.C.).
Si se consideran las etapas evolutivas en todo el planeta, los datos disponibles a partir de la arqueología nos indican que hace unos 8 millones de años aparecieron los primeros linajes humanos a partir de los chimpancés; hace 3.300.000 de años aparecieron las herramientas talladas más antiguas, en África Oriental; hace 2.000.000 de años se verifica la primera salida desde África a Eurasia de representantes del género Homo; hace 430.000 años aparecen los linajes más antiguos del género neandertal, en España, y hacia el 415.000 se sitúa el dominio del fuego en Europa, aunque hay pruebas de su dominio en Israel desde mucho antes. El Homo Sapiens más antiguo data de 300.000 años y fue descubierto en Marruecos. Otra fecha significativa es la aparición de las primeras poblaciones sedentarias en el Creciente Fértil (Mesopotamia, Egipto).
Todos estos datos son el resultado del trabajo arqueológico desarrollado en los últimos siglos y en base a representaciones gráficas y otros elementos no siempre de fácil interpretación. Pero el nacimiento de la ideología sexista aparece durante la Ilustración, que si bien deja de lado las concepciones religiosas de la naturaleza humana, no evoluciona demasiado, durante el siglo XVIII, en cuanto al lugar asignado a la mujer en la sociedad. La mayoría de los filósofos de la Ilustración consideran que las cualidades del sexo femenino están determinadas por su debilidad. Las mujeres no gustan de ningún arte, ni lo conocen, y no poseen genio, señala Johan Bachofen apoyándose en investigaciones realizadas en Canadá.
En el siglo XIX, aunque las mujeres secundan el ascenso de los movimientos socialistas, la mayoría de los líderes masculinos rechazan la igualdad entre los sexos. Pierre-Joseph Proudhon insta a mantener a la mujer en el hogar, pues “la mujer, por naturaleza y por destino, no es ni miembro, ni ciudadana ni funcionario público”. Shopenhauer fue uno de los más antifeministas de su época: “Lo que hace a las mujeres particularmente aptas para cuidarnos y educarnos en la primera infancia es que ellas mismas continúan siendo pueriles, fútiles y limitadas de inteligencia”. El dramaturgo J.A. Strindberg y Octave Mirbeau, aunque defensores de los oprimidos justifican la dominación masculina. Hubo, por supuesto, excepciones. La más notable fue la del dramaturgo noruego Henri Ibsen en Casa de Muñecas. Resalta la actitud de su heroína Nora y señala: “Una mujer no puede ser ella misma en la sociedad contemporánea, es una sociedad de hombres con leyes escritas por los hombres, y los consejeros y jueces evalúan la conducta femenina desde un punto de vista masculino”. La otra gran excepción es Friedrich Engels que postula la evolución de las relaciones entre los sexos en diferentes épocas y reafirma la idea de que en la sociedad de cazadores-recolectores existía una posible igualdad entre hombres y mujeres.
En realidad las mujeres prehistóricas no aparecen en los debates hasta el descubrimiento de Lucy, en 1974, la “abuela” de la humanidad. Este descubrimiento fue el origen de la “Eva mitocondrial”, en base a estudios del ADN de los mitocondrias que solo transmiten las mujeres. Esta teoría, hoy descartada, fue la primera señal de los modernos estudios sobre el papel de la mujer en los tiempos paleolíticos. Modernamente, se han estudiado muchísimos datos del Paleolítico: estatuillas, dibujos en las paredes de las cuevas, imágenes de vulvas y penes, pero ha sido difícil distinguir los autores y por lo tanto el papel de las mujeres en esas manifestaciones culturales.
Sin embargo, muchos trabajos recientes demuestran que las mujeres del Paleolítico eran sumamente fuertes, aunque por término medio medían unos centímetros menos que los hombres. La tesis de que las mujeres eran menos fuertes porque se les privaba de carne queda refutada por el estudio de los esqueletos, que no presentan más patologías por carencias alimentarias que los de los hombres.
Se ha presentado el papel de las mujeres en la reproducción como un argumento para justificar la tesis de que no podían moverse tanto como los hombres. Sin embargo, entre los cazadores-recolectores nómadas actuales, las mujeres, incluso embarazadas o acompañadas por niños muy pequeños, recorren las mismas distancias que los hombres.
Un argumento de peso proviene del estudio de las osteopatías provocados por la repetición de movimientos especiales como el lanzamiento de lanzas. Estas lesiones, en los hombres y mujeres neandertales, aparecen tanto en esqueletos masculinos como femeninos, lo que indica que las mujeres participaban activamente de la caza. En el Paleolítico superior estas lesiones no son tan frecuentes, lo que indica que posiblemente el rol de las mujeres en la caza era el de rastrear las huellas de los animales a ser cazados, participar en la confección de la estrategia para la captura y, ocasionalmente, arrojar lanzas, también.
Curiosamente, Simone de Beauvoir, en su obra El segundo sexo, describe la situación de las mujeres durante la prehistoria, en las sociedades que preceden a la agricultura: las mujeres estaban alienadas por su “naturaleza”, atrapadas en un determinismo biológico. Las funciones procreadoras y maternales las habrían incapacitado para la producción de conocimientos y habilidades. Si bien se trata de una reflexión necesaria, instauró en el imaginario colectivo una visión sombría de la situación de las mujeres durante aquel lejano período.
En realidad, la arqueología de género aún está en sus inicios. Deconstruir los argumentos sexistas, más ideológicos que científicos, es la tarea que se propone esta rama del saber antropológico. Desde el jefe guerrero vikingo, que resultó ser una mujer, a las amazonas escitas y a las mujeres artistas, cuya presencia en las cuevas adornadas está documentada, indican que el reparto de roles en la prehistoria queda hecho trizas.
Sin embargo, los actos de violencia contra las mujeres continúan. En Francia, 200.000 mujeres son maltratadas por su pareja y muchas mueren a causa de ello. En 1919, hubo en Francia 146 feminicidios. En Uruguay, los informativos dan cuenta de esta triste gravedad casi a diario. Esta realidad enraíza en un inconsciente colectivo, modelado a lo largo de los siglos, en el que la esposa se presenta como propiedad del marido. En el siglo XIX, a estos crímenes se los denominaba “crímenes de propiedad”. Hoy, en muchos países, siguen llamándose “crímenes pasionales”.
El patriarcado no es “natural”, es una manera de pensar y actuar que instaura una jerarquía entre los sexos. Han existido sociedades matriarcales y siguen existiendo, pero estamos muy lejos de ello. En el mundo occidental las desigualdades persisten en todos los ámbitos: doméstico, político, religioso y económico. La autora Carol Gilligan, filósofa y psicóloga norteamericana, estima que la raíz del problema estriba en que la mujer tiene una moral distinta, que ella denomina “care” (cuidado, solicitud, empatía), centrada en el cuidado de los otros, no por naturaleza sino por experiencia. Concluye que hay que desprenderse del patriarcado psicológico para acabar con él.
Muy ilustrativo