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EL VIRUS DEL RACISMO Y LA REPRESIÓN
No se puede respirar
Por Luis C. Turiansky
El Estado de Minnesota en EE.UU. tiene en común con nosotros que en él hay una localidad llamada Montevideo. Viven en ella cinco mil personas y tienen una Plaza Artigas, con un monumento a nuestro héroe nacional, donado por la Intendencia de nuestra capital. Felizmente, no figura en las noticias de los disturbios recientes a raíz de la muerte por asfixia de un afroamericano, perpetrada por un policía.
El suceso ocurrió en la metrópoli del Estado, Minneapolis, que se extiende junto a la capital, St. Paul. Tiene fama de practicar una política progresista y acoger generosamente a refugiados de todo el mundo. ¿Será por eso que el virus del racismo, de profundas raíces en los Estados Unidos, terminó por corroer los espíritus?
La víctima, George Floyd, era oriundo de Houston, tenía 46 años y una hija de seis. Fue detenido porque había pretendido pagar con un billete falso de veinte dólares, algo que le puede pasar a cualquiera sin saberlo (a mí me pasó). Es probable que protestara o incluso se resistiera, y aquí comienza a incidir que era negro.
Las raíces de un problema sin resolver
Los Estados Unidos ya tuvieron un presidente negro. Fue sin duda un gran avance, pero la población afroamericana sigue siendo víctima de discriminación, prejuicios y sevicias policiales. El caso de Floyd no es el único ni es excepcional: en los últimos años, los incidentes de esta índole han recrudecido notablemente.
En 2014, unos manifestantes que protestaban contra la absolución de un policía que había matado a un adolescente, adoptaron la consigna “Las vidas de negros importan” (“Black lives matter”), actualmente revivida. Desde entonces, George Floyd es el noveno caso registrado. Pero este año la redundancia de incidentes de esta especie ha aumentado, puesto que ya en marzo, al allanar la policía la casa de Breonna Taylor, auxiliar de servicios médicos de urgencia de 26 años, le dispararon ocho balazos pese a estar desarmada. Buscaban drogas, que no encontraron. [1]
La agresividad creciente del aparato policial es consecuencia de un mal social que se extiende principalmente en la población afrodescendiente establecida, así como en la de origen mexicano o latinoamericano en general: la pobreza. Es esta pobreza lo que determina su deserción escolar y consiguiente bajo nivel cultural, así como la tendencia a resolver las necesidades recurriendo a actividades delictivas. El papel de la policía es el de defender la sociedad dividida en clases y proteger la propiedad privada. Después de una primera estancia en la cárcel, los jóvenes de estos orígenes suelen caer irremediablemente en la espiral del crimen, la violencia y las drogas.
Esta misma espiral es la que exacerba los enfrentamientos cada vez más sangrientos entre los marginados y las fuerzas del orden. En momentos de escribir esta nota llega la noticia de un nuevo incidente luctuoso, esta vez en Atlanta, Georgia, cuando un policía que perseguía a un sospechoso de color lo mató por detrás a balazos. Los amigos de la víctima se vengaron incendiando el local donde habían estado festejando juntos un cumpleaños, porque fue desde allí que llamaron a la policía, debido a que su auto, en el que se había quedado dormido, bloqueaba el acceso al estacionamiento.
Atilio Borón, en La chispa de Minneapolis (La Red 21, 03.06.2020), en base a los informes de la Oficina del Censo de EE.UU., presenta algunos datos correspondientes a 2019 que ilustran la dramática situación en que vive este sector de la sociedad. Así, por ejemplo, siendo el ingreso medio general de los hogares estadounidenses 63.179 dólares al año, el de los blancos se eleva a 70.642 y el de los afroamericanos solo a 41.361. A estos se acerca el grupo lingüístico hispano-luso, con 51.450 dólares de ingreso anual medio. En EE.UU. la población de origen europeo constituye el 64% del total y a ella pertenece el 30% a la población carcelaria. En cuanto a los afrodescendientes, estos representan el 12% del total, pero de su seno sale el 33% de todos los convictos. El 72% de los jóvenes blancos que terminan la secundaria ingresan ese mismo año a una universidad, pero esto solo ocurre con el 44% de los afrodescendientes.
En el ambiente de los “guetos” pobres, donde generalmente vive la gran mayoría de afrodescendientes y “latinos”, es fácil que prospere la rebelión individual o en pequeños grupos, generalmente sin objetivos políticos definidos. Las fuerzas progresistas dentro del Partido Demócrata consiguieron no obstante, en el curso de las campañas electorales de Barack Obama y sus sucesivos ejercicios presidenciales entre 2009 y 2017, capitalizar gran parte de su potencial electoral pero, de hecho, no hubo cambios sustanciales en el plano económico ni en el estilo de vida del estadounidense medio de escasos recursos, salvo la promoción de cuadros de orígenes desfavorecidos a través de la llamada “discriminación positiva”, de contenido puramente estadístico y efectos sociales insignificantes.
Los agravantes circunstanciales
La crisis relacionada con la infame muerte de George Floyd tiene lugar en un momento muy particular, en medio de la atmósfera de miedo y tensión sicológica que provoca la ola pandémica de Covid-19, particularmente mortífera en EE.UU. Los grupos pobres y marginados, sin atención médica adecuada, son los más expuestos al mal y sus manifestaciones más severas. Pese a las predicciones optimistas de Donald Trump al comienzo, la enfermedad ya ha superado 100.000 muertes. El New York Times del 20.05.2020 (cuando se llegó a esta cifra mágica) contiene una portada impresionante en la que reproduce simplemente los nombres de todas las víctimas. Esta situación, junto con el caos económico que produce, es propicia para las descargas emocionales.
También el incremento de la inmigración económica ha hecho renacer el rencor de los blancos desplazados de sus empleos, que culpan de su situación a los extranjeros y a los negros y los pobres en general. La tensión social y el aumento de la criminalidad callejera enerva a las fuerzas del orden, muchos de cuyos integrantes no están formados para soportar la presión física y sicológica de sus obligaciones y son fácilmente presa de campañas xenófobas y racistas.
Por otro lado, es sabido que la vía pública de las ciudades norteamericanas está saturada de policías, armados hasta los dientes y de una brutalidad reconocida mundialmente y glorificada por el cine. Después del atentado de las Torres Gemelas en Nueva York, las sucesivas administraciones se han esmerado en pertrechar a la fuerza pública asignándole generosos fondos. Sus efectivos pasan por sesiones de entrenamiento exigentes, donde aprenden los métodos más espectaculares de sujeción e inmovilización del sospechoso. No por nada, una de las reivindicaciones que surgen de las protestas por la muerte de George Floyd es la consigna “Defund the police”, es decir, reducir el presupuesto dedicado a la policía (posteriormente, en algunas manifestaciones se agregó “Refund the education”, o sea, refinanciar la educación).
La metodología represiva utilizada se ha expandido por el mundo. Interrogado por un periodista, un portavoz de la Dirección de Policía de la República Checa reconoció que el método de apretar el cuello de alguien con la rodilla también lo aprenden los policías checos. “Las distintas técnicas a usar no están especificadas por la ley,” aclara y prosigue: “El policía debe evaluar la situación y decidir el método apropiado en función de las circunstancias.” (Apretar el cuello con la rodilla, un método eficaz, aktualne.cz, 10.06.2020, original en checo). En una palabra, al victimario, el agente Dereck Chauvin, simplemente se le fue la mano, o la rodilla. Veremos qué va a decir en el juicio.
El presidente Donald Trump ha reaccionado con particular nerviosismo y, en lugar de buscar un entendimiento con la población que se subleva contra el crimen perpetrado, ha convocado a la Guardia Nacional y llamó a reprimir con el ejército las manifestaciones de protesta. El ex ministro de defensa James Mattis, destituido por sus opiniones críticas, ha declarado que es el propio Presidente el principal causante de la situación, afirmando: “Donald Trump es el primer presidente en toda mi vida que no trata de unir al pueblo, sino que, por el contrario, busca dividirlo”, y lo califica de “amenaza a la Constitución”[2]. Grave acusación, sobre todo proviniendo de un republicano.
La exasperación del presidente Trump se explica si se tiene en cuenta que este año aspira a la reelección como el favorito. El aislamiento en el que ha caído puede, sin embargo, comprometer su campaña. En un intento de asegurarse al menos la adhesión de sus adeptos de derecha, ha orientado su argumentación a resaltar los actos de violencia y saqueo posteriores al incidente, cometidos por algunos manifestantes, y acusa de ello, concretamente, al movimiento radical “Antifa”.[3] Ha llegado incluso a decir que un señor de edad avanzada que, empujado por un policía, cayó al suelo sufriendo fractura del cráneo, era “un provocador de Antifa”.
En su retórica, el presidente pasa por alto, sin embargo, la participación de otro movimiento, de orientación opuesta a Antifa, los llamados “Boogaloo”, marcadamente ultraderechistas. Sus integrantes hacen alarde de sus armas y saquean los comercios. Su objetivo es provocar una guerra civil, de la que ganaría la supremacía blanca.
La respuesta popular, sin embargo, no se plantea los disturbios ni la violencia, sino la organización de manifestaciones pacíficas, de orientación democrática, composición multirracial y con mucha presencia de jóvenes. Un rasgo nuevo a señalar es la facilidad con que la ola de solidaridad se expandió por el mundo.
La respuesta global
Las grandes manifestaciones que tuvieron lugar en varios países europeos, así como en Australia o en México, entre otros, demuestran que la información, difundida a la velocidad característica de nuestro tiempo, cae en tierra abonada. Es toda una generación de jóvenes que exige cambios.
Esta lucha puede repercutir en cuestiones a primera vista anodinas. En los Países Bajos, por ejemplo, el Primer Ministro ha creído conveniente propiciar la supresión de la tradición popular del personaje “el Negro Pedro” (Zwarte Piet), que acompaña con sus bufonadas a San Nicolás cada cinco de noviembre, cuando el santo, precursor de Santa Claus, reparte golosinas y regalos a los niños. Dicho Negro Pedro, vestido de paje y con la cara pintada a lo lubolo, para algunos es una imagen racista. Al parecer, la tradición proviene de España, lo cual, atando cabos, bien podría estar vinculado al pasado esclavista que también marcó nuestra historia y del cual sacaron provecho sobre todo los comerciantes y armadores de barcos “negreros”, en su mayoría holandeses.
¿Y nosotros? En Uruguay, la proporción de afrodescendientes declarados se estima en alrededor del 10% de la población total, [4] pero nuestra democracia es esencialmente blanca: ¿cuántos afrodescendientes hay en el Parlamento? Y no es que haya que aplicar la “discriminación positiva” como en EE.UU.; basta con buena voluntad y la apertura de los partidos hacia este objetivo.
Y ya que estamos, no estaría mal pensarlo dos veces antes de utilizar en el lenguaje ciertos términos que tienen connotaciones racistas, como “mercado o historia negro/a”, “quilombo”, “mulato”, “mandinga” y otros similares. En fin, ¿se acuerdan cuando suspendieron a Suárez por decirle “negro” a un adversario? Entre nosotros se dice por lo general sin intención de ofender, pero es que uno puede ser confianzudo solamente con los amigos y no, como quien dice, con un desconocido en el ómnibus. Es una cuestión de buena educación, simplemente.
Pero en todo caso la actual ola de protestas no se limita a la discriminación por el color de la piel. Si bien la protesta es contra un acto de racismo concreto, trae a colación otros fenómenos que irritan y puede aplicarse con magnanimidad a otros asuntos dolorosos, como el hambre, la miseria, las enfermedades y la insuficiente asistencia médica estatal para combatir al coronavirus. Cada país pone su granito de arena a la lista de asuntos que más duelen. En Brasil, por ejemplo, la lucha contra la discriminación racial se une al descontento por la mala gestión de la pandemia y la arrogancia del presidente de turno.
George Floyd, que fue en su vida un hombre sencillo sin grandes pretenciones, apenas con sus problemas ordinarios, separado de su mujer y con un antecedente penal por robo, se convierte al morir en símbolo. Quizás quede en la historia sin haber hecho nada para ello, salvo el haber dicho al morir “No puedo respirar”, queja de moribundo que tiene valor metafórico y se usa como lema en las manifestaciones, porque representa la esencia de una sociedad que ahoga y mata.
Atilio Borón, al referirse a los sucesos de Minneapolis, ha empleado el término “chispa”, como lo han sido muchos hechos fortuitos que cambiaron el curso de la historia. Ahora tenemos que, de buenas a primeras, en Seattle, Estado de Washington, junto al océano Pacífico, se produjo una insurrección de masas pacífica que obligó a la policía a abandonar su local y culminó con la instauración de una “Zona Autónoma del Monte del Capitolio”, con sus órganos de autogestión y donde casi todo es gratis (descrito en Welcome to Capitol Hill Autonomous Zone, en el diario local The Seattle Times, 10.06.2020).
Dice la fuente consultada que “los manifestantes colgaron un pasacalle en el frente del local de la policía, proclamando: “ESTE ESPACIO ES DESDE AHORA PROPIEDAD DEL PUEBLO DE SEATTLE”. ¿Retorna el anarquismo revolucionario clásico? Seguramente no perdurará, pero es una prueba de la aspiración creciente a un mundo mejor, junto con el desconcierto que produce la falta de una propuesta de solución coherente y creíble.